En medio de una conferencia, del tipo de conferencias que frecuenta la mamerteria, una persona lanzó una pregunta constante en las izquierdas, aunque quizás más constante en las nuevas generaciones que se empiezan a interesar por ese mundo: «¿Por qué la izquierda no se une?». Como se hizo en un contexto político nacional de relativa unidad —como la que supone la alianza Pacto Histórico—, la inquietud pasó desapercibida.
La pregunta tiene distintas respuestas en las organizaciones, algunas tienen que ver con que unos sectores tienen una política correcta y otros no; unas organizaciones son de verdadera izquierda y otras no; otros van más allá y dicen que el problema paradigmático reside en la noción tergiversada de vanguardia que lleva a que los partidos o movimientos se vuelvan dogmáticos, sectarios, y busquen que cualquier alianza sea en torno a ellos como un deber antes que por la valía de las ideas, etc.
En la actualidad, el plano teórico de esta discusión no es ya lo fundamental. Las alianzas tienen que ver con cálculos electorales, egos, y la articulación en torno a algunos ejes programáticos —mejores, por supuesto, en contraste con los de la derecha, sea moderada (centro), tradicional o extrema—, que tienen en cuenta los valores básicos de las izquierdas y los progresismos: la igualdad y la justicia social.
Aunque este eje de análisis no es el centro del artículo. Desde que empecé a frecuentar estos escenarios, comencé a notar algo que, en la actualidad, identifico con más claridad, y es la exaltación del grupo. Dentro del grupo se genera una sensación de estatus con respecto al que no hace parte, y cierta arrogancia. Se forman unos códigos comunes, no solo de pensamiento o de ideas —en ocasiones ni siquiera este aspecto es el central—, sino de actitudes, expresiones verbales claves, jergas, o modos de vestir. Se trata de la formación de círculos endógenos de reconocimiento. Es la distinción, que hace unos años era quizás más sólida en contextos estudiantiles, sindicales, y en otros que son nicho de construcción de movimiento social, entre la persona «organizada» y la «no organizada», siendo la primera la que hacía parte de algún tipo de colectivo, organización o partido de izquierdas.
Esta formación de círculos en los que se comparten unos códigos comunes que se exaltan no es extraña. En la psicología social de los grupos es normal que se construyan identidades y lazos sociales. La cuestión dentro de los círculos de izquierdas es que se genera una contradicción: la aspiración, por lo menos bajo la influencia de las teorías de izquierdas de hace unos años, era la de crecer, abarcar a muchas personas, y llegar a ser organizaciones «de masas», pero esta aspiración chocaba con el desarrollo de esas pautas actitudinales de estatus y arrogancia de los círculos «organizados», en el mayor de los casos no conscientes, en los que, incluso, se terminaba por excluir a quienes no compartían o configuraban en su ejercicio las mismas jergas, los modos de vestir, y otras prácticas grupales de exaltación.
En esta exaltación grupal, que no pasa necesariamente por lo ideológico sino quizás más por lo psicosocial, puede haber quizás una razón sobre la falta de la unidad, pero no solo eso, estos modos grupales de ser impactan también en la cantidad de adherentes que se puedan tener.
En la actualidad, en ciertos contextos de participación y movilización, se está consolidando la idea de «las individualidades», una noción proveniente de la cultura política de los anarquismos que ha ganado algo de fuerza y que presenta elementos interesantes pero también otros problemáticos. Lo colectivo encierra valores que son alternativos en un sistema y un modelo que privilegia el individualismo y la competencia —sin que lo individual en sí mismo sea negativo, por supuesto—. Las apuestas comunes están sujetas a la deliberación y en muchos casos, por lo mismo, obedecen a análisis previos. Por su parte, en muchas «individualidades» tiende a primar la exposición de ideas básicas que no tienen una reflexión profunda, están sujetos a vaivenes coyunturales y no tienen, necesariamente, interés por la construcción conjunta de posiciones o de acciones.
Hace unos años, el espíritu en contextos de participación era, en primer lugar, la integración en organizaciones o la construcción de colectivos. En la actualidad parece que este ejercicio va en retroceso mientras se posiciona la lógica de las «individualidades». ¿Será que las lógicas que imperan en las organizaciones tienen alguna responsabilidad?
Las organizaciones han sido golpeadas por la persecución y la estigmatización política en el país, esto impacta sobre su existencia y sobre el número de personas del que están compuestas, por supuesto, pero, ¿no existirá un nivel de incidencia y responsabilidad sobre esta dinámica en las prácticas grupistas —que promueven «estatus», arrogancia, uniformidad y también el sectarismo hacia otros sectores, etc.», que, antes que sumar, terminan excluyendo a potenciales adherentes?
Quizás haya un factor común, o más factores relacionados, entre la pregunta de aquel comensal sobre la unidad de las izquierdas, y el desinterés por «organizarse» en sectores alternativos.