A pesar del reconocimiento mediático y estatal del déficit histórico de las universidades públicas de 18.2 billones de pesos —3.2 billones en funcionamiento y 15 billones en inversión según el Sistema Universitario Estatal (SUE)—, cuyo origen se sitúa en la Ley 30 de 1992, la respuesta del gobierno Duque ha sido limitada y últimamente se ha encaminado más a desconocer, invisibilizar y estigmatizar el movimiento estudiantil que a ofrecer soluciones de financiamiento que subsanen la crisis. En el presente análisis quisiera mostrar por qué y, además, explicar por qué algunas bases del movimiento han radicalizado sus acciones políticas.
- El tal movimiento estudiantil sí existe y ha estado presente en las calles del país
A estas alturas, e independientemente de lo que pase de aquí en adelante, la existencia de un movimiento estudiantil de carácter nacional es clara. Ese movimiento, en su formación, en su complejidad, en sus contradicciones internas, ha podido mantener un paro nacional universitario de más de un mes —desde el 10 de octubre—, ha logrado movilizaciones masivas de forma permanente —como la «Movilización Zombie» para revivir la educación pública del 31 de octubre, la marcha del 8 de noviembre que colapsó el transporte público en Bogotá, probablemente, como nunca antes en su historia, o la reprimida «Marcha de los Lápices» del 15 de noviembre—, algunas adiciones presupuestales que superan con creces el logro político de la MANE de retirar un proyecto de reforma de la Ley 30 en 2011, y tener la proyección de concretar un paro cívico en el que se sumen sectores como el camionero y de recoger la inconformidad popular por la corrupción política y la regresiva nueva reforma tributaria —«Ley de financiamiento»—. En su devenir ha dado pasos importantes, aunque quizá un tanto lentos, en torno a la unidad y conformado una mesa de diálogo intersectorial compuesta por Acrees, Unees, Fenares y sectores profesorales. La unión de las instituciones «oficiales» del movimiento conformaría el «Frente por la Educación».
Pero la suspensión de la mesa de diálogo el 6 de noviembre por parte de las instituciones del movimiento, debida a la imposibilidad de avanzar con el gobierno en las peticiones de financiamiento, daría un nuevo aire a un paro que presentaba signos de agotamiento y acentuaría la radicalización de algunos sectores estudiantiles en el repertorio de acciones de lucha política. En esas condiciones, dos días después, el 8 de noviembre, estudiantes de la Universidad Nacional bloquearon en Bogotá la Calle 100 y la Autopista Norte.
Finalmente, como producto de la presión organizada en las calles, se acuerda «revivir» la mesa, si bien algunos voceros de sectores del movimiento —Acrees— como Alejandro Palacio han insistido en que quieren que lo adoptado en ella sea de carácter vinculante: queremos negociación y no un mero diálogo, sería la consigna. Pero el panorama es incierto pues Duque ha manifestado engañosamente que «no hay más plata» y La Silla Vacía ha hecho el pronóstico de que en esas circunstancias habrá más protestas que acuerdos. Lo cierto es que el movimiento estudiantil se ha resistido a ser desconocido o invisibilizado por el gobierno y ha tenido una fuerza política inusitada.
- ¿Qué pasó? Los prematuros límites de la voluntad política de Duque: sus respuestas a las demandas del movimiento
Si algo ha caracterizado esta coyuntura es el constante «tire y afloje» del movimiento estudiantil y profesoral y el gobierno nacional, pues a cada jugada del movimiento social el gobierno Duque presentó una respuesta —ello era así hasta que el gobierno realizó tras bambalinas un acuerdo con la mayoría de rectores de universidades públicas, desconociendo el movimiento—. Así, como reacción al inicio del ciclo de marchas de un movimiento estudiantil en ese entonces en formación, el 10 de octubre en horas de la tarde Duque reasignó 500 000 millones de pesos para la educación superior en el Presupuesto General de la Nación —PGN—. Lo que no contó bien es que sólo 55 000 millones serían para funcionamiento de todas las instituciones de educación superior —recuérdese: el déficit de las universidades es de 3.2 billones—. El resto del dinero se distribuiría de la siguiente manera:
— $223 000 para infraestructura e inversión en una bolsa concursable.
— $121 000 para gratuitad focalizada —Ser Pilo Paga modificado o Generación E—.
— $100 000 para el componente de reconocimiento o «excelencia»—Ser Pilo Paga modificado o Generación E—.
Posteriormente, el 16 de octubre Duque realizó el anuncio de que habría un billón de pesos más de regalías para la educación superior, aunque estos recursos sólo se podrían destinar para inversión y no funcionamiento —recordemos la cifra expuesta al principio de este escrito: el déficit de inversión es de 15 billones—.
El 20 de octubre, en contravía con las peticiones de subsidio a la demanda del movimiento estudiantil y siguiendo lo aprobado en el PGN, Duque presenta su programa «Generación E» o «nuevo Ser Pilo Paga» —subsidio a la oferta—, el cual pretende fomentar la elección de estudiantes por universidades públicas: «Si eligen una privada, el 50 por ciento [de la matrícula] lo paga el Estado; el 25 por ciento lo paga la universidad y el otro 25 por ciento lo paga el estudiante al terminar sus estudios. Pero si elige una universidad pública, el Estado asume el 100 por ciento de la matrícula».
Sin embargo, Generación E no sólo no soluciona el déficit histórico, sino que acentúa el problema de la desfinanciación, pues si el programa privilegia a las personas sisbenizadas, en el caso de las universidades públicas las matrículas para estas personas ya son bajas, por lo que los gastos para las públicas para cubrir el resto del valor aumentarán. En definitiva, este Ser Pilo Paga modificado generará una presión extra sobre los gastos de las universidades públicas que ni el gobierno ni el propio programa van a suplir, dado que, como dice el politólogo Andrés Mora Cortés, el «costo real de los estudiantes en las universidades públicas es mucho mayor que la matrícula que pagan. Por ejemplo el costo real promedio de un estudiante en la Universidad Nacional ronda los 10 millones de pesos. Sin embargo, el promedio de sus matrículas se acerca al millón y medio». Generación E en este caso, sólo para ejemplificar, cubriría el promedio de millón y medio, ¿y el resto del costo qué? En la práctica, y lo que es peor, es que el valor de la matrícula de un estudiante sisbenizado en una universidad pública es mucho menor a ese millón y medio.
Lo anterior, por no hablar del régimen de desigualdad, competencia y exclusión entre las universidades que estos programas focalizados de subsidio a la oferta perpetúan, algo muy propio del orden sociopolítico neoliberal o financiarizado —ver César Giraldo, «Financiarización: un nuevo orden social y político»— al que el movimiento social directamente, de momento, no ha apuntado.
Por último, a espaldas del movimiento, el 26 de octubre el gobierno Duque firma un acuerdo con los rectores de la mayoría de universidades públicas, incluyendo a Dolly Montoya de la Universidad Nacional. En el nuevo acuerdo la financiación de la educación pública no depende sólo del IPC como en la Ley 30, sino que aumentará en un orden de IPC + 3 % en el primer año y de IPC + 4 % para los siguientes tres. En total, según presenta El Espectador, en cuatro años se destinarían 1.2 billones de recursos adicionales para funcionamiento y 2.2 billones para inversión. De ese modo, el gobierno Duque firmó prematuramente su línea roja de negociación sobre la financiación. Al menos por ahora.
- Duque dice que no hay más plata y permite el escalamiento de la represión estatal
El nuevo acuerdo con los rectores, que tampoco se puede explicar sin la existencia de un movimiento social detrás, generó divisiones dentro de la comunidad universitaria que hasta ese entonces mantenía cierta sinergia entre profesores, funcionarios administrativos y estudiantes. Aunque se aceptó que la reforma era positiva e inédita, ésta siguió siendo un paño de agua tibia para un problema estructural. Todavía más: el gobierno no negoció con los sectores estudiantiles y profesorales institucionalizados del movimiento, en un intento por invisibilizarlos. En ese contexto, la respuesta a ese problema de legitimidad fue la instauración de una «mesa de diálogo» el 1 de noviembre, la cual se suspendería cinco días más tarde por el propio movimiento.
Con el nuevo acuerdo Duque se anotó un golpe político y dividió al movimiento social, con más fuerza en algunas regiones que en otras. La mayoría de rectores hicieron —y hacen— un llamado constante a levantar el paro nacional. Hasta ese entonces el gobierno supo moverse mediáticamente, «vender» la flexibilidad institucional del uribismo 2.0., dar a entender que el «sistema político colombiano» podía recibir y procesar demandas o inputs sin escalar la violencia estatal, pues «a cada paso» del movimiento se dio una respuesta, aun cuando, como mostramos en el apartado dos de este escrito, resultaron ser sumamente engañosas.
Lo que no contaban era con la fuerza sociopolítica de un movimiento con identidad propia que nunca acordó que funcionarios administrativos elegidos por un Consejo Superior bajo alta injerencia del gobierno lo representaran. Además, aunque a la «mesa de diálogo» el «Frente» llegó con posiciones divididas, su suspensión provino de una decisión mancomunada y ello dio una prueba de unidad en torno al adversario común: la política educativa que sigue manteniendo el gobierno nacional.
Si la reanudación de clases y la primacía de la movilización pacífica como forma de participación estaban justificadas, en parte, porque se había alcanzado la instalación de la mesa y había esperanza de nuevas reformas. Con ella suspendida, la coyuntura —el estado de cosas del momento— cambió y las posiciones radicales del movimiento se favorecieron, incluso aquellas que consideraban que la violencia —sin afectaciones al derecho a la vida de civiles y en distintas escalas: bloqueos de vías, pintas, bolas de pintura…— era una expresión legítima de acción política. Pensar desde una lógica de violencia simbólica estatal que esa violencia estudiantil es mero «vandalismo» es no comprender su naturaleza política, «uribizar» la discusión, como cuando primaba la tesis de que la violencia guerrillera de FARC era mero terrorismo cuando en realidad se asentaba en la inflexibilidad institucional del Estado y la desigual distribución de tierras, es decir, la «exclusión política» y la «exclusión socioeconómica», problemas estructurales respondidos tradicionalmente con represión estatal sobre los distintos sectores y movimientos sociales, sin importar si eran democráticos o no.
Otra táctica de desconocimiento de la violencia estudiantil consistió en afirmar que quienes la cometen son «infiltrados del gobierno», como dijo Gustavo Petro. Aunque sea minoritaria y esté deslegitimada en público por las instituciones «oficiales» del movimiento —Unees y Acrees, principalmente— debido a su fácil funcionalización por parte del Estado, el riesgo de disgregación del movimiento o un compromiso con las formas liberales de protesta social, aun si la infiltración es cierta, la violencia se da y proviene parcialmente de algunas de las organizaciones y bases «más radicales» y políticamente periféricas. Existe la violencia preparada, como la que se ejerce cuando se preparan tropeles por agrupaciones como el movimiento Jaime Bateman —los tradicionales capuchos—, o la violencia espontánea, cuando frente a acciones arbitrarias y desproporcionadas del Esmad estudiantes se cubren el rostro y lanzan piedras para defender a sus compañeros, como ocurrió en la marcha del 8 de noviembre. El límite entre ambos tipos de violencia puede ser difuso, pero no toda la violencia proviene de los capuchos tradicionales. En este asunto el movimiento estudiantil y profesoral encuentra una de sus principales contradicciones internas, no obstante percibirse mayor acuerdo entre algunas bases respecto al bloqueo de vías y la toma desarmada de edificios estatales —que puede percibirse como violenta—.
Ahora bien, al considerarse que el mayor acuerdo respecto a financiación ya se alcanzó con los rectores, el tratamiento de las movilizaciones pareciera reducirse al de «problemas de orden público» y al escalamiento en el uso de la violencia estatal, incapaz de respetar los principios de proporcionalidad y de fuerza como último recurso y de garantizar los derechos humanos y constitucionales de los que se movilizan pacíficamente —que son la gran mayoría— y los que no. En ese sentido, durante la Marcha de los Lápices del 15 de noviembre, en Bogotá se presentaron situaciones que apuntaban más a la disgregación de la movilización social, así fuera pacífica, que al control de «violencias problemáticas» o «vandalismo», como lo denunció Ángela Robledo: «De acuerdo a Robledo, cuando la marcha pasó por la autopista Norte con la 80 era totalmente pacífica, pese a lo que a su juicio era provocación del Esmad. “Estaba allí cuando empezaron las (bombas) aturdidoras del Esmad”». Previamente, otras regiones del país como Medellín, alejadas de la relativa situación de «privilegio» de Bogotá, fueron víctimas del abuso de la violencia ejercida por el Esmad. Internamente, este tipo de situaciones de violencia estatal desmesurada no hacen más que radicalizar a las bases del movimiento, que ven cómo la tradicional inflexibilidad institucional y la consiguiente exclusión política del Estado colombiano son continuadas por el uribismo 2.0.
- Adenda. El carácter político del movimiento estudiantil y el problema del desarrollo
Si bien en general el movimiento es liberal-democrático, éste no ha puesto explícitamente sobre la mesa el cuestionamiento del régimen sociopolítico neoliberal o financiarizado —primacía del capital financiero sobre el resto de capitales productivos—, ni mucho menos tiene un carácter «socialista» o «anarquista», aunque haya algunas bases que comulguen con ese tipo de dirección ideológico-política para el movimiento. Pero de fondo, lo que está en juego es si el Estado liberal-capitalista colombiano, en el contexto del posacuerdo, permite un desarrollo socioeconómico general jalonado por la protesta social encabezada en la presente coyuntura por el movimiento estudiantil o si, por el contrario, la inflexibilidad institucional y la represión estatal como forma de asegurar un orden político financiarizado propiciará nuevas violencias.
¡Pero el desarrollo no es mero crecimiento económico! Éste es condición necesaria pero no suficiente. Para el economista Celsio Furtado —ver «Dialéctica del desarrollo»— el desarrollo económico en el sistema capitalista —es decir, la modernización del sistema productivo— requiere de la consolidación de dos impulsos particulares: el de acumulación de una minoría, y el de mejora de las condiciones de vida de las masas, que se da tras su mayor participación en la economía monetaria y la diversificación de su consumo. De ese modo, entre más desarrollo del capitalismo haya, mayor inclusión de los intereses de la clase trabajadora, pues para Furtado la acción política de las masas obreras —que permita, por ejemplo, más influencia en la toma de decisiones de política económica— es el principal factor de desarrollo en las fases más avanzadas del capitalismo. Esta perspectiva considera, pues, que el desarrollo se basa en los antagonismos reales de clases sociales —la lucha de clases—, por lo cual, para su despliegue, se requiere de flexibilidad institucional para que la democracia capitalista pueda percibir los conflictos sociales, retroalimentarse y cambiar, a la par que mantiene un orden de dominación de clase. Pero cuando no hay flexibilidad institucional —flexibilidad materializada en mayor representatividad política de las clases trabajadoras—, se suele optar por la vía «revolucionaria», opción que para Furtado corre el peligro de limitar esa representatividad y desviar los intereses reales de las clases trabajadoras; más aún, «la salida revolucionaria ha llevado inexorablemente al retroceso político».
Así las cosas, y parafraseando a Furtado, podemos decir que entre más desarrollo del capitalismo, mayor inclusión de los intereses del movimiento estudiantil, los cuales, grosso modo, son a su vez intereses de la clase trabajadora o asalariada; recuérdese por ejemplo la consigna estudiantil: « ¡Educación primero para el hijo del obrero, educación después para el hijo del burgués!», eco de esta realidad de clase. Entonces, es el antagonismo de clases dentro de una democracia capitalista el que permite el desarrollo en un contexto de flexibilidad institucional —incluso si esa flexibilidad ha tenido que forzarse a través del ejercicio de determinadas violencias políticas de miembros de clases subalternizadas—.
Pero claro, uno de los problemas es que Colombia ni siquiera ha llegado a una fase avanzada del capitalismo y la obtención de rentas financieras para los inversores y acreedores internacionales en el marco de una economía reprimarizada preocupada por la estabilidad macroeconómica —y un «crecimiento económico» basado en un modelo minero-energético que no genera valor agregado— lo impide constantemente. Y si hay alguna duda, véase cuántos billones del PGN se van para el pago de la deuda o cómo el sector bancario ha sido trimestre tras trimestre el sector económico que más ganancias tiene, así, incluso, la economía se contraiga. Y ni hablar de la habitual corrupción estatal y las graves muertes de los Pizano por el caso Odebrecht que salpica al Fiscal General de la Nación y al Grupo Aval de Luis Carlos Sarmiento. Estas discusiones pueden darse en algún momento cuando el movimiento estudiantil sobreviva a la coyuntura del paro nacional, mantenga el proceso político de sus instituciones y encuentre debidamente las relaciones entre el actual orden socioeconómico y político neoliberal y la desfinanciación y debilitamiento de las universidades públicas. Esté ahí, preparado, como el viejo topo, cuando ocurra una crisis financiera y político-estatal generalizada.
Hay escasa esperanza de que el inicio de reformas estructurales se dé durante el periodo Duque: tendría que haber un cambio de gobierno —a través de un proceso destituyente como ocurrió en Ecuador (1997-2007) o una nueva elección democrática en 2022— que responda a una reorganización de la dominación económica y política de clase y enfrente los problemas estructurales de desigualdad.
Por lo pronto, vayamos poco a poco.
¡A parar para avanzar, viva el paro nacional!
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Camilo David Cárdenas Barreto. Licenciado en Filosofía por la Universidad Pedagógica Nacional y estudiante de Ciencia Política de la Universidad Nacional. Me gusta escribir y hacer análisis político de coyuntura. Muchas gracias por leerme. Contacto: cdcardenasba@unal.edu.co