Era marzo, un 10 de marzo para ser exactos. Era año de elecciones y los electores querían optar por una figura demócrata y nacionalista materializada en el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), todo indicaba su triunfo traducido en la continuación y profundización de la Constitución de 1940, una carta magna bastante progre para su tiempo. Pero a quienes querían de Cuba un casino y prostíbulo de los EEUU no les convenía que el PPC asumiera el gobierno. Los sectores retrógrados y adinerados le empezaron a imprimir al ambiente social una sensación de inestabilidad hasta que, ese 10 de marzo de 1952, se tomó el poder en un golpe de Estado el militar Fulgencio Batista, el peoncillo que haría de Cuba, en los 7 años siguientes, una sucursal barata de las Vegas sobre el Atlántico.
El gobierno de los EEUU estaba feliz, sus élites también y hasta los mafiosos iban a la isla a gestar negocios y a pasarla bien —a costa de las duras condiciones en las que vivía del pueblo cubano—. Pero los jóvenes cubanos no estaban felices, y los jóvenes que integraban el PPC estaban indignados no solo con la dictadura sino también con la dirigencia ortodoxa, que mantenía una posición moderada que rayaba en la pasividad frente a la represión de Batista.
Los jóvenes querían otra cuba, y creían que no se trataba de un simple sueño sino de un proyecto que se podría hacer real. Llegó 1953, el año del centenario del nacimiento del prócer José Martí, quien luchó contra el dominio colonial e imperialista del imperio español y de los Estados Unidos respectivamente —una figura patriótica de un peso tan importante como Sandino en Nicaragua, o Bolívar, Nariño y la Pola en Colombia—. Los jóvenes cubanos creían que era necesario hacerle justicia a las ideas libertarias de Martí. A ellos se les empezó a conocer como la generación del centenario.
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Esta generación estaba insatisfecha como ya comenté, con la dirección del PPC, pero también con otros sectores desesperantemente quietistas de la época como los socialistas y los comunistas, así que se lanzaron a crear poco a poco un movimiento distinto, un movimiento revolucionario. Creían en la fuerza popular y en su tradición histórica de insubordinación, así que se ingeniaron un plan para hacer un ataque a entidades simbólicas del poder militar reaccionario: a dos cuarteles militares. Con las uñas compraron armas para el asalto, y organizaron escuelas de formación militar; cargados de convicción, desde la madrugada del 26 de Julio de 1953 asaltaron el cuartel Moncada en Santiago y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo. Su intención era despertar una gran insurrección que diera fin a la dictadura, pero esta insurrección no triunfaría sino hasta el 1 de enero de 1959 conjugada con la estrategia de guerra de guerrillas.
El asalto fue una acción sin duda temeraria, que cobraría cientos de vidas rebeldes, y que implicaría la prisión de sus líderes —por un corto periodo gracias al famoso alegato/discurso “la historia me absolverá” y a su posterior difusión— pero que dejaría primero el nombre completo al movimiento: Movimiento 26 de julio, y segundo, la muestra de valentía necesaria, encabezada por ese joven de 27 años, alto y de bigote llamado Fidel Castro, para que miles de cubanas y cubanos se organizaran en la nueva y audaz organización, para el 1 de enero de 1959 ya no asaltar solo un cuartel sino el cielo cubano, es decir, tomar el cielo por asalto.
Por eso con Carlos Puebla decimos: Siempre es 26.