El cubrimiento mediático de la violencia estudiantil colombiana ha estado signado desde la prensa corporativa colombiana por la configuración de un «nosotros-amigo» pacífico, respetuoso de las instituciones, y un «ellos-enemigo», vandálico, terrorista, desadaptado, violento. Bajo esta dicotomía tal tipo de prensa asume una posición y entra a juzgar o deslegitimar discursivamente las acciones violentas que reportan para las masas, mientras se invisibilizan las formas de violencia estatal-capitalista que producen reacciones violentas de protesta. El discurso mediático, pues, se constituye en el vehículo de ideologías políticas particulares hegemónicas que incluyen, excluyen y estructuran distintas concepciones del orden social.
El problema de esta dicotomía es que, básicamente, no explica nada. No ahonda en las causas de las expresiones de violencia estudiantil, no analiza las formas de dominación del actual régimen político-económico: su temor es legitimar la violencia, mostrar la realidad de que ésta tiene un trasfondo político-económico antisistémico, visibilizar sus motivaciones, dar rostro político a las acciones de los «vándalos», quienes simplemente deben ser confrontados como problemas de orden público. ¿Negociación? No, confrontación y represión.
El presente escrito no pretende defender la postura de que toda violencia, por su carácter directo disruptivo, es por sí legítima: en efecto, su ejercicio constituye un campo de disputa constante dentro de la propia comunidad estudiantil y El Tiempo ha recogido cómo otros estudiantes gritaban: «¡Fuera» a los encapuchados que atacaron el Icetex. Pero la prensa corporativa, con dicotomías exacerbadas que pueden llegar al punto de legitimar el abuso de la fuerza estatal —fuerza que supuestamente en un Estado liberal tiene que estar regulada por la ley—, así sea como efecto no intencionado, hace un flaco favor a la claudicación temporal de la acción violenta como expresión de lucha política: paradójicamente, aunque se autodefina como «buena», con este proceder la prensa hegemónica lo que hace es producir y reproducir una violencia estructural.
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Respecto a las expresiones de violencia estudiantil de las movilizaciones del viernes 27 de septiembre de 2019, los titulares condenatorios no tardaron en aparecer. El Espectador tituló: «Encapuchados empañaron gran muestra de solidaridad estudiantil». Su nota de prensa continuamente hacía énfasis en el carácter inicialmente pacífico de las protestas, pero no puede establecer el vínculo entre las protestas contra la red de corrupción que, se ha denunciado, ha estado desfalcando a la Universidad Distrital —y que desde el punto de vista de El Espectador fueron el detonante de la actual coyuntura de movilizaciones— y el ataque al Icetex. Asimismo, no comprenden cómo para algunos estudiantes —no necesariamente organizados en instituciones de “capuchos”— la marcha pacífica no es un absoluto práctico, sino un momento de expresión que puede devenir en violencia cuando las movilizaciones, por ejemplo, están siendo reprimidas sin respetar protocolos de uso de la fuerza antidisturbios y las fuerzas estatales agreden indiscriminadamente a los manifestantes. Para ese reporte de El Espectador, el ataque al Icetex queda como un hecho aislado perpetrado por unos «vándalos» que «empañaron» la «gran muestra de solidaridad estudiantil». Tal accionar es injustificable y la protesta general quedó deslegitimada. Fin del debate. La explicación del tropel ocurrido el jueves 26 en la Universidad Nacional sigue la misma línea. Su análisis valorativo no puede conectar lo coyuntural con lo estructural.
La Revista Semana recogió «Los angustiantes audios de un funcionario que pide ayuda mientras atacan al Icetex». La línea editorial es semejante a la de El Espectador: «Lo que era una protesta pacífica y multitudinaria terminó opacada por un hecho violento». Y es que, en efecto, los audios revelan cómo este funcionario clamaba desesperadamente por ayuda ante el temor de una muerte inminente. Sus reclamos por la presencia del «gobierno», «Esmad» y «bomberos» eran notorios. Es cierto: este tipo de sucesos han de hacer parte del debate alrededor del ejercicio de la violencia política estudiantil —y en general de cualquier tipo de violencia—, su control y sus limitaciones. Pero más allá de las valoraciones y discusiones ético-políticas que se puedan dar, en Semana tampoco hay un análisis que explique por qué emerge esta radicalización violenta en tiempos de un posacuerdo torpedeado por el uribismo e Iván Duque.
El Tiempo va un poco más allá en el sentido de que reproduce un discurso que no sólo deslegitima el ataque al Icetex, sino que da voz a actores que pretenden legitimar su existencia como tal. Así, luego de las denuncias de robo proporcionadas por el funcionario José Fonseca contra los atacantes encapuchados, éste «lamentó que se atacara la entidad que facilita préstamos y mecanismos para que estudiantes puedan acceder a la educación superior». Sus declaraciones concretas fueron las siguientes: «Nosotros queremos mucho a esta institución que, día a día, se esfuerza por cumplirle los sueños a la gente que verdaderamente se quiere formar y aportarle al país. Es muy triste que un grupo de vándalos haga todo esto».
La imagen del Icetex queda así limpiada por José Fonseca: esta institución en realidad proporciona oportunidades, pues el préstamo educativo no es una carga financiera ni un canal de exclusión socioeconómica, sino una posibilidad de que las personas excluidas del sistema educativo puedan ingresar en él. El vándalo no se forma ni le aporta al país: si quiere estudiar y aportar, si quiere cumplir sus sueños, entonces debe tomar un crédito en el Icetex y dedicarse a estudiar. Porque si no puede estudiar —pues el vándalo necesariamente no estudia— es porque no quiere. Otra vez el discurso de que el pobre, el excluido, tiene esa condición porque así lo desea, y de que el vándalo es una persona no formada. No habría razones político-económicas para atacar al Icetex desde esta construcción discursiva.
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La historia y evolución del Icetex desde 1950 como posibilidad de estudiar en una universidad está vinculada con la función y posterior exacerbación del crédito financiero en cuanto forma de acceder a determinados bienes y servicios. La reorganización sistémica del régimen de acumulación capitalista ante problemas de tasa de ganancia llevó desde la década de 1970 al recorte de salarios, la desarticulación continua de sindicatos, la deslocalización productiva y al desmonte paulatino de esquemas de protección social. Tras el fin de los Estados de bienestar europeos y de sus émulos latinoamericanos periferializados, emerge entonces la dirección neoliberal de la globalización, el orden de la disciplina fiscal y la desregulación económica, como lo define Jairo Estrada.
Debido a la disminución de la capacidad de consumo que dependía de los salarios y que excluía a las clases medias y bajas de determinados bienes y servicios, el crédito, favorable a las burguesías financieras, se consolidó cada vez más como la posibilidad de subsanar los problemas de pérdida de poder adquisitivo, a la par que consolidaba la financiarización de la economía como respuesta a la crisis sistémica de rentabilidad. La idea era que los problemas de legitimidad, gubernabilidad y de «exceso de demandas» al Estado se gestionaran delegando funciones otrora «público-estatales» a entidades privadas, privilegiando el «autogobierno» de individuos maximizadores en el mercado según leyes de oferta y demanda, y con intermediación del crédito. En el caso de la educación colombiana, esto se vio reflejado en el recorte de la financiación a las universidades públicas, el desvío de recursos de universidades públicas a instituciones de crédito educativo como el Icetex —y programas como Ser Pilo Paga—, la proliferación de universidades privadas y la primacía de la educación no como un derecho garantizado por el Estado, sino como una mercancía impulsada a ser consumida por el nuevo Estado neoliberal. De ese modo, accederá a la universidad quien pueda pagar la oferta educativa que haya escogido, pero el Estado facilitará ese pago a través de un crédito mediado por una institución estatal: el Icetex. El costo social de este modelo bajo la figura de capitalización de intereses ha sido que miles de estudiantes queden damnificados ante el cobro de intereses excesivos y pierdan una parte significativa de sus salarios —en caso de graduarse o encontrar empleo— ante la alta presión jurídica para pagar, o la prolongación continua de problemas financieros tras el impago de deuda que, bajo riesgo de embargos, deterioran aún más la movilidad social que estas personas pretendían alcanzar al entrar a una universidad mediante un crédito. El proyecto de asesoría jurídica Icetex te arruina no es más que una expresión alzada contra las injusticias estatal-financieras de la política educativa vigente.
Hoy por hoy, la oposición política sistémica-estadocéntrica de la Alianza Verde y Progresistas ha propuesto una reforma al Icetex que elimina la capitalización de intereses, la cual es el mecanismo que hace que la deuda educativa aumente. El propio congresista conservador David Barguil se ha jactado de ser el autor de una ley de 2012 «que establece que el Icetex no puede cobrar intereses en sus créditos» a población sisbenizada de estratos 1, 2 y 3 que aspiran a programas educativos acreditados de alta calidad, como describe la nota de El Espectador. Todo ello evidencia que hay un reconocimiento de parte de actores sistémicos-estatales de que el Icetex ha representado un problema socioeducativo y que, cuando menos, hay que reformarlo así no se avance en cambios más «estructurales» de la política educativa, ideas lejanas a la concepción romantizada del funcionario José Fonseca del Icetex como dador de oportunidades viables.
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¿Qué conclusiones extraer del esbozo de análisis anterior? La más ramplona es la de considerar que el reconocimiento del carácter político del ataque al Icetex, de su expresión contra un estado de cosas político-económico establecido con repercusiones en términos de exclusión al acceso a la educación, es legítimo per se. Sustentar, por ejemplo, que el conflicto social armado colombiano se ha arraigado en problemas «estructurales» de exclusión política y alta desigualdad en la tenencia de la tierra no necesariamente tiene que legitimar las acciones de secuestro, asesinato, extorsión o de beneficio de la economía del narcotráfico que diversos actores guerrilleros cometieron. Para el caso del Icetex, visibilizar sus hondos problemas no tendría por qué legitimar el saqueo y amedrentamiento contra sus funcionarios, pues, realmente, no sólo se atacó a una institución o a unos edificios. Pero el reconocimiento político, aunque el otrora «enemigo radical» haya ejercido acciones violentas, puede derivar en una negociación en el que las partes constituyen un reconocimiento mínimo del otro como interlocutor válido, esto es, con unas intenciones de validez que, se esté de acuerdo o no, hay que considerar, porque finalmente expresan problemas sociales concretos y concepciones políticas de cómo debe ser el mundo, de cómo debe organizarse lo común, la convivencia general. El poder político ejercido como fuerza violenta pasa en esta nueva fase a la dimensión de la fuerza social del acuerdo o el consenso.
El papel de la prensa corporativa es importante pero en sentido contrario. Radicalizar la dicotomía amigo-enemigo invisibiliza y reproduce una violencia estructural, un daño ejercido de modo permanente, «generador de dolor», contra la voluntad de sectores subalternizados, y tiende a construir un sentido común hegemónico favorable a que la complejidad estructural de los problemas político-económicos colombianos sean desvinculados de acciones de ejercicio de la violencia. Es, asimismo, germen de nuevas violencias contra la organización excluyente de la convivencia propiciada en el marco del sistema-mundo capitalista. El otro como mero «vándalo» lo despoja de motivaciones políticas, lo reduce a un problema de «criminalidad común» y «desorden público», pero esta concepción es falsa, aunque a algunos nos duelan profundamente las víctimas que deja la violencia.
Pero el problema no es sólo del sentido común hegemónico que produce y reproduce la prensa corporativa. Algunos actores que apoyan las manifestaciones estudiantiles, siempre y cuando sean pacíficas —incluyendo estudiantes—, niegan la existencia de la violencia estudiantil dados sus efectos adversos y creen y defienden que esa violencia es ejercida por policías infiltrados cuyo fin es deslegitimar las reivindicaciones estudiantiles. Este sentido común encarnado en el pensamiento de estudiantes y aliados invisibiliza la complejidad de prácticas, debates y discursos políticos que giran en torno a cada coyuntura de movilización social. Un trabajo empírico orientado al estudio de procesos de violencia de actores estudiantiles podría dar nuevas luces a la cuestión. Esto es muestra de que también es necesario aclararnos a nosotros mismos, construir crítica y más ampliamente nuestro «nosotros-amigo».