Universidades: la cuna y el hogar del profesor acosador

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Uno de los fenómenos que más acapara la atención actual en distintos escenarios, gracias al foco puesto por el punto de vista feminista, es el acoso sexual. Movimientos como Mee Too, que inició en 2017, o tendencias en redes sociales como #MiPrimerAcoso, han permitido que reconozcamos la profundidad de este problema, naturalizado por muchas personas hasta ahora, y sostenido intencionalmente por millones de hombres en el mundo. 

Desde mi lugar como profesora, no existe semestre en el que no escuche varios relatos de chicas (en mayor medida), y de algunos chicos que encarnan sexualidades disidentes, sobre las situaciones de acoso que viven con sus profesores. Producto del hartazgo de estas situaciones, en las universidades públicas hoy ha aparecido como herramienta, con sus pros y contras, los tendederos del acoso, en los que se señala anónimamente a este tipo de personajes. 

Sí, ya sé que deben estar pensando que hay casos de denuncias falsas, que efectivamente han existido, pero esto no quiere decir que el gigantesco porcentaje de denuncias de casos reales deban ser ignorados. Me parece curioso que, ante la explosión evidente de denuncias hacia profesores universitarios, lo primero que se nos ocurra sea señalarlas de falsas. Ese es uno de los pilares fundamentales de esta estructura patriarcal: imponer la presunción de falsedad ante la palabra feminizada. Dejen de creer que sus profesores son dioses. 

Me he preguntado ¿cómo es posible que cada día estallen más casos de estos dentro de los espacios que se dicen “cuna del pensamiento crítico”? Como bien reza el adagio popular, finalmente la universidad es un país chiquito, porque en ella se refleja todo lo que ocurre en los diferentes territorios y escenarios, incluida la violencia patriarcal de la que no logramos escapar en ningún lugar. 

Parte de la explicación que hoy encuentro frente a esta realidad, nos lleva directamente a la historia de nuestra presencia en la universidad. Billie Wright y Linda Weiney (1988) investigaron sobre cómo fue nuestra llegada a estos claustros, frente a lo cual afirman que:

“Las primeras universidades eran clubes masculinos exclusivos, cuya vida era cerrada. Cuando las mujeres escalaron los muros de hiedra, no fueron saludadas con entusiasmo-como estudiantes o colegas-. Para muchos universitarios, las mujeres representaron, en el mejor de los casos, una intromisión mal recibida y, en el peor, una seria amenaza para los hombres dedicados a una vida de reflexión” (p. 106).

Y es que basta con ver las imágenes de los primeros estudiantes en Colombia. Parece un fragmento de una película gringa en la que todos muy cómodamente ocupan su lugar, porque al hombre blanco, heterosexual, urbano, sin discapacidad alguna y con capacidad adquisitiva, ningún espacio se le ha negado.

Con el paso del tiempo, las clases obreras, las personas racializadas, con discapacidad, las diversidades sexuales y las mujeres (lastimosamente aún no todas) pudieron ingresar paulatinamente a la universidad, aunque el acceso sigue siendo negado o hasta imposible para muchas personas. 

¿Qué tiene que ver esta historia con el acoso sexual? Con un claro continuum de violencias que nos acompaña a las mujeres y disidencias al interior de las universidades. Nos persigue la violencia epistémica, simbólica, laboral, sexual, espacial, entre otras. 

Seguimos siendo cosificadas dentro de los salones de clase y fuera de ellos. Los profesores creen que es normal coquetearle a una estudiante, mirarla morbosamente, acercarse innecesariamente para explicar algo, hablar al oído o incluso tocar descaradamente cuerpos ajenos. He sabido incluso de estudiantes de posgrado a quienes sus profesores acosan sexualmente. ¿Qué harán entonces con las jóvenes que apenas están comprendiendo el mundo universitario?

Un día un profesor de la universidad en la que trabajo me preguntó cómo hacía para educar la mirada cuando las estudiantes iban en escote, porque para él claramente era una invitación a mirar.  Otro me preguntó si quitar las miradas coquetas o provocadoras de su parte en el aula no sería quitarle magia a la seducción y el erotismo que son propios de lo humano. Esta es la gente que está formando a lxs futurxs profesionales en Colombia. 

Según la Fiscalía General de la Nación, el índice de impunidad en Colombia está muy por encima del 90%. Esto fácilmente genera que las personas se pasen la vida cometiendo delitos y siendo violentas porque nada les va a pasar. En el caso de las universidades, muchas de ellas cuentan con políticas universitarias de equidad de género y no discriminación, al igual que con rutas de acompañamiento a las víctimas de violencias basadas en género y otras. Obviamente es una victoria nuestra, de los movimientos feministas, porque nunca nadie nos regala nada y menos está dispuesto a sostenerlo. 

El asunto es que en tanto la impunidad siga reinando en cada espacio de este país carcomido, fenómenos como el acoso sexual seguirán reproduciéndose rampantemente. La universidad no fue un espacio creado para que nosotras algún día llegáramos, pero ocurrió lo impensable. Los acosadores pensaron que estaríamos calladas y quietas para siempre, pero ocurrió lo esperable. Que sigan los escraches, los tendederos, los escándalos, las denuncias de la justicia autónoma feminista, hasta que el orden jurídico patriarcal se digne a sacudirse, a desestabilizar la impunidad que refuerza el sistema patriarcal. 

Escalamos los muros de hiedra y los volvimos nuestro escenario para gritarles en su cara que no soportaremos más sus violencias. Prepárense para seguirse incomodando. 

Referencias

Wright, B. y Weiner, L. (1988) Las cátedras de la lujuria. El acoso sexual en las universidades norteamericanas. Fondo de Cultura Económica. México.