Ejército nacional: ¿manzanas o institución podrida?

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En las últimas semanas parte del país ha estado escandalizado por la aparición de múltiples denuncias de violencias sexuales cometidas por miembros del Ejército nacional contra niñas y mujeres indígenas. El caso de una niña embera violada por siete soldados en Risaralda el pasado 21 de junio sólo fue la infame muestra de un fenómeno que ha venido sucediendo en territorios como Nariño o Guaviare en el contexto del conflicto social armado.

De acuerdo con una investigación de «No es hora de callar», entre 2008 y 2017 al menos 23 niñas indígenas del Guaviare fueron mercantilizadas, violadas y embarazadas por integrantes del Ejército:

«»Hoy sé que no fue solo una relación. Fui violada. Era una indígena virgen y mi familia tenía hambre. Yo era la única mercancía que se podía negociar, pero el militar también sabía que eso estaba mal y, sin embargo, pagó y me abusó. Ni siquiera sabe que tuvimos una hijita», detalla una de las protagonistas de los relatos».

El discurso de las «manzanas podridas» apareció en la comandancia militar para explicar lo sucedido. La idea es que «cada caso es aislado y responde a actuaciones de «manzanas podridas”»; de ese modo, la institución individualiza las responsabilidades y se abstiene de hacer reformas estructurales para gestionar un problema que ocurre en sus entrañas y es producido por el carácter racista y patriarcal del Ejército. La responsabilidad nunca puede ser institucional, ¡cómo osa insinuar eso de los héroes de la patria!

Urge hacer un análisis sobre por qué hay soldados que violan niñas indígenas y si este tipo de acciones, lejos de ser cometidas por «monstruos sin moral», son justamente lo contrario: actuaciones moralizantes que refuerzan la norma de género y castigan a quienes pretendan salir de ella. De esa manera ha analizado la antropóloga feminista Rita Segato las violaciones sexuales contra mujeres cometidas por hombres que están presos en Brasilia. Para Segato, el violador se autopercibe como una figura «que va a imponer un orden de respeto a la figura viril, a la figura masculina», es, por tanto, un moralizador, un castigador «que sufre intensa frustración». La violación, entonces, va a «recomponer su potencia» ante esa frustración. Pero este acto de poder solamente «es la punta del iceberg de una práctica violadora que está difusa y dispersa en toda la sociedad».

Para el estudio El coronel no tiene quien lo escuche de la también antropóloga Ana María Forero, una narrativa frecuente del ejército colombiano es la del militar como preservador del orden. En esta ficción es importante el mito fundacional hobbesiano según el cual las fuerzas «civilizadoras» del Estado nacen porque sin ellas el ser humano sería incapaz de gobernarse a sí mismo y entraría en una guerra permanente de todos contra todos. El general Ibáñez, uno de los entrevistados por la autora, dice:

«Antes de que existieran los primeros encargados del orden, el hombre era lobo para el hombre. No existía una autoridad a la cual dirigirse para resolver las controversias y los conflictos. Quien se consideraba perjudicado por otro podía valerse exclusivamente de sus propios recursos: estaba obligado a vengarse, a repasar el daño sufrido con sus propias manos o máximo con la ayuda de sus parientes. Este sistema no podía durar un largo tiempo, de lo contrario habría conducido a la extinción de la humanidad entera».

¿Qué significa pues cuando una violación es cometida por miembros de una institución que asegura un determinado régimen mediante la coacción? ¿Qué tipo de orden es preservado por estos moralizadores/violadores? Según el hilo argumentativo que se ha seguido, la respuesta es que las fuerzas militares, aun reconociendo que no son homogéneas y hay luchas en su interior, con este tipo de acciones mantienen un orden de género y racista. La violación es ejercicio de poder-dominación sobre cuerpos generizados y racializados a cuyas vidas no importa destruir y que, además, reproduce el orden social vigente. El violador militar no es una manzana podrida que ha fallado a su labor, antes bien, es un castigador/moralizador que está cumpliendo con su deber —masculino y viril—.

El violador militar, en consecuencia, no necesita estar enfermo para actuar como lo hace. Según el sargento que reportó lo que había escuchado respecto a la violación de la niña embera, él al principio no creía en lo que le decían, sin embargo, sintió que era su obligación informar a las «autoridades competentes» sobre lo sucedido para que investigaran. Él jamás previó que algo de esa calaña podía ocurrir, pues, sostiene:

«En el tiempo que estuvieron conmigo [los soldados violadores] siempre se mostraron como muchachos muy tranquilos. Son soldados que no tenían problemas con sus compañeros ni con sus comandantes. Siempre les exigí y respondían de la mejor manera».

Así es. Gente «normal» legitimada para ello puede cometer las peores barbaridades. Así lo mostró la filósofa Hannah Arendt con su concepto de banalidad del mal presente en su obra Eichmann en Jerusalén. Adolf Eichmann, uno de los altos militares de las SS responsables de la llamada «solución final», no estaba enfermo, simplemente obedecía órdenes y cumplía con su deber. Quizá entonces lo que nos muestra todo esto es que la normalidad patriarcal y racista-colonial, diseminada en el sistema mundial capitalista y reproducida por distintos Estados y ejércitos, es el problema.

Por eso hacemos nuestra la pregunta de El Espectador: «¿Y qué es lo que produce tanta manzana podrida?».

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