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Polo Polo y la paradoja de la representación

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La representación de figuras afrodescendientes en contextos de poder político ha sido un asunto sensible que muchas veces camina sobre un terreno complejo y contradictorio. Desde las páginas de La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe hasta las actuaciones contemporáneas de figuras como Miguel Polo Polo en Colombia, emerge un debate que trasciende los límites temporales: ¿hasta qué punto quienes representan a las comunidades afrodescendientes defienden intereses colectivos?

En el siglo XIX, Beecher Stowe construyó a Tío Tom como un personaje devoto y compasivo que, aunque buscaba humanizar la causa abolicionista, se convirtió en un símbolo de sumisión frente al sistema esclavista. Frantz Fanon, en Piel negra, máscaras blancas, (1952) alerta sobre cómo algunas personas racializadas pueden internalizar los valores del opresor, reproduciendo la estructura de opresión desde adentro. Esta figura, lejos de representar la emancipación, valida y refuerza el statu quo.

Un ejemplo contemporáneo de esta dinámica puede encontrarse en Miguel Polo Polo, un político afrodescendiente colombiano que, según sus críticos, defiende posturas que no solo ignoran las demandas históricas de las comunidades negras, sino que parecen alinearse con los sectores de poder que perpetúan el racismo estructural. Al rechazar movimientos sociales como el feminismo o las luchas antirracistas, Polo Polo desempeña un papel que algunos identifican con el síndrome de Stephen Candie. Inspirado en el personaje Stephen, interpretado por Samuel L. Jackson en la película Django sin cadenas de Quentin Tarantino (2013), este síndrome describe a personas de comunidades oprimidas que no solo aceptan, sino que defienden activamente los intereses de sus opresores. Stephen es el esclavo leal al amo Calvin Candie, cuya fidelidad y celo por mantener el orden esclavista lo convierten en un agente eficaz del sistema que lo oprime.

En el caso de Polo Polo, se observa una paradoja similar. Como político afrodescendiente, podría ser una figura clave para la lucha contra el racismo y la inequidad. Sin embargo, su discurso, que minimiza las desigualdades estructurales y ataca a los movimientos sociales progresistas, lo sitúa como un defensor activo de las narrativas que sostienen las jerarquías raciales y económicas en Colombia. Este comportamiento refuerza la percepción de que su representación política no busca subvertir el sistema, sino consolidarlo.

Tanto el “Tío Tom” de Beecher Stowe como Stephen Candie y figuras contemporáneas como Polo Polo nos recuerdan el riesgo de la representación simbólica. Angela Davis (1981) señala que «tener personas negras en posiciones de poder no significa automáticamente un avance para la comunidad». Cuando estas figuras reproducen los valores del sistema opresor, su presencia puede ser utilizada para justificar y perpetuar las desigualdades que dicen combatir.

Polo Polo no solo internaliza, sino que activa discursos que deslegitiman las luchas históricas de las comunidades negras. Al hacerlo, cumple una función doblemente dañina: neutraliza la crítica al sistema desde adentro y refuerza las narrativas conservadoras que niegan el racismo estructural.

Fanon describe cómo las personas racializadas que acceden a espacios de poder suelen adoptar las “máscaras blancas” del sistema, rechazando su identidad y sus raíces para ser aceptadas por la élite. Este fenómeno, evidente en la postura de Polo Polo, resalta la tensión entre la identidad personal y la representación colectiva. Mientras algunos líderes como Malcolm X o Manuel Zapata Olivella lucharon por empoderar a sus comunidades, otros adoptan una postura que perpetúa la marginación.

La representación afrodescendiente en espacios de poder debe ir más allá de lo simbólico. No se trata solo de ocupar cargos, sino de usarlos para transformar las estructuras de exclusión. Como sociedad, debemos cuestionar si quienes representan a las comunidades marginadas actúan en beneficio colectivo o si, como en el caso del síndrome de Stephen Candie, perpetúan las mismas cadenas que deben romper. La emancipación no pasa por el simple acceso al poder, sino por su uso transformador. En este sentido, el desafío para las comunidades afrodescendientes no es solo llegar al poder, sino asegurarse de que este sirva como una herramienta de justicia y liberación, de transformación social, no como un mecanismo para validar las desigualdades históricas.

El acto de Miguel Polo Polo al retirar las botas que honraban a las víctimas de los falsos positivos y arrojarlas a la basura trasciende lo político para convertirse en un gesto profundamente simbólico de desconexión con la memoria histórica de Colombia. Este hecho no solo afecta a las familias que han luchado por la verdad y la justicia, sino que también refleja una narrativa que niega las violencias estructurales que han marcado al país. Como señala Fanon, «el olvido impuesto por los opresores no libera, perpetúa la dominación».

Al ignorar las cicatrices de las víctimas, Polo Polo no solo desestima su dolor, sino que refuerza la indiferencia institucional hacia las comunidades más vulnerables. Este acto, en lugar de ser un gesto político de reconciliación, reproduce una lógica de exclusión que silencia a quienes más necesitan ser escuchados. En un país donde las víctimas luchan por mantener viva su memoria, los líderes deben asumir la responsabilidad de representar su dolor y sus demandas con dignidad y respeto.

El desafío de figuras como Polo Polo radica en comprender que la representación política no es un acto individual, sino un compromiso colectivo. Cuando esta representación se desvincula de las luchas históricas y la justicia, se convierte en una herramienta de perpetuación del poder opresor, dejando a las comunidades sin un verdadero defensor en los espacios de decisión. En este contexto, la lección es clara: la memoria no es solo un derecho, es un deber, y quienes ocupan espacios de poder tienen la obligación ética de preservarla y honrarla.

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