Al tropel hay que meterle mente

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El tropel, el disturbio, es una acción profundamente simbólica. Más allá de la discusión moral sobre lo correcto o incorrecto de su proceder, es un acto disruptivo en el que una voz colectiva viene a expresar: «no tenemos miedo». Implica un posicionamiento ante una situación o un orden de cosas, y supone, en la práctica, el ejercicio de estar frente a frente con una de las materializaciones más violentas del poder. Es levantar la mirada ante lo aplastante de la represión y quedarse firme ante gases lacrimógenos, balas de goma, granadas de aturdimiento, y demás dispositivos que buscan dispersar al bloque de indignación que ocupa la calle. 

Es levantar la mirada ante lo aplastante de la represión y quedarse firme ante gases lacrimógenos, balas de goma, granadas de aturdimiento, y demás dispositivos que buscan dispersar al bloque de indignación que ocupa la calle. 

Pero también, es un ejercicio que irrumpe la cotidianidad para lanzar un mensaje, mientras procura sabotear la dinámica normal de la movilidad y la producción. 

Al ser uno de los repertorios de protesta social más contundentes y beligerantes, requiere de un importante nivel de legitimidad entre quienes simpatizan o están involucrados con la movilización en un momento determinado. Además, si es un mecanismo que busca afectar la cotidianidad, su impacto disminuye en la medida en que se empieza a convertir en parte del paisaje, en un cliché, y en una teatralidad marginal que solo convoca a un grupo muy específico de personas. 

Los disturbios del estallido social en Colombia, o de los paros y mingas de años anteriores; del estallido en Chile o en Ecuador; en Argentina en 2001, o en el norte global, a principios de siglo con el movimiento antiglobalización; las primaveras árabes, etc., son solo algunos ejemplos que ponen sobre la mesa, entre otras cosas, la necesaria conjugación entre la situación social y política, el ánimo social y la puesta en acción de un repertorio de movilización como el tropel. Cabe resaltar que en estas coyunturas la legitimidad de esta modalidad alcanzó incluso a sectores que iban más allá de aquellos que ya tenían un nivel de participación en la protesta. 

En esa perspectiva, el disturbio adquiere una dimensión táctica para los actores en movilización, en razón de la estrategia y el fin que se persigue. El tropel pierde fuerza cuando no está rodeado o respaldado de un ánimo social que vaya más allá de quiénes lo impulsan, y queda reducido a un sin sentido cuando no se conecta con lo concreto de la situación o la reivindicación, así se sustente en un argumento o en una razón abstracta como la oposición en general al sistema.

Cabe resaltar que en estas coyunturas la legitimidad de esta modalidad alcanzó incluso a sectores que iban más allá de aquellos que ya tenían un nivel de participación en la protesta. 

La filósofa colombiana Laura Quintana señalaba en un ensayo publicado en la revista Arcadia en 2019 que «el derecho a la protesta acoge como una actitud importante el poder desobedecer. Esto es fundamental porque cuando una sociedad se acostumbra a la obediencia incondicional, y se normaliza de acuerdo con un código de conducta que no admite la actitud crítica, puede llegar a ser capaz de las peores cosas». 

También comentaba, retomando a Arendt, que «a pesar de que los regímenes democráticos tienen que garantizar el derecho a la protesta en sus marcos legales, ésta siempre los excede de uno u otro modo si apunta a transformaciones genuinas de un estado de cosas sancionado jurídicamente, bien sea para crear nuevos derechos, cuestionar unos existentes, ampliarlos; o bien sea para confrontar políticas públicas legalizadas o instituciones establecidas, que pueden contradecir derechos constitucionales o normativas previamente establecidas»

El disturbio, sin lugar a dudas, es una forma de desobediencia que excede lo establecido, al que se recurre —en los casos en los que no se configura de manera espontánea— cuando la impotencia social se articula con la indignación, la rabia y una aspiración de cambio cargada de adrenalina. Así lo indica la historia de la protesta social. La cuestión radica en cuándo esta forma adquiere un efecto, práctico o simbólico, y cuándo no. 

Cuando el disturbio deviene en un mero ritual a celebrarse en una periodicidad prácticamente definida de antemano, pierde todo su sentido. Cuando no responde a un ejercicio de participación real, o de consulta, y no se sustenta en argumentos concretos vinculados a las coyunturas específicas, o al estado de ánimo grupal o social, sino a la iniciativa de un grupúsculo personas, el tropel —un ejercicio que tiene lugar desde una completa desigualdad de fuerzas— es inútil. Solo conduce a la ilegitimidad del ejercicio general de movilización. 

Aún recuerdo a una organización peculiar que en las universidades le consultaba a los y las estudiantes si estaban de acuerdo con recurrir a ese repertorio de acción o no en determinados momentos. En unas ocasiones el estudiantado accedía y en otras no. Más allá de la decisión, el punto de la consulta radicaba en la democracia directa, en la legitimación de la acción. En que un grupo significativo de personas defendiera e irradiara el mensaje que se pretendía transmitir. 

La historia demuestra que la protesta, y la protesta que incomoda, que afecta la cotidianidad, es necesaria, pero también demuestra que sus repertorios de movilización deben persuadir, y que son muchos a los que se puede recurrir, sin esencializaciones, según sea el caso. El tropel por el tropel, el tropel como performance vacío, no sirve de mucho.