Cuando la ausencia respira: fragmentos para una vida auténtica

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Caronte me habló: las hojas no mueren,
se hacen tierra para que otras respiren.

Por: Mafistófeles

La muerte nunca es un hecho neutro. Aparece como misterio y herida social. Ante ella, nuestra razón se quiebra: podemos pensarla como parte del orden natural, como tránsito hacia la nada o como regreso a la tierra, pero siempre nos sorprende. Ninguna palabra basta. La filosofía la ha explicado desde la serenidad, como lo inevitable que no debería temerse, y también desde la angustia, al recordarnos que somos los únicos seres conscientes de nuestra finitud.

Lo que más hiere no es la muerte en sí, sino la ausencia: la certeza de que no volveremos a escuchar una voz ni a habitar una presencia. La vida revela su fragilidad en ese instante, pero también su belleza: lo efímero brilla más intensamente porque sabemos que no dura. Somos como la hierba que crece, se marchita y vuelve a brotar, formando parte de un todo que nunca se detiene. Así, la muerte puede comprenderse como tránsito, como metamorfosis de la existencia.

Algunos la imaginan como retorno a la tierra, descanso que iguala a todos; otros la sienten como frontera absurda que rompe con el sentido mismo de vivir. En cualquier caso, su llegada transforma nuestra relación con el tiempo: lo vivido nunca se repetirá, cada instante tuvo su única oportunidad de existir. Lo amado se vuelve precioso porque se vuelve irrepetible.

En la historia de un amigo, escritor, padre, pescador y amante de la naturaleza, comprendo que la vida nunca se reduce a una línea recta: está hecha de giros, búsquedas y pruebas que revelan lo inagotable del espíritu humano. Allí radica la clave: quien descubre un sentido profundo en lo que hace, habita el mundo con intensidad, como si cada instante fuera un llamado a no aplazar lo esencial.

Comprender la muerte desde esta mirada es aceptar que no nos pertenece como un mal que acecha, sino como transformación inevitable que nunca coincide con nuestra vida: cuando existimos, ella no está; cuando llega, ya no somos. Por eso la partida no significa desaparición, sino continuidad en otra forma. Lo que él fue permanece en las historias contadas, en los cuerpos sanados, en los peces atrapados en el río, en las miradas compartidas con quienes amó. Cada gesto suyo sigue respirando en quienes lo recordamos, como si la memoria fuera el lugar donde la vida se rehúsa a extinguirse.

Esa memoria también habita las páginas que nos dejó: obras donde las palabras nombran lo indecible y transforman la experiencia en eco compartido. En La noche de todas las palabras y En el infierno son los otros, su escritura nos transporta hacia las calles y personajes de Túquerres. Allí no solo narró lo íntimo, sino que rescató la textura de un territorio, la dignidad de su gente y la tensión de un tiempo histórico que aún pesa sobre nosotros. En cada cuento late una geografía irreductible al olvido; en La Santa Bárbara de Don Juan, la fuerza de lo popular y lo colectivo se vuelve literatura, resistencia y memoria condensada en la historia regional de lo que hoy somos. Tomo este tiempo para escribir, porque escribir libera y no puedo pasar una noche sin compartir lo grande de su imaginación al momento de crear historias. Escribo como una forma de resistencia, escribo para preservar la vida, aunque mis palabras son cortas y quizá poco profundas se convierten en fuerza para continuar, no solo compartiendo lo que sé sino buscando con quien seguir sosteniendo un dialogo modesto y profundo, como la vida misma a pesar de todo.

Vivir auténticamente implica reconocer la finitud como horizonte que da densidad al tiempo. La muerte, entonces, no se contempla solo como pérdida, sino como invitación a despertar, a vivir con hondura, a no postergar lo esencial. Como en los ciclos de la naturaleza que tanto amaba, donde nada muere del todo, sino que se transforma, también él se vuelve semilla: palabra en nuestras memorias, gesto en nuestras acciones, brisa en el paisaje que compartió con nosotros.

Aceptar la muerte no es un acto de resignación, sino la comprensión de que somos parte de un flujo mayor que nos trasciende. Y en esa certeza se revela que rendir homenaje a su vida no significa quedar atrapados en la tristeza, sino transformar el dolor en gratitud, el vacío en compromiso, la ausencia en una presencia que nos inspira a habitar el mundo con la misma apertura y fuerza con que él lo hizo. La muerte, así entendida, no clausura la existencia, sino que nos recuerda que vivir es siempre una tarea pendiente: la de amar más, agradecer más y abrirnos a la plenitud de lo que somos y compartimos.

Referencias

Epicuro. (2018). Carta a Meneceo. En G. Reale (Ed.), Textos de filosofía antigua (pp. 203–209). Gredos. (Obra original publicada ca. 306 a. C.).

Heidegger, M. (2009). Ser y tiempo. Trotta. (Obra original publicada en 1927).

Homero. (2007). La Odisea (L. Segalá, Trad.). Gredos. (Obra original publicada ca. siglo VIII a. C.).

Nietzsche, F. (2012). El crepúsculo de los ídolos. Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1889).

Rodríguez, A. (2010). La noche de todas las palabras. Editorial Vamos.

Rodríguez, A. (2017). En el infierno son los otros. Veramar.

Séneca. (2010). Cartas a Lucilio. Gredos. (Obra original publicada ca. 65 d. C.).

Virgilio. (2008). La Eneida (J. L. Vidal, Trad.). Cátedra. (Obra original publicada ca. 19 a. C.).

Whitman, W. (2019). Hojas de hierba. Cátedra. (Obra original publicada en 1855).