Me avergüenza decir que se me cayeron unas cuantas uñas de los pies. Es que el paso de indio no hay que tomarlo a la ligera. El camino fue largo, muy largo, y al siguiente día también, la comodidad citadina dolió esos días, sentía que cada paso era, y debía ser, el último, pero la mirada burlona de los compañeros indígenas me llevaba a sacar fuerzas de donde no había. Subí al resguardo con el primer grupo, el segundo grupo subía después mientras reunía el mercado necesario para la jornada; fue pronto que nos vimos superados por ese escuadrón que con mirada recia y paso firme, se mezcló rápido con el bosque húmedo tropical que se sentía más húmedo que de costumbre.
Con el aliento que apenas tenía intentaba hacer conversación, lo productivo de los viajes está en la «conversa» como dicen allá. Me contaron sobre la imposibilidad de electrificar porque el actor armado sembró minas antipersona y eso frenó el proyecto. Cuando cae la noche en el resguardo solo se ven algunos rasgos resaltados por la luz del celular —tienen algunos paneles solares cuya energía alcanza para cargar el teléfono—. También hay sombras por el fogón de la estufa de leña y el humo se conjuga con el idioma propio, las risas de los niños y ese sonido de los grillos, ranas y otros animales que no alcanzo a reconocer.
Se mezcla la melancolía con la tristeza, el extrañamiento, el asombro, y un sentimiento incómodo que me acompaña en los viajes y que no me deja simplemente adaptarme al ambiente: la indignación. ¿Por qué no tienen luz en la noche? No, no se debe a una práctica cultural escencializada, se debe a la guerra por el control territorial de los cultivos de coca, a la disputa por las salidas y entradas, también al racismo, a que es tierra de indios y no un centro estratégico de desarrollo. Es lo que ya he visto antes, pero no me acostumbro. Se debe a toda esa basura.
El camino largo para llegar a este y otros resguardos no tiene explicación en un ejercicio de «senderismo» nivel profesional. No sé trata del afán citadino de encontrarse con la naturaleza. Es, por el contrario, la ley de la necesidad. No hay placa huella, ni línea huella, en cambio, hay proyectos y sueños, que incluyen una garrucha, una vía, o la misma electrificación. Lo básico, lo urgente, es el sueño.
Días después, ya en la ciudad, mi mamerteria me hace recordar una frase polémica de Lenin, «el comunismo es el poder de los soviet más la electrificación de Rusia». La frase ha sido exaltada y cuestionada con los años. Más allá de los debates teóricos hay un núcleo de verdad en ella: la electrificación, las vías, los acueductos, pensados desde el punto de vista de la gente y no del capital, son revolucionarios. Es una verdad básica pero que en ocasiones se pierde de vista entre tanta reflexión.
El movimiento indígena es complejo. Hay mil sinsabores y mil contradicciones, los espacios de concertación casi siempre son un golpe de realidad, porque se sabe que hay ganancias, pero que las autoridades y comuneros de base muchas veces dicen «eso que se concerta en Bogotá no se ve por acá». Es la mediación nefasta entre la estructura de desigualdad histórica y las prácticas de acumulación y corrupción.
De nuevo en la calle, voy por la carrera séptima y recuerdo que en los distintos resguardos, como si existiera una conciencia comunitaria que se comunica en tiempo real, había un guardia, una autoridad, un comunero que decía sin excepción «¡Hágale un bordón!» entonces parábamos y varios compañeros buscaban entre los arbustos un palo largo, le cortaban las ramas con machete, lo «ponían bonito» y me lo pasaban para poder continuar. Una autoridad me decía en una de las caminadas, «pídale fuerza a la naturaleza». En otro recorrido un guardia reprochaba «¡Es que cómo en la ciudad comen tal mal!» pero iba con calma mientras avanzamos. Una solidaridad común que sale así sin más, sin pensar, que conmueve hasta los huesos.
Algunas semanas más tarde, en una reunión estábamos hablando sobre la urgencia de acciones institucionales para atender necesidades básicas, y en una estrategia para lograr cosas concretas. Un funcionario dijo «es utópico pensar en la presencia total de la institucionalidad en este país». Procuro mantener una pose racional en el trabajo, mientras el corazón se me rompe y reconstruye cada cuarto de hora. La guerra, la desigualdad, las prácticas de corrupción internalizadas por muchos sectores, la impotencia por lo que hay, lo posible y lo deseable, quebranta las ilusiones, pero hay que insistir.
Ya suena cliché pero por estos días no dejo de pensar en la frase de Galeano: «La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar».