Coronavirus y capitalismo: la cruenta cara del capitalismo estadounidense

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El mundo capitalista está atravesando una coyuntura que está poniendo aún más en jaque a los procesos sistémicos que actualmente conocemos como de globalización neoliberal, los cuales sentaron tanto el deterioro de los Estados de bienestar occidentales y de sus émulos latinoamericanos cepalinos como la hegemonía del capital financiero, con sus respectivas consecuencias en términos de alta concentración de la riqueza en manos de unas pocas élites nacionales y trasnacionales.

En la actualidad, en el campo complejo e indeterminado de relaciones de poder se está disputando continuamente el futuro del sistema mundial; de ese modo, las clases hegemónicas calculan cómo preservar o aumentar sus privilegios durante y después de la crisis por la pandemia del Covid-19, y las clases populares que resisten cómo sobrevivir y hacer frente a la crisis y abrir nuevos campos de disputa. Del choque de estas fuerzas sociales puede salir un régimen de acumulación diferente al neoliberal —nuevas formas antineoliberales de comprender y estructurar la globalización capitalista—, globalizaciones regionales —por ejemplo, a nivel latinoamericano—, la reorganización del neoliberalismo —un «posneoliberalismo»— o mundos antisistémicos antiglobalización.

Pero comprender que no existe un destino histórico para el sistema capitalista es útil tanto para no creer que es un sistema eterno —y habría, entonces, un «fin de la historia»— como para evitar pronósticos demasiado optimistas que profeticen su final e ignoren sus características autopoiéticas y adaptativas frente a las crisis y sus formas de legitimación a través de la producción de libertades sistémicas, como la de consumo o de «movilidad social». En el análisis de situaciones y relaciones de fuerza Gramsci advertía sobre los sesgos para el estudio de una coyuntura que podrían provenir del economicismo y el voluntarismo. Ni la sobrevaloración de la crisis de la estructura económica ni la sobreestimación de la voluntad política de las clases subalternizadas pueden llevar a un análisis adecuado de las relaciones de fuerza de una coyuntura: no hay un camino prefijado a un mundo nuevo.

¿Por qué es importante, pues, hablar de globalización neoliberal?

Primero, porque el moderno sistema mundial está globalizado pero no de cualquier forma: en general, mas a distintas escalas nacionales e internacionales, en la economía-mundo tiende a primar el orden de la desregulación económica y la disciplina fiscal, es decir, el orden neoliberal. De ello es expresión los planes de ajuste estructural aplicados a periferias o semiperiferias de Latinoamérica, África y Asia y el aumento de la deuda externa, pero también los procesos de privatización de lo público-estatal en los centros acreedores.

Segundo, porque no basta con afirmar que hay centros, periferias y semiperiferias, que hay países desarrollados y economías dependientes o «en desarrollo», que hay procesos productivos centrales que dependen de procesos productivos periféricos y que estos procesos económicos se espacializan de tal forma que unos sistemas políticos —estatales— son, en todo su territorio, centrales y hegemónicos. Y que, en consecuencia, estos países centrales tienen estructuras socioeconómicas y políticas que los habilitan para reaccionar de mejor forma a la actual pandemia. No. Porque si algo ha mostrado la globalización neoliberal es que la desigualdad también impacta a las grandes potencias y que, en ese sentido, hay «periferias en el centro». Asimismo, la existencia de clases más privilegiadas en las economías dependientes o periferializadas —como las clases urbanas respecto a las campesinas, como las nacionales respecto a las migrantes, como las blancas respecto a las negras, como las «mestizas» respecto a las indígenas, etc.— muestra que hay una suerte de «centros en la periferia» —, y es «una suerte» porque no necesariamente la jerarquización y desigualdad en las periferias o semiperiferias partirá de procesos productivos centrales, como los de las tecnologías informáticas de punta monopolizadas por los hegemones mundiales. Toda esta serie de fenómenos complejos impactan en los sistemas de salud pública de los diferentes Estados.

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Sin estos matices, que podrían parecer pruritos academicistas, no se comprende por qué Estados Unidos es, a 9 de abril de 2020, el epicentro de la pandemia y por qué la crisis por el Covid-19 está poniendo en riesgo la solidez política previa de la reelección de Trump. Nueva York, una de las «ciudades globales» por excelencia, tiene hoy por hoy sus calles desoladas y una tendencia creciente de muertes. Estados Unidos cuenta a 9 de abril con alrededor de 436 000 casos confirmados del nuevo coronavirus y más de 15 600 muertes, cifras en constante aumento.

La demora del gobierno Trump en tomar medidas autoritarias excepcionales para contener la propagación no sólo obedece a que la parálisis interna del aparato productivo lo perjudicaba políticamente, sino porque la economía mundial ya estaba en desaceleración, resentida aún por la gran crisis de 2007-2008. En ese panorama, Estados Unidos estaba reorganizando su hegemonía ante el ascenso de China, pues Trump, en diversos sentidos, ha sido una expresión contra las consecuencias negativas de la globalización económica, de la que China supo sacar provecho. Además, como insistimos en el artículo pasado, el coronavirus llegó en un momento en que había riesgo político sistémico y sucedía una avalancha de protestas populares, no necesariamente de forma simultánea, alrededor del globo. David Harvey resume esta situación previa del siguiente modo:

«[Yo] era bien consciente de que China es la segunda mayor economía del mundo y que había rescatado de manera eficaz al capitalismo global en el periodo de las secuelas de 2007-8, de manera que cualquier golpe a la economía china estaba destinado a tener consecuencias graves para una economía global que ya se encontraba, en cualquier caso, en una situación arriesgada. El modelo existente de acumulación de capital ya estaba, me parecía a mí, en dificultades. Se estaban sucediendo movimientos de protesta en casi todas partes (de Santiago a Beirut), muchos de los cuales se centraban en el hecho de que el modelo económico dominante no estaba funcionando bien para la mayoría de la población».

Tanto en Colombia como en Estados Unidos uno de los dilemas que impuso el proceso de crisis dentro del capitalismo consistió en: o la vida o la economía. Ambos Estados, con distintos matices, han sufrido procesos globales de privatización de sus sistemas de salud, lo cual trazó más límites estructurales a la posibilidad de paralizar la economía y salvar vidas a través de una cuarentena y otras medidas de aislamiento social como el cierre de establecimientos concurridos o aeropuertos. En el artículo pasado vislumbramos esta situación en la periferia colombiana al hablar de la reticencia de Marta Lucía Ramírez a cerrar el aeropuerto El Dorado por temor a la crisis económica. Miremos un poco la situación del «centro».

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Para el 12 de marzo de 2020, cuando Estados Unidos empezaba a sentir los efectos de la pandemia, BBC publicó una nota que advertía el peligro de que el sistema de salud estadounidense «[contribuyera] de forma indirecta a una mayor expansión del covid-19». Tales problemas se reflejaron en la débil infraestructura pública de los CDC —Centros para el Control y Prevención de Enfermedades— para detectar casos de nuevo coronavirus, manifiesta en el escaso número de equipos funcionales para aplicar test, la demora en la obtención de pruebas debido a equipos defectuosos o los requerimientos para que una persona pueda tener acceso a las pruebas. No sólo podía acceder a la prueba quien ya tuviera síntomas, sino que «solo aquellos que acudieran previamente a un especialista podrían hacerlo». En últimas, quienes no podían pagar, ya sea porque no están asegurados o porque incluso estándolo tienen que desembolsar «copagos», no pueden acceder efectivamente a una prueba para saber si tienen la enfermedad, aunque tuvieran sospechas fundadas, o a un tratamiento para controlarla. Así es el sistema de salud más caro del mundo, como recoge el reportaje de la BBC. El dilema para muchas unidades domésticas estadounidenses consistió en: o pagar la detección y el tratamiento y cuidar la vida o preservar la economía familiar.

Así pues, en Estados Unidos, uno de los grandes centros del capitalismo global contemporáneo, y a diferencia de lo que sucedió en Alemania o Corea del Sur que difundieron millares de pruebas gratuitas, se vive la paradoja de que teniendo los recursos económicos, no hubo una infraestructura suficiente de contención y mitigación del virus y, por tanto, le ha tocado gestionar la crisis con improvisadas intervenciones de salud pública. Esto habla de la correlación de fuerzas y las relaciones de poder intranacionales que llevaron a que la lógica privada se impusiera a la pública-estatal y prolongara los patrones racializados de desigualdad y exclusión socioeconómica y política; habla, en suma, de la victoria parcial de la globalización neoliberal frente a una vida que no puede acceder a una salud mercantilizada y altamente costosa. Bernie Sanders, expresión política sistémica contra ese proceso de mercantilización y quien proponía un acceso «universal» a la salud, cayó derrotado ante Joe Biden y suspendió su candidatura demócrata. Terminaron por imponerse el falso miedo al «socialismo», el conservadurismo de las élites dominantes del Partido Demócrata y el poder simbólico estructurado/estructurante del American way of life.

No es extraño entonces que si bien el virus se propagó globalmente gracias a la interconexión por viajes de avión de clases acomodadas, tras el desarrollo de la pandemia en EE. UU las comunidades más golpeadas estén siendo las hispanas y afroestadounidenses. Nuevamente un reportaje de BBC del 8 de abril recogía que: «Puede ser que el coronavirus no distinga color de piel ni origen étnico, pero los datos en Estados Unidos comienzan a mostrar que hay un sector de la sociedad que está sufriendo un impacto mayor por la pandemia». Solamente en Nueva York las cifras están representando realidades preocupantes: a 8 de abril, un 28% del total de muertes —poco más de 4.000— era de afroestadounidenses, mientras que un 34% de hispanos. Situaciones semejantes se están registrando en Nueva Orleans, Chicago o Milwaukee. Unas vidas han sido históricamente más prescindibles que otras dentro de un capitalismo mundial construido con base en, primero, la explotación o esclavitud de pueblos y gentes de África, Asia y América y, segundo, la reproducción multiforme pero tendencialmente excluyente de esa inserción desigual, colonial y occidental, al moderno sistema-mundo.

La fría máscara abstracta de las cifras oculta que amigos/as, familiares, conocidos… están sufriendo o muriendo.

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Si, aparte del crecimiento económico, el «pleno empleo» había sido otro de los «logros visibles» de la administración Trump, la parálisis del aparato productivo estadounidense está generando un aumento de las cifras de desempleo. A 9 de abril, más de 16 millones de estadounidenses han solicitado seguros de desempleo. Pero el panorama es incluso más sombrío: «La Oficina de Presupuestos del Congreso, un órgano no partidista, ha apuntado que la tasa de desempleo podría ubicarse en el 12% al final del segundo trimestre del año, y que la economía entrará en recesión».

Las palabras de la Oficina no son menores y su concreción tendrá fuertes impactos globales, particularmente más graves para periferias y semiperiferias como las latinoamericanas, dependientes de la entrada de dólares y con alta presencia de economías informales, todo un manjar para el FMI y el Banco Mundial, los cuales, a menos que se plantee una nueva correlación de fuerzas antisistémicas o sistémicas alternativas, sacarán el pago de la nueva deuda de las entrañas sobreexplotadas de sus pueblos y gentes, cuyos excedentes, en nombre ya no del «desarrollo» o el «rescate» sino de los efectos de la pandemia, seguirán yendo al bolsillo de los acreedores públicos o privados «centrales», principalmente de Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia y China. Ya Colombia ha pedido un nuevo crédito al FMI.

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Finalmente, cabe preguntar: ¿por qué es relevante analizar, así sea someramente, la situación estadounidense?

Colombia es, desde luego, un periferializado aliado de EE. UU en la región latinoamericana y su política exterior ha estado caracterizada por la «subordinación estratégica» al poder del Coloso del Norte con aplauso cómplice de sus élites; en tiempos recientes, tanto el uribismo como el santismo han sido continuadores de esta subordinación. Pero además, EE. UU. no  sólo representa los intereses de su sistema político estatal y su economía nacional, sino que articula los intereses del sistema mundial capitalista dolarizado  alrededor del complejo de poder financiero global FMI-Wall Street-Reserva Federal —al que habría que añadir el Banco Mundial—, como ha sostenido David Harvey al hablar de nuevo imperialismo. En ese orden de ideas, sostiene el propio Harvey en otro texto más coyuntural y que ya hemos citado aquí:

«Si China no puede repetir su papel de 2007-8, entonces la carga de salir de la actual crisis económica se desplaza ahora a los Estados Unidos, y aquí se encuentra la ironía última: las únicas medidas políticas que van a funcionar, tanto económica como políticamente, son bastante más socialistas que cualquier cosa que pudiera proponer Bernie Sanders, y esos programas de rescate tendrán que inciarse bajo la égida de Donald Trump, presumiblemente bajo la máscara del Hacer Grande De Nuevo a Norteamérica».

¿Pero podrá rescatar el sistema político estadounidense o chino al sistema mundial? ¿Podrán, en diversos sentidos, salvarse del sistema que ellos mismos han constituido? Si la respuesta es sí, las jerarquías del sistema-mundo se seguirán reproduciendo, aunque pueda que con barnices diferentes —globalizaciones distintas— y variaciones de la hegemonía, en medio de la competencia de los centros por obtener la vacuna contra el nuevo coronavirus, resistir los efectos de la crisis haciendo uso de sus poderes mundiales, crear más innovaciones tecnológicas de punta y acceder así a mayores tasas de ganancia.

De ahí la importancia que continuará teniendo la acción política antisistémica o sistémica alternativa en sectores subalternizados de periferias como la colombiana —todas las distintas facciones del campo popular, colombianas o venezolanas— o de sectores subalternizados —afro, hispanos, migrantes de las periferias en general…— de cualquiera de los «centros». La lucha no es sólo contra un gobierno, es, según efectos socioeconómicos diferenciados y a distintas escalas geográficas y de conciencia y cultura políticas, una lucha contra unas estructuras dominantes, unos regímenes de poder —de género, de raza, de nacionalidad, de «clase»…— y, en suma, contra un sistema global que los cristaliza.

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