La Reforma laboral y el espejo roto del progresismo: notas sobre la coyuntura

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La mayoría de los análisis políticos de los últimos días se han centrado en discutir quién ganó o perdió con el hundimiento de la reforma laboral y el rechazo del Senado a la consulta popular. En lo fundamental, considero que ese es un ejercicio estéril: la situación sigue abierta, y a estas alturas es muy difícil declarar ganadores o perdedores definitivos. Más útil resulta apartarse del regate corto y asumir una mirada de largo aliento. Por eso, aquí propongo abordar otra arista del debate, que me parece más provechosa para las izquierdas y para quienes, desde posturas revolucionarias, hemos apoyado y defendido al actual gobierno.

Me interesa reflexionar hasta qué punto la coyuntura reciente, en torno a la reforma laboral, agudiza el cuestionamiento de varias de las hipótesis políticas centrales sobre las que se construyó la narrativa de campaña y la acción del gobierno progresista. Si tiramos de ese hilo, nos veremos obligados también a pensar con mayor seriedad en los límites del progresismo y en la necesidad de: primero, distinguir con claridad entre izquierdas y progresismo; y segundo, reevaluar los términos de una alianza política que hasta ahora se ha asumido como incuestionable, y cuyo efecto más notorio ha sido que la mayoría de las izquierdas hemos terminado desdibujadas, marchando a la cola del gobierno.

Primera hipótesis: sectores representativos de las clases dominantes pueden ser persuadidos para impulsar reformas

El gobierno progresista que triunfó en 2022, encabezado por el presidente Petro, se edificó sobre la idea de que era posible —y necesario— construir un «Pacto Histórico» o un «acuerdo nacional» con sectores y fracciones significativas de la burguesía colombiana, con el fin de promover reformas que beneficiaran al pueblo y mitigaran o erradicaran las profundas desigualdades estructurales del país. El sabotaje jurídico a los aspectos más progresivos de la reforma tributaria, la amenaza latente sobre la reforma pensional y el naufragio —primero de la reforma laboral y luego de la consulta popular— muestran que la mayoría de las clases dominantes colombianas no quieren pactar nada. No están dispuestas a ceder ni un ápice, y prefieren perder la mano antes que soltar un solo anillo.

La estrategia desplegada para enfrentar este bloqueo político-institucional ha combinado la entrega de cuotas burocráticas a sectores tradicionales para conformar mayorías, el uso instrumental de la movilización social para presionar, y una retórica oscilante entre la revolución y la conciliación. Esta fórmula ha servido para que el gobierno controle los términos del debate mediático nacional, pero no para avanzar de manera efectiva en concretar la agenda de reformas.

Un ejemplo de esta ineficacia es la inclusión protagónica de Armando Benedetti en el gabinete, bajo el argumento de que su «malicia parlamentaria» y pragmatismo inveterado facilitarían el trámite de las reformas, al tender puentes con sectores tradicionales. El balance, sin embargo, es claramente ruinoso.

Segunda hipótesis: para sostener un proyecto de cambio basta con «ciudadanías libres y multicolores»

Tras el hundimiento de la consulta, de manera atropellada se ha hablado desde el gobierno de cabildos populares, huelgas generales, recolección de firmas, apoyo a la mini reforma del partido liberal… En una suerte de estrategia de «todo, en todas partes, al mismo tiempo», el gobierno intenta rodearse de pueblo, pero el músculo organizativo con el que cuenta es precario. Entre otras razones, porque el propio presidente ha fustigado repetidamente las formas de organización política y social que podrían obstaculizar su estilo caudillista de dirección.

En el sancocho teórico del presidente Petro —que, paradójicamente, ha contribuido tanto a su éxito electoral como a muchos de sus errores políticos— desempeñan un rol central las ideas de Toni Negri sobre la multitud. En su lectura, las «ciudadanías libres» valen más que los partidos, las estructuras, los cuadros o los militantes. Con esta retórica —poética cuando habla de «muchedumbres multicolores», o pseudoanarquista cuando se describe como un «alma libre» emancipada de las estructuras— el presidente ha atacado en varias ocasiones a las izquierdas organizadas, cuyos esfuerzos colectivos han sido construidos tesoneramente a lo largo de décadas de estigmatización y represión. Curiosamente, son esos acumulados sindicales, campesinos, estudiantiles y populares los que más le han respaldado, y a los que recurre siempre que necesita llenar plazas.

El problema de fondo de esta concepción —como señalé en una columna anterior (ver: Solamente la organización vence al tiempo)— es que presenta como virtud lo que en realidad es una de las debilidades estructurales del progresismo colombiano: su desprecio a la organización. Lejos de fortalecer experiencias políticas autónomas y de base, como cree Petro, esta postura ha afianzado una lógica caudillista que tiene larga duración en la política nacional, donde las «ciudadanías libres» se convocan para escuchar pasivamente al caudillo y atender sus cambiantes solicitudes, según lo dicten las necesidades coyunturales del gobierno. Sin una organización sólida, no hay crítica interna que fortalezca el proyecto, no hay debate estratégico, ni implantación territorial, ni cuadros formados que asuman responsabilidades. Todo se reduce a la voluntad presidencial, al monólogo unidireccional del caudillo que instruye y señala el camino en discursos, alocuciones o trinos.

Mientras tanto, la acción política del gobierno se llena de siglas vaporosas que no maduran: Frente Amplio, Coordinadora Nacional por el Cambio, Asamblea Nacional Popular, Partido Único, Cabildos Populares… Una visión que se proclama enemiga de los aparatos termina, en los hechos, creando estructuras efímeras, al servicio exclusivo de mantener en la cúspide al presidente como única voz autorizada. Si el proyecto progresista no abandona su ambigüedad frente a la organización popular, seguirá dejando el terreno libre a los Roy, los Benedetti y demás derechas que sí han construido redes organizativas fuertes. Sin organización fuerte, diversa y cohesionada, no es posible cambiar este país.

Tercera hipótesis: la movilización como alternativa instrumentalizada y remedial frente a las múltiples crisis del gobierno

Desde el inicio, el progresismo buscó encauzar institucionalmente el descontento social que irrumpió en la vida nacional durante el trienio rebelde de 2019- 2021. Esa promesa de “explosión controlada” sedujo a sectores como el de Alejandro Gaviria y otros centristas, que vieron en el triunfo de Petro una forma de canalizar e institucionalizar la protesta popular sin alterar demasiado el orden establecido. En parte este punto de arranque explica por qué la relación entre el gobierno y la movilización ha sido primordialmente instrumental: se convoca al pueblo para apagar incendios, no para construir o proyectar la acción política. Cada vez que el Ejecutivo sufre un revés, traslada automáticamente la responsabilidad al pueblo, que debe salir a respaldarlo sin condiciones. Así, la movilización se reduce a un mecanismo reactivo, dependiente de las urgencias del gobierno, en lugar de ser una herramienta estratégica de transformación y protagonismo popular.

Esta concepción termina debilitando la potencia transformadora de la movilización y la independencia y autonomía de los sectores populares a las que no se concibe como actores con agenda propia, sino como una correa de transmisión subordinada al ritmo de las urgencias presidenciales. Ver a Armando Benedetti hablando de convocar una huelga general como si los procesos sociales de movilización se decretaran nos da la medida de lo muy extraviado que esta el gobierno en su relación con la movilización social y popular. 

La coyuntura nos llama a exigir del gobierno nacional que expida por decreto todas las medidas para proteger los derechos laborales que sean jurídicamente posibles. Un buen punto de arranque en este sentido podrían ser los compromisos de la entonces ministra del trabajo en la Conferencia Nacional del Trabajo de septiembre de 2022. En segundo lugar, el presidente debe sentarse a dialogar con las organizaciones sociales y populares para construir colectivamente una estrategia, en vez de persistir en la táctica de lanzar muchas propuestas dispersas que terminan desgastando las fuerzas sociales y su capacidad de movilización. 

Y, por último, las izquierdas debemos reflexionar con profundidad sobre las lecciones de esta experiencia de gobierno. Hoy, más que nunca, urge abrir un espacio político situado a la izquierda del progresismo: uno que no se limite a cargar maletas ni a sostener un malmenorismo sin horizonte. Cambiar este país sigue siendo una tarea pendiente. Las izquierdas y las posturas revolucionarias pueden y deben seguir aportando en esa dirección.