Unos metros de seda o de corbata pueden darte la efímera sensación de ser dueño de tu propio mundo. Aun así, el vestir importa a medias en esta historia. Tal vez sí el oro y lo que lo representa ahora: números luminosos en pantallas, papeles, otras cosas que no son oro y lo que es peor, que ya no lo respaldan. Luego está la vanidad interior, esta sí que me importa mucho para retratar a mis personajes. Pero más importante aún son quienes, con estar mirando todo lo que no tienen de los demás, se permiten que sea real toda necesidad de ambición entre los hombres (las más de las veces contra las mujeres). Renovamos una y otra vez ese impulso social y siempre corruptor, y es que al final resulta siendo sólo una pose de propietario incómodo (o sea: la incapacidad de cuidar por sí mismo lo que ha ganado) y levantarse cada mañana envidiando y cuidándose del vecino. Para entender un poco más el asuntico este, el del título encabritado que corona este texto, más o menos quiero empezar por entender el acto de mirar el deseo y el poder, desde la vanidad.
Me temo que incluso cuando el emperador se desnuda a solas en la letrina, o cuando el presidente viaja a la soledad de sus preocupaciones numéricas en un avión privado, los hilos de la “Historia” no pierden la más mínima consistencia de vanidad. Desde “arriba” toda la Historia de la humanidad no es más que un acto sucesivo de miradas a la grandeza teatral de seres que se recubren insaciablemente de vanidad. Y es que estar cada vez más cerca de Dios no es nada fácil. Por ejemplo Lucifer, una vez ángel rebelde y a todas luces el más hermoso de todos; un cuentazo de amor bastante originario con el supremo, pero no me voy a meter todavía con problemas escatológicos tan por encima de nuestros emperadores y gobernantes. Por ahora voy por lo menos, por quienes compran retazos de divinidad para arroparse. Volvamos: A mí Fernando González Ochoa me contó una vez (en sus felices libritos de bolsillo, claro) que la vanidad significa carencia de sustancia; apariencia vacía. Que los negroides, somos esos animales latinoamericanos parecidos al hombre, monos manoseadores. En fin, hijos traidores de la independencia.
¿Qué se me vino a la cabeza después de mirarme en ese espejo roto junto con mis conciudadanos? Pues empecé por retratar antes que a nadie dos personajes notables, poderosos animales a caballo: Napoleón Bonaparte y Álvaro Uribe Vélez. El emperador francés de cuerpo pequeño apareció de repente entre mis ocurrencias, por una suerte de metonimia con el Libertador. Y esto, porque el 2 de diciembre de 1804, con 21 años de edad, el joven y estudioso venezolano Simón Bolívar asistió al fastuoso salón de la Catedral de Notre Dame, en París, para que por primera vez pudiese contemplar la consagración de un emperador; del más grande que ha visto Europa en los últimos siglos. Día en el que Bonaparte acordó el numerito de auto-coronación con el Papa Pío VII – las excentricidades vanidosas que tiene que aguantarse uno que mira tanto-, pues el gestico daba a entender que él, y sólo él tenía el derecho propio a la corona, un derecho divino otorgado y bendecido por Dios. Acto seguido, vino a mí la otra visión no menos vistosa, aunque poco conocida. Con poncho y carriel, Álvaro Uribe Vélez, llegó junto a Napoleón en la forma que le corresponde: como un mono manoseador, trepador del más frio de los monstruos fríos, como Nietzsche llamó al Estado. He aquí la corona que quiso ponerse él mismo por allá en el año 2006 en el infausto salón del Congreso colombiano:
«Lo único prometedor que tiene Suramérica es él, el antioqueño. Todas las fundaciones, sembrados, edificios, etc., que hay en Colombia, o son de él o de extranjeros. Fáltale cultura al medellinense; es preciso elevarle la motivación. Debido a lo primitiva de ésta, Antioquia no ha dado un solo político que de veras influya en la formación nacional: ni un solo diplomático, nada, nada que tenga valor social. Los diarios medellinenses son los más tristes; parecen de aldea. El medellinense está dominado en política, en toda labor social, por Bogotá. Parece un castigo a su avaricia. (…) Motivación estéril. Motivación individualista. Gente que mata la vaca del vecino cuando muerde la yerba del cerco divisorio. Gente vengativa. Gentes que han construido habitaciones llenas de comodidades para su pobreza espiritual y que toleran la inmundicia de nuestros gobiernos.»1
La corona forjada en Otraparte le quedó incómoda y le hace llaga desde ese 2006, cuando el mismo Álvaro Uribe Vélez, por entonces presidente, firmó la Ley 1068 en memoria y honor permanente al nombre del ilustre escritor antioqueño Fernando González Ochoa, para dar testimonio ante la historia de la importancia de sus aportes a la construcción de la filosofía de la autenticidad para el pueblo americano. -Textualmente de la mencionada ley- desde donde quiso endilgase así el derecho a liderar los destinos totales de esta extensión de tierra huérfana y prostituida desde siempre. Bien mirado el gestico este le salió bien torcido. Esta verraquera de Álvaro Uribe Vélez es respaldada por la ignorancia; o sea, por la ausencia de educación crítica y cultural, aplaudida y ensalzada por el Congreso de nuestra república. Costumbre tan jodida esta la del colombiano de iluminarse con brillos ajenos. Pero pues no nos puede resultar extraño que no exista gloria que en su trastienda algo se pudra.
Los actos de coronación anteriormente citados corresponden a los estragos de Narciso, ese sueño griego en el que aniquilamos nuestra imagen por amor total a ella. Fernando González hubiese escupido sobre aquella firma con un coraje muy parecido a la tranquilidad. La filosofía vital del maestro de Otraparte es siempre implacable, aplasta cualquier intento de vanidad.
[1] Fernando González. Los negroides (Ensayo sobre la Gran Colombia) Editorial Bedout S.A.
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Por: Andrés E. Herrera | @Kvi20 | Morboso aspirante al cortejo de Dionisio. Autodidacta moroso. Amante pernicioso y provocador de olvidos. La verdad es que no sé quién soy.