El espíritu revolucionario en tiempos de burnout

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Cuando estudiaba la licenciatura en ciencias sociales, un profesor dijo en clase que todos éramos revolucionarios cuando éramos estudiantes, pero luego nos chocaríamos con la vida real, el poder del dinero y el trabajo asalariado. Según él, en esas condiciones se nos olvidaría la revolución y entraríamos al ciclo del consumo en el que la meta final es individual: comprar casa, comprar carro, ascender, aumentar los ingresos, etc. El dinero nos seduciría y compraría nuestras apuestas políticas. Me prometí a mí misma no caer en esa trampa y mantenerme fiel a mis ideales. Por ende, me prometí que jamás sería así.

Ahora que dedico la mayoría de mi tiempo a trabajar sé que no es así y no podía ser así. Las conversaciones con mis amistades, que se encuentran en la misma condición de dedicar la mayoría de su tiempo al trabajo, han girado en torno a esa cuestión: trabajar nos agota y nos consume, por lo cual ahora realmente entendemos los planteamientos marxistas. Sin embargo, trabajar también ha maximizado nuestros anhelos de que la realidad cambie. No podíamos renunciar al odio al sistema porque ahora sentimos su peso sobre nuestras carnes. Ya no tenemos el mismo tiempo ni energía para pensar, estudiar, crear. Ahora sentimos cómo el trabajo asalariado nos roba la energía. En lugar de dejarnos seducir por el dinero, sentimos que la necesidad del dinero nos ahoga y anula nuestra humanidad.

Esto se vincula con el trabajo de Simone Weil, filósofa y activista francesa quien desarrolló su pensamiento en la primera mitad del siglo XX. Ella fue una intelectual comprometida con la comprensión de la sociedad para transformarla y especialmente se dedicó a la cuestión laboral. Por ese motivo, en 1934 decidió vivir en su propio cuerpo la condición obrera, renunciando por un año a su trabajo como profesora de filosofía para trabajar en fábricas, incluida la de Renault. A partir de esta experiencia, escribió “la condición obrera”, libro en el cual reúne distintas reflexiones y propuestas en torno al trabajo en las fábricas. De estas reflexiones, destaca el reconocimiento del trabajo en la fábrica como deshumanizante, pues los actos repetitivos agotan, deprimen y nos evitan pensar.

Sin embargo, ella también menciona las huelgas y cómo estas rompen con la rutina de la fábrica para devolver a los trabajadores algo de humanidad, al permitir la colectividad, el diálogo, la crítica y la estrategia. Es decir, incluso en condiciones tan adversas de agotamiento, los trabajadores no renuncian a su deseo de emanciparse, sino que, al contrario, lo añoran con más fuerza pues viven en su cuerpo la opresión y la deshumanización de un sistema que los desangra.

Por lo anterior, estoy convencida de que a los trabajadores defensores de la revolución no nos terminan seduciendo el trabajo ni el dinero. A los trabajadores nos sigue consumiendo el trabajo. El triunfo del sistema radica justamente en eso: no en la eliminación de nuestros anhelos emancipatorios, sino en drenar la energía que requerimos para construir la transformación que deseamos y necesitamos. Es decir, el sistema no elimina nuestros ideales revolucionarios que ahora son más fuertes, sino que consume la energía que requerimos para construir la revolución.

A pesar de lo anterior, en medio del agotamiento y la repetición, los trabajadores nos humanizamos en las huelgas, las protestas, las movilizaciones, las conversaciones con otros en nuestra misma condición, la lectura de los pensadores revolucionarios, la lucha por una reforma laboral digna y un sinfín de acciones que nos humanizan. Aun agotados, seguimos seducidos por la esperanza de que las cosas pueden ser diferentes. En esas acciones está nuestra revolución. Así que no, el espíritu revolucionario no murió en nosotros arrodillado ante el poder del dinero; la revolución grita en el interior de un cuerpo agotado que, a pesar del cansancio, se levanta para reafirmar sus deseos emancipatorios. El sistema puede drenar nuestra energía mental y corporal, pero no nuestro deseo de liberarnos. Nuestro odio hacia el sistema deshumanizante y opresor no ha muerto, sino que se ha fortalecido por los estragos que ocasiona en nuestra vida y en nuestro cuerpo.