Pesimismo comprometido

0
656

«El mundo está lleno de hijos de put4» decía Fito Páez en una canción. Salir al mundo es una actividad hostil. La zancadilla, la puñalada por la espalda, el ataque, están a la vuelta de la esquina.

Parece necesario habitar el mundo desde el escudo y la espada. El desafío de adaptarse a la vida social se supera en la medida en que se incorporen las prácticas y valores dominantes. Aplastar, arrinconar, abrirse paso a como dé lugar, aparentemente de eso se trata todo.

Estas prácticas existen y se reproducen en la mayoría de los entornos, en casi todos los espacios de socialización. Es difícil que los himnos del no futuro no adquieran sentido.

«Si uno vive en la impostura
Y otro afana en su ambición
Da lo mismo que sea cura
Colchonero, rey de bastos
Caradura o polizón»

«No pienses más
Hacete a un lao
Que a nadie importa
Si naciste honrao
Si es lo mismo el que labura
Noche y día como un buey
Que el que vive de los otros
Que el que mata, que el que cura
O está fuera de la ley»

Da los mismo vivir en la impostura o desde la ambición, decía Enrique Santos en 1934. En el fondo todo da igual, pero por supuesto, está la sonrisa falsa, la apariencia y la hipocresía para endulzar aquello que el sistema impulsa como único hábitat posible.

Decía Amador Fernández Savater que el filósofo francés François Jullien era muy útil para entender la eficacia del neoliberalismo. Explicaba que este modelo contemporáneo del capitalismo actúa por «influencia», da lugar a ambientes que, antes que imponer, incitan a la competitividad. Genera situaciones en las que la influencia de los valores dominantes «No se puede aislar, es difusa. Penetra por todos lados sin que se la advierta. Toca el deseo».

Así ese conjunto de valores reales que validan los modos correctos de ser en la sociedad, se dispersan, difuminan, y se incorporan como una cosa meramente ambiental. Pero se asumen de distintos modos. Ideológicamente varía si se trata de contextos racializados, de sectores populares, de élite, o de espacios con una relativa diversidad, sean laborales o educativos. Pero también existen disposiciones personales para apropiarlos y reproducirlos. Disposiciones que suponen distintos niveles de apertura hacia la más ramplona ambición económica, la competencia desleal, la zancadilla, etc.

Y cuando se está ante distintas situaciones sociales, sobresale esa disposición que se asemeja a un ánimo, a un orgullo, a una identidad hacia el hecho de ser «gente de mierda».

Es difícil no caer en una suerte de desafección hacia ese tipo de mundo, hacia esos escenarios en los que se reproducen permanentemente prácticas hostiles, o las creencias más básicas del pensamiento capitalista, colonizado y machista.

Un pesimismo e incluso una frivolidad, una especie de nihilismo ante lo que suceda con la «gente de mierda» con esa suma de personas desagradables, hijos sanos del sistema, con los que es necesario interactuar a diario. Pero para resistirse a ese pesimismo pasivo, sin caer en un hippismo ingenuo o en la idea tradicional de «salvación del otro» que promueve cierta izquierda, propongo reivindicar, desde la orilla de los fríos y realistas, el potencial emancipador de la frivolidad.

Hacer de la desafección y el pesimismo el espacio para el distanciamiento de las hipocresías sociales del sistema. Un pesimismo comprometido que siente hastío, rabia, e insatisfacción hacia el tipo de sociedad que tocó vivir, que no idealiza al otro porque tiene conciencia de la disposición social hacia la adaptación de los valores dominantes, pero que decide resistirse a las ideologías que normalizan la formación de la «gente de mierda, la gente que no».