El 17 de diciembre de 2024 las principales fuerzas políticas con personería jurídica que conforman lo que el presidente ha denominado el Pacto Histórico, anunciaron públicamente su intención de disolverse en una sola organización partidaria. Este nuevo partido buscará aglutinar y consolidar el proyecto político liderado por Gustavo Petro.
Por otro lado, en Estados Unidos, El 20 de enero de 2025 Donald Trump asumirá la presidencia tras arrasar en las elecciones del país que tradicionalmente ha sido el referente del liberalismo occidental. En Argentina, Javier Milei mantiene un 50% de aprobación, a pesar de que en su primer año de gobierno la pobreza y el hambre aumentaron en 10 puntos. Mientras tanto, líderes como Putin y Modi han ratificado su poder en elecciones que, junto con el gobierno de Xi Jinping, abarcan a casi la mitad de la población mundial, todos lejos de ser referentes democráticos. El panorama se agrava si consideramos las opciones de derecha que dominan países como Brasil o Centroamérica, donde el escenario tampoco es alentador. Cerramos un año marcado por procesos electorales en gran parte del planeta, donde el autoritarismo y la extrema derecha continúan ganando terreno.
Si el Pacto Histórico, como proyecto político progresista y de izquierdas, aspira a consolidarse en el poder de cara a 2026, es evidente que la ruta debe ser la creación de un partido unitario y democrático, siempre que no surjan sorpresas durante su configuración. Si las fuerzas se dispersan, como ocurrió en 2022 con Fuerza Ciudadana, que dejó más de 500,000 votos fuera del Congreso al no obtener siquiera un senador, se seguirá repitiendo el patrón de ceder terreno frente a las fuerzas que han controlado históricamente el Estado. Persistir en esa fragmentación, aunque coherente en términos ideológicos, seguirá beneficiando a quienes han moldeado las reglas del juego a su conveniencia y perpetuando su dominio.
La discusión sobre la conformación de un partido unitario en el seno del Pacto Histórico no debería limitarse a una estrategia electoral, aunque esta sea crucial. Es necesario profundizar en aspectos programáticos que permitan disputar el sentido común y redefinir lo que una sociedad mayoritariamente conservadora, consumista e individualista considera justo y viable.
Nos embriagamos con la victoria de Gustavo Petro hace dos años, olvidando que Rodolfo Hernández estuvo a solo 700 mil votos de la presidencia. En 2018, Sergio Fajardo quedó a 400 mil votos de pasar a segunda vuelta. Insistimos en ignorar que menos de la mitad de quienes apoyaron a Petro en segunda vuelta votaron por las listas del Pacto Histórico al Congreso, lo que ha derivado en dos años de filibusterismo parlamentario y dificultades para avanzar en las reformas. Nos distraemos pensando que el enemigo a vencer es María Fernanda Cabal, cuando lo más probable es que surja un “outsider” como Vicky Dávila o alguien con la habilidad de conectar con el sentido común mayoritario. La lección debería ser clara tras los resultados decepcionantes en las elecciones regionales de 2023, especialmente con el fracaso de Gustavo Bolívar en Bogotá, arrasado por Juan Daniel Oviedo y Carlos Fernando Galán.
La izquierda, que ahora busca unificarse bajo una sola personería jurídica, sigue aferrada a formas organizativas y símbolos del pasado, defendiendo el statu quo sin ofrecer alternativas reales a la desesperación material de la población. Reiteramos el impacto de 30 años de apertura económica en la reducción del Estado, pero hablamos poco sobre cómo la sociedad se hiperindividualizó. Esta dinámica hace cada vez menos útiles las formas tradicionales de partido político. Petro ganó porque su figura y liderazgo atrajeron votantes que no habrían respaldado proyectos de izquierda tradicionales, del mismo modo que Fajardo, Duque y Hernández apelaron a narrativas personales más que a programas colectivos.
No se trata de replicar estrategias como las de Rodolfo Hernández o Vicky Dávila, pero sí de entender cómo hackear un sistema político orientador de una sociedad moldeada culturalmente por las redes sociales de Elon Musk, Mark Zuckerberg y TikTok. Hay que cuestionar por qué los sectores más vulnerables respaldan a líderes como Trump y Milei, sin caer en el error de descalificarlos como «estúpidos». Es esencial articular el discurso de clase con las interseccionalidades de raza y género, evitando fórmulas liberales superficiales como el tan cacareado techo de cristal que no abordan las complejas realidades de los sectores más oprimidos.
La extrema derecha ha logrado ganar elecciones porque educa políticamente a su base mediante redes sociales con algoritmos que privilegian narrativas conservadoras por decisión de los dueños de esas corporaciones. Estas corrientes crean marcas electorales porque las democracias liberales han convertido las elecciones en mercados de opciones atractivas para los votantes. Por ello, los candidatos deben destacar más por su capacidad de generar espectáculo que por sus propuestas de transformación social.
Los proyectos de izquierda que han triunfado globalmente en las últimas décadas, como en Venezuela, Ecuador o Bolivia, lo han hecho priorizando figuras individuales sobre organizaciones populares, lo que ha generado serias dificultades a largo plazo. Ejemplos como Podemos en España muestran cómo la falta de enraizamiento territorial y la seducción del establecimiento pueden desarticular incluso los movimientos más prometedores.
En Colombia seguimos enfrentando el desafío de depender tanto de la figura de Petro, aunque el proyecto del Pacto Histórico tiene un enraizamiento territorial que se constituyó en la resistencia al terrorismo de Estado. Este enraizamiento debe consolidarse no solo para resistir, sino para transformar el aparato estatal. Debemos desarrollar propuestas programáticas sólidas y, sobre todo, disputar la conversación pública, que hoy está dominada por los micrófonos de la extrema derecha.
Dominar la conversación pública no implica aceptar el marco que nos imponen las derechas, como su obsesión con el «wokismo.» Se trata de ofrecer una perspectiva de futuro esperanzadora, imaginando mundos posibles que rompan con el estrecho marco del liberalismo. Mientras no propongamos alternativas claras y atractivas, las derechas seguirán capitalizando el desencanto con el Estado, prometiendo libertad a través de un mercado desregulado que, aunque destructivo, presenta una narrativa de futuro que nosotros aún no hemos sabido construir.