La milla extra

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“La vida era una piedra que lentamente
se iba gastando y afilando”
Raymond Carver

Wilson García devoró los textos de autoayuda seleccionados por su jefe, esa misma noche. Descubrió su mensaje implícito sin ninguna dificultad. Su condición de maestro en Literatura, ayudó con el asunto. Determinó claramente que la competitividad, la proactividad, la sinergia, la mentalidad positiva y demás, forman parte del individuo triunfador. Por encima de cualquier pretensión académica. Tal y como vociferaba su nuevo jefe: —El discurso académico, señor García, genera individuos temerosos al éxito. Si piensa usted por un momento ¿Qué desea el hombre? ¡Triunfar! Ser el ejemplo claro del éxito… A decir verdad, señor García, hizo bien en abandonar su profesión de mierda—. Al terminar dicha sentencia, el señor Abelardo, arregló su corbata de seda y se aplicó perfume. Movió su mano en un ademán despectivo, indicándole a Wilson que dejara el recinto, a lo que este obedeció de manera sumisa.

A la mañana siguiente, Wilson acelera el paso. Camina por el pasillo que lo lleva al ascensor y al abrirse la puerta, se dirige de forma presurosa al espejo ubicado en la parte posterior. Se mira de palmo a palmo con un gesto ambiguo de supuesta seguridad. Aunque, más que nada, en su interior reverberaba conmiseración y asco de sí. ¿Cuánto debía soportarse para llevar algo de pan a la boca? Repitió el mantra empresarial: soy un ganador, soy un ganador, ¡SOY UN GANADORRR! Con tono ascendente y gesto aguerrido. En la marcha, recordó su antiguo trabajo como docente. Las clases y el designio curricular: —Usted debe ser un sujeto didáctico señor García, debe ser más de la praxis y no del discurso, recuerde que más allá del pago, esta labor es una vocación—. Al tener presentes dichas palabras, supo que su futuro eran los negocios multinivel y las ganancias residuales. Influencia en los demás y trabajarán para ti. Tal y como lo planteaba el señor Abelardo, su nuevo jefe y amo. Escuchaba noticias en la radio. Desfalcos gubernamentales, polarización ideológica, protestas… bla, bla, bla. No iba a permitir que energías negativas invadieran su ser. Había hecho lo suficiente para atraer el éxito, empezando con la donación de sus libros de corte literario y teórico al reciclaje de la iglesia. Ahora era un nuevo individuo, producto de conferencias para asegurar el triunfo, batidos a base de multivitaminas y atuendos de corbata que daban presencia a un hombre de mundo.

Al entrar a la oficina, la charla motivacional del Dr. Abelardo no se hizo esperar. Más que otra cosa, profirió palabras sentenciosas que invitaban a cumplir un mínimo de producción y labores. ¡La milla extra señores! ¡la milla extra! Atrás quedaron posturas académicas que no sirvieron de mucho para ganar el sustento. La academia fracasó en el país, pensaba Wilson. Sus extensas jornadas de lectura le parecían cosa de hippies, peor aún, mierdas de izquierdosos comunistas. Su vida ahora, estaba ligada a comunidades de bien, con valores morales y no a pensamientos marginales de vagancia y conformismo, como aseguraba su nuevo amo.

Su ejercicio laboral transcurría en la pesca de nuevos clientes. Lidiaba con la persecución constante de su supervisor, incluso de sus propios colegas. Ofrecía productos a diestra y siniestra. Los jugos de la eterna juventud, el café con beneficios orgánicos, oportunidades únicas de pertenecer a una compañía donde podrás ser tu propio jefe, en síntesis, todo el paquete del emprendedor posmoderno.

— ¡Señor García! —, chillaba su jefe. — He recibido ciertos comentarios respecto a su rendimiento por parte del supervisor. Recuerde que el éxito se asegura con mentalidad positiva y buenos resultados. Debe seducir a sus clientes, mostrándoles un discurso encantador. Me sorprende que usted, siendo docente, no tenga presente estas cuestiones clave. Pero descuide que yo entiendo, la inteligencia emocional para influenciar en los demás es algo que no lo enseñan en las universidades —.

Las palabras del Dr. Abelardo cayeron como patada en las pelotas. Sumado a esto, la propuesta del departamento de calidad tomó forma. Agregar nuevos formatos que harían las delicias de los ya diezmados descansos de Wilson. Este imprevisto lo desestabilizó. Entendió que debía dar más de sí a la compañía. De ser necesario, debía limpiar la bota que le pateaba la cara. Porque “para ser un verdadero triunfador, debes recibir muchos golpes que fortalecerán tu espíritu”. Lo repitió mentalmente y recordó varios lemas de sus nuevos gurús de la autoayuda.

 “Sanitarios atascados y sociedad atascada”. Sin buscarlo, venían a su cabeza algunas líneas de su escritor favorito en la universidad. “Agonía siempre agonía, recuerda esto cuando pises una cucaracha o tomes una hoja de afeitar antes de salir a soportar el sol”. Otra de las representaciones del hombre posmoderno que recordaba con nostalgia. Algo totalmente alejado al pusilánime en el cual se había convertido ahora. Pero al que, con fervientes deseos de reconocimiento, amaba y odiaba con la mayor de sus pujanzas. Como Dorian Gray negándose a reconocer su propio reflejo.

Esta dualidad lo aturdía. Sentirse damnificado del discurso académico y ahora un paria en el mundo neoliberal. Algo que convertía su existencia en una piltrafa. En el fondo de su ser seguía albergando la idea de revolución. Un concepto tan trillado, que el mismo Wilson lo asociaba a una estrategia de control económico y social. Un auto—sabotaje que se nos había impuesto para digerir de forma tranquila el gran mojón de mierda que, muy diligentemente, nos preparan a diario.

Terminado el frugal almuerzo, es citado a la oficina del supervisor. Luego de una breve charla descifró que no lo veían apto para aquel trabajo. Debía reinventarse. ¿Cuántas veces había que hacerlo? Levantó su mirada para encontrarse con la frase del día en la oficina: “Cuando quieres algo, el universo conspira para ayudarte a conseguirlo” Paulo Coelho. Giró la mirada a la oficina del Dr. Abelardo, atisbando que el supervisor salía con un rostro, mezcla de satisfacción y arrogancia. Sin quererlo, retumbó en su cabeza la imagen de la “garrapata” del escritor Severo Sarduy. Sintió alegría y asco al unísono, mientras por el altavoz retumbaba: —»El señor Wilson García dirigirse a recursos humanos lo antes posible por favor”.