El 19 de septiembre de 1921 Recife recibió a uno de los pedagogos que marcó la historia de la enseñanza, de la comunicación e incluso de la filosofía. Se trata de Paulo Freire.
El hecho de ser de una familia de clase pobre en Brasil, y tener cierta conciencia sobre su situación social, lo llevó a buscar los caminos contra la opresión y en pro de la materialización de la esperanza, por ello estudió Derecho —aunque no ejerció— y psicología del lenguaje. Cimentó su teoría desde el conocimiento de la realidad, mediante métodos alternativos de alfabetización para adultos, a partir de la teología de la liberación, el interaccionismo simbólico y la perspectiva epistémica de Franz Fanon.
La dictadura brasilera se dio cuenta del peligro que representaba Paulo, por ello lo detuvo y lo hizo huir a Chile, donde continuó y sistematizó sus experiencias en los libros: La educación como práctica de la libertad, Pedagogía del oprimido —del que sacamos éste fragmento— y Pedagogía de la esperanza.
El 2 de mayo de 1997 falleció. Cuentan que dedicó hasta su último aliento a re-pensar la educación, a aportar al pensamiento crítico, y a buscar la emancipación de las personas.
Pedagogía del Oprimido
Uno de los elementos básicos en la mediación opresores-oprimidos es la prescripción. Toda prescripción es la imposición de la opción de una conciencia a otra. De ahí el sentido alienante de las prescripciones que transforman a la conciencia receptora en lo que hemos denominado como conciencia que «aloja» la conciencia opresora. Por esto, el comportamiento de los oprimidos es un comportamiento prescrito. Se conforma en base a pautas ajenas a ellos, las pautas de los opresores.
Los oprimidos, que introyectando la «sombra» de los opresores siguen sus pautas, temen a la libertad, en la medida en que ésta, implicando la expulsión de la «sombra», exigiría de ellos que «llenaran» el «vacío» dejado por la expulsión con «contenido» diferente: el de su autonomía. El de su responsabilidad, sin la cual no serían libres. La libertad, que es una conquista y no una donación, exige una búsqueda permanente. Búsqueda que sólo existe en el acto responsable de quien la lleva a cabo. Nadie tiene libertad para ser libre, sino que al no ser libre lucha por conseguir su libertad. Ésta tampoco es un punto ideal fuera de los hombres, al cual, inclusive, se alienan. No es idea que se haga mito, sino condición indispensable al movimiento de búsqueda en que se insertan los hombres como seres inconclusos.
De ahí la necesidad que se impone de superar la situación opresora. Esto implica el reconocimiento crítico de la razón de esta situación, a fin de lograr, a través de una acción transformadora que incida sobre la realidad, la instauración de una situación diferente, que posibilite la búsqueda del ser más.
Sin embargo, en el momento en que se inicie la auténtica lucha para crear la situación que nacerá de la superación de la antigua, ya se está luchando por el ser más. Pero como la situación opresora genera una totalidad deshumanizada y deshumanizante, que alcanza a quienes oprimen y a quienes son oprimidos, no será tarea de los primeros, que se encuentran deshumanizados por el sólo hecho de oprimir, sino de los segundos, los oprimidos, generar de su ser menos la búsqueda del ser más de todos.
Los oprimidos, acomodados y adaptados, inmersos en el propio engranaje de la estructura de dominación, temen a la libertad, en cuanto no se sienten capaces de correr el riesgo de asumirla. La temen también en la medida en que luchar por ella significa una amenaza, no sólo para aquellos que la usan para oprimir, esgrimiéndose como sus «propietarios» exclusivos, sino para los compañeros oprimidos, que se atemorizan ante mayores represiones.
Cuando descubren en sí el anhelo por liberarse perciben también que este anhelo sólo se hace concreto en la concreción de otros anhelos.
En tanto marcados por su miedo a la libertad, se niegan a acudir a otros, a escuchar el llamado que se les haga o se hayan hecho a sí mismos, prefiriendo la gregarización a la convivencia auténtica, prefiriendo la adaptación en la cual su falta de libertad los mantiene a la comunión creadora a que la libertad conduce.
Sufren una dualidad que se instala en la ―interioridad‖ de su ser. Descubren que, al no ser libres, no llegan a ser auténticamente. Quieren ser, mas temen ser. Son ellos y al mismo tiempo son el otro yo introyectado en ellos como conciencia opresora. Su lucha se da entre ser ellos mismos o ser duales. Entre expulsar o no al opresor desde «dentro» de sí. Entre desalienarse o mantenerse alienados. Entre seguir prescripciones o tener opciones. Entre ser espectadores o actores. Entre actuar o tener la ilusión de que actúan en la acción de los opresores. Entre decir la palabra o no tener voz, castrados en su poder de crear y recrear, en su poder de transformar el mundo.
Este es el trágico dilema de los oprimidos, dilema que su pedagogía debe enfrentar. Por esto, la liberación es un parto. Es un parto doloroso. El hombre que nace de él es un hombre nuevo, hombre que sólo es viable en y por la superación de la contradicción opresores-oprimidos que, en última instancia, es la liberación de todos.
La superación de la contradicción es el parto que trae al mundo a este hombre nuevo; ni opresor ni oprimido, sino un hombre liberándose.
Liberación que no puede darse sin embargo en términos meramente idealistas. Se hace indispensable que los oprimidos, en su lucha por la liberación, no conciban la realidad concreta de la opresión como una especie de «mundo cerrado» (en el cual se genera su miedo a la libertad) del cual no pueden salir, sino como una situación que sólo los limita y que ellos pueden transformar. Es fundamental entonces que, al reconocer el límite que la realidad opresora les impone, tengan, en este reconocimiento, el motor de su acción liberadora.
Vale decir que el reconocerse limitados por la situación concreta de opresión, de la cual el falso sujeto, el falso «ser para si», es el opresor, no significa aún haber logrado la liberación. Corno contradicción del opresor, que en ellos tiene su verdad, como señalara Hegel, solamente superan la contradicción en que se encuentran cuando el hecho de reconocerse como oprimidos los compromete en la lucha por liberarse.1
No basta saberse EN una relación dialéctica con el opresor —su contrario antagónico— descubriendo, por ejemplo, que sin ellos el opresor no existiría (Hegel) para estar de hecho liberados.
Es preciso, recalquémoslo, que se entreguen a la praxis liberadora. Lo mismo se puede decir o afirmar en relación con el opresor, considerado individualmente, como persona. Descubrirse en la posición del opresor aunque ello signifique sufrimiento no equivale aún a solidarizarse con los oprimidos. Solidarizarse con éstos es algo más que prestar asistencia a 30 o a 100, manteniéndolos atados a la misma posición de dependencia. Solidarizarse no es tener conciencia de que explota y «racionalizar» su culpa paternalistamente. La solidaridad, que exige de quien se solidariza que «asuma la situación de aquel con quien se solidarizó, es una actitud radical.
Si lo que caracteriza a los oprimidos, como «conciencia servil», en relación con la conciencia del señor, es hacerse «objeto», es transformarse, como señala Hegel, en «conciencia para otro», 2 la verdadera solidaridad con ellos está en luchar con ellos para la transformación de la realidad objetiva que los hace «ser
para otro».
El opresor sólo se solidariza con los oprimidos cuando su gesto deja de ser un gesto ingenuo y sentimental de carácter individual; y pasa a ser un acto de amor hacia aquéllos; cuando, para él, los oprimidos dejan de ser una designación abstracta y devienen hombres concretos, despojados y en una situación de injusticia: despojados de su palabra, y por esto comprados en su trabajo, lo que significa la venta de la persona misma. Sólo en la plenitud de este acto de amar, en su dar vida, en su praxis, se constituye la solidaridad verdadera.
Decir que los hombres son personas, y como personas son libres, y no hacer nada para lograr concretamente que esta afirmación sea objetiva, es una farsa.
Del mismo modo que en una situación concreta —la de la opresión— se instaura la contradicción opresor-oprimidos, la superación de esta contradicción sólo puede verificarse objetivamente.
De ahí esta exigencia radical (tanto para el opresor que se descubre como tal, como para los oprimidos que, reconociéndose como contradicción de aquél, descubren el mundo de la opresión y perciben los mitos que lo alimentan) de transformación de la situación concreta que genera la opresión.
1 Discutiendo las relaciones entre la conciencia independiente y la servil. dice Hegel: «la verdad de la conciencia independiente es por lo tanto la conciencia servil»: La fenomenología del espíritu, FCE, p. 119.
2 … «Una es la conciencia independiente que tiene por esencia el ser para sí, otra la conciencia dependiente cuya esencia es la vida o el ser para otro. La primera es el señor, la segunda el siervo»: Hegel, op. cit., p. 112.