Pobres viejecitos

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La sensatez y el poder difícilmente van de la mano. Contrario a lo que presumiblemente deberían ser las significaciones de edad y juicio. Con el paso de los años, determinamos que el tiempo nos vuelve más sabios, más expertos, más metódicos. Por encima de los cartones universitarios y las laudes académicas, la prudencia de la senectud es aquel ideal al cual aspirar. Que los años nos marquen el rostro con las huellas de la inteligencia, la humildad, lealtad y madurez se pronuncia como aquel recto sentido de las cosas que tanto profesaba la cultura helénica. Aunque esta magnánima cordura, se va de culo pal estanco cuando de poder y dinero se trata. Ya Shakespeare sabiamente nos lo había proferido en su vasta y genial obra. Personajes como Edmundo del Rey Lear, Claudio de Hamlet o Yago de Otelo, nos emplazan los mayores vicios o delirios de poder. Hablar de la vejez, como brújula de rectitud moral, se ha convertido también en vicio de traidores y desleales. Es tan solo echar un ojo al presunto golpista de Álvaro Leyva, para darnos cuenta que no necesariamente edad y cordura van de la mano. Exponerse como el héroe que la derecha necesita, por encima de acuerdos nacionales y del voto de confianza gubernamental, es algo que recubre el nepotismo de estos mierdosos ancianos. En este sentido, resulta bastante curioso cuestionarse: ¿Qué buscan estos viejos hijuep*ta? ¿En realidad asumen que propenden por un bien nacional? ¿Sostener el legado de hijos y nietos mediocres? ¿Seguir ejerciendo poder como forma simbólica de eternizarse en el panteón nacional?

Quizá la respuesta se simplifique en el hecho de asumir que élite es élite y no darán el brazo a torcer, cuando de ejercicio de poder y beneficios eternos se trata. El procedimiento epistolar de Leyva y la manera de crear fatalidad, mediante embustes teatrales es muy cercana a la dramática shakesperiana. En este orden de ideas, nos recuerda a Edmundo, personaje trascendental en la tragedia del Rey Lear, quien, mediante la escritura de cartas, difamaba y mentía con el propósito de no perder lo que, por nacimiento, asumía como su derecho: el más claro acaparamiento de la soberanía. Recordémoslo con la siguiente cita de su monólogo:

“A ti, naturaleza, mi deidad suprema, he consagrado todos mis servicios. ¿He de arrastrarme por la senda rutinaria permitiendo que las convenciones extravagantes del mundo me priven de mi herencia? (…) ¿Por qué no he de ser ilustre cuando las proporciones de mi cuerpo se hallan tan bien formadas, mi alma es tan noble y mi estatura tan perfecta? (Shakespeare 21,22). A lo que continúa enunciado: “No hay duda: si esta carta logra buen éxito y mi invención triunfa, Yo Edmundo, ocuparé el lugar del noble Edgar…” (22).

Claramente, lo que más llama la atención de la anterior cita, es vislumbrar cómo dichos personajes conciben el mando como un derecho o don otorgado por el excrementicio mérito de su tradición existencial. Eventualidad que supuestamente los enviste con los valores éticos y morales que todo buen líder debe tener. Es decir, nadie más podrá llevar las riendas de una nación como ellos lo harían. Nadie más posee la idoneidad de manipular los recursos estatales como ellos sabiamente lo harían, ad infinitum.

Resulta bastante triste ver como la incoherencia puede apoderarse del criterio humano con el paso de los años. Lo de Leyva, más allá de inverosímil, es bastante deprimente. Consolidar una vida política en la práctica nacional, para luego recaer en mañas traicioneras y desleales es verdaderamente impresentable. Llegar a la autodenigración, acudiendo a políticos enfermizos del Tío Sam como Mario Díaz-Balart, más allá de una actuación criminal, es una postura dogmáticamente patética. Lo más gracioso de todo, es ver cómo el guion dramático se enturbia con el paso de los días. Entran en escena organizaciones delictivas como el Clan del Golfo en la hipotética componenda de este tierno anciano. Todo esto, presuntamente sincronizado con el docto brazo de las comunicaciones en Colombia, la verdadera periodista, Vicky Dávila, el conato de mártir Miguel Uribe Turbay y la gira salvadora que estos hicieron al entablar diálogos con lo más selecto del congreso republicano gringo. Con el fin de salvar al país de la izquierda recalcitrante y criminal.

Como alguna vez enunciara Harold Bloom en su obra Shakespeare: La Invención de lo Humano, a razón del personaje Edmundo del Rey Lear, a saber:

“A la grotesca ambición no le va mejor; cuando Edmundo a punto de morir cavila que a pesar de todo ha sido amado, su súbita capacidad de afecto nos sorprende soberbiamente, pero escogeríamos alguna otra palabra antes que “bienamado” para nombrar la pasión asesina” (Bloom 598).

No hay que olvidar que estos nobles ancianos, siempre actúan con un fin salvador. El deseo de convertirse en héroes fundacionales, va más allá de sus claras virtudes criminales. Recordemos al dictador Videla en Argentina, quien, según anécdotas históricas, luego de la ola de sangre que desató en su país, seguía convencido que había sido elegido por la divina providencia y que sus actuaciones fueron más que justas. ¡Hágame el hijuep*ta favor! De este modo, estos pobres viejecitos conspiran, difaman, delinquen y se regodean en las peores cloacas con el fin de ser nuestros próceres y eternizar su estirpe.

Otra representante del periodismo letrina como lo es Claudia Gurisatti, afirmó a modo de interrogante “¿Cómo podrían llegar a imaginar que un anciano de ochenta y dos años estaría en capacidad de armar una trapisonda de tales magnitudes? Así mismo como aún nos cuesta trabajo imaginar la figura de Francia Márquez en dicha empresa. De ser comprobado esto último, será quizá una de las victorias de Leyva y su actuar. Él, un viejo zorro de la política nacional, logró envolver a alguien que venía de la base. Personajes que fracturaron la tradición política de un país para darle un respiro al marginado. Pero, de algún modo, se desdibujaron en el oscuro camino del poder y el beneficio económico. Álvaro Leyva, nos expuso el vetusto rostro de la tradición política colombiana, criminal, traicionera y miserable. Una élite que sacrifica incluso a su propia prole. A nosotros, la audiencia de esta truculenta trama de traidores, huérfanos y angurrientos de poder, nos vendría bien recordar a Shakespeare con algunos versos de su soneto 55:

“Cuando la guerra atroz derrumbe estatuas / Y las turbas destruyan las murallas, / Ni la espada de Marte ni hostil / llama Abatirán esta memoria viva”.

Referencias

Bloom, Harold (1998). Shakespeare, La Invención de lo Humano. Editorial Penguin, Bogotá

Shakespeare, William (2016). El Rey Lear. Editorial Austral, Madrid