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Exhibición de atrocidades

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El presunto intento fallido de atentado, contra el candidato presidencial gringo Donald Trump, pasará a la historia como un cuento más en la “exhibición de atrocidades”. No por el supuesto ataque directo a los ideales del farandulero aspirante, sino por la condición de espectáculo que demarca el teatro político en la actualidad. 

¿Son las contiendas electorales presentes una construcción de buen entretenimiento? Como en un show deportivo, las filiaciones ideológicas reverberan como el espíritu del más enceguecido hincha. La pantomima del presunto atentado, donde Trump se toma todo el tiempo de reincorporarse, rodeado de su esquema de seguridad y la subsiguiente señal triunfal como el grito victorioso de la ultraderecha en una de las más grandes potencias del mundo, es perfectamente atribuible al hasta hace poco dueño de Miss Universo, poseedor de empresas en bancarrota y vinculado a líos de faldas con estrellas pornográficas.

 Administrar el show, ha sido un punto importante en los candidatos gringos. Desde cowboys, hasta guerreristas patrioteros han desfilado en una de las presidencias más importantes para la escena mundial. ¿Quién no ha seguido unas elecciones gringas como el mayor taquillazo hollywoodense? 

En su falta de capacidades discursivas y argumentativas, el candidato de la llamativa cabellera, ha vinculado un fastuoso entretenimiento moral a la contienda. Este concepto, tomado de Kant y trabajado diestramente por Byung-Chul Han, nos recuerda que el espectáculo se ha atribuido un lugar esencial en el inconsciente colectivo. Desde fenómenos artísticos hasta religiosos, los procesos de identificación son clave en la caprichosa y acéfala masa. 

El evidente deseo moralizador de este personaje, radica en un discurso retardatario, machista, anti-aborto, puritano y ultraconservador que ha venido asentándose en Gringolandia; y peor aún, dichos imaginarios, paulatinamente, han ido arraigándose en naciones tercermundistas que ven este decadente imperio como un faro a seguir. Por su parte Han, en la voz de Kant nos dice: “Si se repara en el rumbo que toman las conversaciones en grupos variopintos, donde no participan simplemente eruditos e intelectuales, sino también gentes de negocios y amas de casa, se advierte que, al margen de la plática sobre anécdotas y chanzas, hay en esas tertulias otro entretenimiento, cual es el de razonar (…). Pero entre todos los razonamientos no hay ninguno que suscite mayor aceptación (…) como aquel que versa sobre el valor moral de tal o cual acción y a través del cual debe quedar estipulado el carácter de una persona” (Han 86).

Para nadie es un secreto que el paternalismo gringo extiende sus brazos a aquellas naciones sumisas y arrodilladas. Estados que anhelan aprobación. Y la forma más irracional de lograrlo es buscar la identificación importando actitudes y posturas económico-ideológicas, como un reflejo automático del hijo con el padre. 

Contrario incluso al complejo edípico freudiano, donde la rivalidad y odio al progenitor es una tensión latente. En este caso, Gringolandia se exhibe como aquel patriarca abusador, que simplemente busca ser un reflejo de su monstruosidad filosófica y mercantil en todos los rincones del mundo. El escenario del espectáculo electorero, ahora nos plantea un neopuritanismo, valga la expresión, el matiz ideológico al presente se desplaza a un discurso religioso ultraconservador. 

En un giro absurdo, ahora todo lo que huela a izquierda o progresismo es tildado de antimoral, antirreligioso, antinatural e incluso cercano a la monstruosidad. Fácilmente podría venir a nuestra memoria aquella película de 1932 titulada Freaks, donde el director Tod Browning, en su tarea de construir un filme de monstruos, constituye el más genial juego de ambigüedad simbólica. A saber, aquellos personajes que representan lo bello, Hércules y Cleopatra, traman la pérfida acción de estafar al pequeño Hans. 

De este modo, lo monstruoso es enaltecido como una posible representación de lo diferente. Lo que hoy podríamos encarar como lo racial, progre, discurso de género, migrante y demás, personifican lo grotesco en el show trumpista. “Make America great again”, encarna lo agraciado, homogenizar las naciones y alinearlas, no con pretensiones de aceptación, sino como aquellos adefesios conscientes de su lugar.

Como lo llegara a establecer Guy De Bord en su obra La Sociedad del Espectáculo, “El resultado concentrado del trabajo social, en el momento de la abundancia económica, se transforma en aparente y somete toda realidad a la apariencia, que es ahora su producto. El capital ya no es el centro invisible que dirige el modo de producción: su acumulación lo despliega hasta en la periferia bajo la forma de objetos sensibles. Toda la extensión de la sociedad es su retrato” (De Bord 13). Basta con mirar la magnificación simbólica de lo que representa Donald Trump. En sus pobres discursos se vende como un producto de primera necesidad que trasciende las fronteras geográficas. Se nos ofrece como la solución al moderno socialismo, a los inmigrantes indeseados, a los ateos, las feministas y todo aquello que vaya en contra de los bellos valores ultraconservadores.

 En síntesis, es el retorno de aquel paternalismo yanqui, que promueve ilusiones de integridad territorial, guerrerismo y valores nacionales. Tal como se manipula a los votantes de tercer mundo, el mensaje contundente del trumpismo vendría a ser: “ni ustedes ni yo sabemos lo que estamos haciendo, simplemente relájense, disfruten mi show y voten por mí marca”. 

Recordando un poco a J. G. Ballard, de quien se toma el título para el presente artículo, en su obra La Exhibición de atrocidades nos relata: “En la muerte, sí. Es decir, una muerte alternativa o falsa. Estas imágenes de ángulos o posiciones no son tanto una galería privada como una ecuación conceptual, un dispositivo de fusión, el clímax posible de un guion (…) El peligro de un intento de asesinato parece evidente, una hipotenusa en esta geometría de un delito” (Ballard 14). El presunto atentado a Trump, no marca el peligro a un nuevo frente ideológico mundial, sino la consolidación de la política como ejercicio teatral. Un show mediático que enfrasca “una cultura en la que la noción paterna del deber se ha subsumido en el imperativo materno del goce, puede parecer que los padres fallan en su función si en algún sentido restringen a los hijos el derecho al goce en términos tan absolutos como inmediatos” (Fisher 110).

REFERENCIAS

  • Ballard, J. G. (1969). La Exhibición de Atrocidades. Editorial Minotauro, Barcelona
  • Debord, Guy (1967). La Sociedad del Espectáculo. Editorial La Marca Editora, Madrid
  • Fisher, Mark (2016). Realismo Capitalista ¿No hay alternativa? Editorial Caja Negra, Buenos Aires
  • Han, Byung-Chul (2018). Buen Entretenimiento. Editorial Herder, Barcelona

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