Coronavirus y capitalismo: entre la recesión, la desigualdad y el pánico

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Coronavirus, coronavirus, coronavirus. Últimamente no se habla de otra cosa en el planeta.  Son tiempos oscuros para el sistema mundial capitalista y su población. Pero más que la pandemia del nuevo coronavirus, un amenazante fantasma, cada vez menos silente, ha estado recorriendo el globo: el de la próxima gran recesión.

Diversos análisis han dado a entender en medios que la crisis socioeconómica actual, manifestada en la intranquilidad de los mercados financieros, la caída de los precios del petróleo, la desvalorización del peso frente al dólar y la pérdida constante de activos en las bolsas mundiales, se debe al pánico ocasionado por el nuevo coronavirus. Pero este diagnóstico sobre un sistema enfermo sólo está viendo la cara superficial y coyuntural del problema, pues el desempeño de la economía mundial ya estaba en declive desde antes del 1 de diciembre de 2019, día en que se detectó la enfermedad COVID-19 en Wuhan, China.

Bajo esa premisa habíamos analizado en Revista Hekatombe que el paro colombiano del 21-N iba a ocurrir en el marco de un capitalismo global en crisis, pues, de acuerdo con la directora del FMI Kristalina Georgieva, el crecimiento económico mundial estaba en desaceleración.  La guerra comercial entre China y Estados Unidos, también decíamos siguiendo al economista marxista Michael Roberts, era en últimas una expresión de problemas estructurales de tasa de ganancia y pérdida de rentabilidad del capital, con repercusiones diferenciadas en los centros y en las periferias o economías dependientes. La próxima recesión explotaría debido al sobreendeudamiento empresarial, fenómeno que ocurrió en respuesta a la pérdida de rentabilidad.

A la postre, el estallido social del 21-N —breve mas todavía latente en cuanto efecto sociopolítico del posacuerdo— evidenció en Colombia problemas sociales de la estructura y la superestructura capitalistas, manifestados en el cuestionamiento tanto a los efectos socioeconómicos adversos del régimen neoliberal de acumulación como al uribismo.

Tras más de tres meses del nuevo brote por el coronavirus, el medio alemán DW registró que «la economía mundial enfrenta su mayor riesgo de recesión desde la crisis financiera de 2008»; más aún, «podría crecer a su ritmo más bajo desde 2009 debido al brote». Palabras de la OCDE. Más adelante, el reporte de DW agregó que «mucho antes de la epidemia, el Fondo Monetario Internacional (FMI) advirtió que la recuperación mundial sería «frágil» y podría tropezar al menor riesgo». En ese sentido, las actuales repercusiones sociales del coronavirus se han de interpretar como un duro golpe, no se sabe si definitivo, a una economía-mundo ya debilitada previamente; sostiene Claudio Katz:

«En realidad, el coronavirus detonó las fuertes tensiones previas de los mercados y los enormes desequilibrios que acumula el capitalismo contemporáneo. Acentuó una desaceleración de la economía que ya había debilitado a Europa y jaqueaba a Estados Unidos».

A pesar de una baja aún mayor de tasas de interés y la compra de activos por 700 000 millones de dólares anunciadas por el gobierno Trump y la Reserva Federal para prevenir un descalabro financiero, el pasado lunes 16 de marzo el indicador bursátil Dow Jones consignó para Wall Street una caída del 12.9%, «su mayor desplome en tres décadas y el segundo mayor en sus 124 años de historia». La nota de El País se centró en la preocupación de los inversores por el coronavirus, pero tras el anuncio de nuevas políticas económicas de inyección de mayor liquidez, el martes 17 de marzo el índice Dow Jones registró una mejoría coyuntural. Las nuevas políticas anunciadas por EE. UU. incluirían un «alivio a las pequeñas empresas y a las aerolíneas, de una envergadura no vista desde la Gran Recesión, [y] el envío “inmediato” y masivo de cheques a los ciudadanos para activar el consumo. El Senado prevé [su aprobación] antes del final de esta semana».

Es aquí cuando se revela la estructuración jerárquica del sistema-mundo en términos de capacidad de contención de una crisis detonada por el nuevo coronavirus: no es lo mismo el poder de una economía central hegemónica como la estadounidense —que puede inyectar liquidez masivamente a sus ciudadanos— o la china para salvar un sistema que los beneficia y suprimir los contagios virales, que los pálidos esfuerzos de una periferia o semiperiferia, las cuales tienen que, por ejemplo, incrementar su deuda externa mediante solicitud de préstamos al FMI para hacer frente a la expansión del virus, como lo ha pedido «sorpresivamente» Venezuela. Y aún así, dado el patrón exportador de productos básicos o materias primas de las economías dependientes, el riesgo efectivo de que una potencia hegemónica siga cayendo repercutirá gravemente en sus fuentes de ingresos. La interdependencia económica es desigual.

Por eso los pronósticos para América Latina no son alentadores. Según la consultora McKinsey, dada la parálisis productiva de China —ya en desaceleración— y en caso de que el virus continúe desarrollando una tasa exponencial de contagios, «los pronósticos de crecimiento [para América Latina] se reducirían en un 38%». Los bajos precios de materias primas, de los que dependen las economías Latinoamericanas, ponen «a la región en una situación delicada, advertía UNCTAD [Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo]».

Ante los problemas de dependencia y periferialización productiva desplegados por el colonialismo europeo y después reforzados y reproducidos por las nuevas «élites criollas» de las independencias, las élites colombianas —y, en general, latinoamericanas— tuvieron dos caminos: 1) mejorar la posición de la estructura económica nacional en el sistema-mundo a través de la modernización general del aparato productivo y la socialización de sus beneficios —lo que llaman desarrollo y no mero crecimiento económico—; o 2) articularse a la economía mundial de forma dependiente y subordinada para mantener principalmente su particular posición de privilegio, como en el caso colombiano. El primer camino exigía disputar la hegemonía a Estados Unidos y cambiar así el patrón mundial de poder; el segundo, subordinarse «estratégicamente» al Coloso del Norte. Brasil optó por el «subimperialismo» sobre la región latinoamericana y la «cooperación antagónica» frente a Estados Unidos —según Ruy Mauro Marini y Raúl Zibechi—, una vía intermedia de desarrollo para su consolidación como potencia regional.

Probablemente el problema, como sostienen teóricos marxistas de la dependencia, no es sólo que el sistema histórico capitalista no ha permitido el desarrollo de ciertos países, sino que, antes bien, como se ha argumentado desde este espacio, «desarrolla el subdesarrollo» —expresión de André Gunder Frank— y los centros tienen que alimentarse de él. No es que Colombia sea feudal como cree Gustavo Petro, funciona el mismo capitalismo, pero con otro rostro, el dependiente, periférico y sobreexplotador. Y si esto es así, por el bien del planeta y la humanidad, es necesario pensar y luchar por otro mundo posible no capitalista, donde juntos podamos construir muchos otros mundos alternativos.

La propagación del coronavirus está mostrando tales diferencias estructurales, pues en Colombia jamás se alcanzó el desarrollo, por más políticas de apertura de capitales que se implementaran. Otros crearán las vacunas, otros construyen hospitales en pocos días, otros producen la ciencia y tecnologías sanitarias necesarias y suficientes para contener a tiempo la propagación del virus y «aplanar la curva» antes de que se desborde, otros pueden ejecutar eficazmente políticas de crecimiento de demanda interna, otros pueden cerrar sus aeropuertos y decretar rápidamente cuarentenas. En cambio, en el caso colombiano si se cierra el Aeropuerto El Dorado, dijo la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez, ahí sí se vería la crisis. En Colombia se puede parar la producción sólo hasta cierto límite, aun cuando haya riesgo de que el nuevo coronavirus merme a la mayoría de su población. Y si hay medidas de inyección de altos niveles de liquidez como reacción a la parálisis productiva, serán prioritariamente a favor de los bancos. ¡Quedémonos en casa que no habrá trabajo pero sí crédito y pago de intereses de deuda, aplazados o no, para las grandes mayorías!

El intercambio desigual de bienes y servicios, con el dólar estadounidense como divisa internacional, nos ha hecho creer que podemos aceptar este orden productivo jerárquico siempre y cuando podamos consumir bienes y servicios de alto valor agregado a cambio de materias primas, productos básicos y mano de obra barata. Menuda ilusión que se está desmoronando.

La difusión del virus asimismo ha mostrado que el recortamiento de tiempos y distancias de los procesos de globalización pueden «globalizar» un virus. Quienes han esparcido el virus a otros Estados han sido fundamentalmente personas acomodadas que se mueven en el mundo a través de viajes por avión. La propagación ha tenido un interesante componente de clase que, desde luego, ha de tener inquietas a las élites del mundo: mientras que enfermedades como el dengue, el ébola o la malaria no preocupan de forma generalizada mientras afecten principalmente a pueblos y gentes subalternizados de territorios periferializados en Latinoamérica, África o Asia, el SARS-CoV-2 ha infectado a la esposa del primer ministro canadiense, Sophie Trudeau, a la esposa del presidente de España, Begoña Gómez, a la abogada de Bolsonaro, Karina Kufa, o a viceministros y diputados iraníes. El reconocido arquitecto italiano Vittorio Gregotti ha muerto por coronavirus. Otras «celebridades» como Idris Elba, Tom Hanks o Matuidi también han contraído la pandemia.

Esto no significa que las poblaciones fundamentalmente afectadas no vayan a ser las que ocupan la menor posición en la jerarquía social, es decir, los más excluidos y subalternizados. Por eso el contexto de desigualdad social colombiano, con altos índices de informalidad y precarización laboral —que fuerzan a la gente a salir de sus casas para sobrevivir— y políticas públicas de salud deficientes, hace que el eventual crecimiento exponencial de los casos de coronavirus sea un fenómeno tan preocupante.

Respecto a la ola de protestas latinoamericanas de 2019 que se preveía iba a continuar en 2020, la crisis por el COVID-19 pareció dejar esa tendencia del proceso político en stand-bye. En Colombia, el paro nacional convocado para el 25 de marzo quedó en veremos ante los nuevos estados de excepción. Pero no se puede afirmar que el ciclo de luchas desatado tras el 21-N haya terminado: de una u otra forma, la cultura política del país está cambiando en un sentido contrahegemónico, aunque todavía no es claro en qué proporción o bajo qué orientaciones generales.

En todo caso, la profundización de problemas en la estructura económica posibilitan mayores cambios del sentido comúnLa suspensión o cierre de empresas por la crisis coyuntural está aumentando el desempleo, que ya estaba registrando cifras de más del 10%. Pequeñas y medianas empresas están resintiendo los efectos del autoislamiento de la «demanda» o de los toques de queda municipales y departamentales: sus mercancías se venden cada vez menos y sus locales están tendiendo a permanecer vacíos.

Los «expertos económicos» debaten si el Banco de la República debe subir la tasa de interés y priorizar el crecimiento económico, o mantener una tasa neutral para seguir controlando la inflación. Pero más allá de las discusiones técnicas sobre política monetaria, lo que hay que ver es a qué sector beneficiará las próximas políticas económicas, algo que no es tan complicado de determinar en una economía financiarizada y que favorece la acumulación de unas cuantas burguesías industriales y financieras nacionales y trasnacionales bajo la excusa del «interés general» de la economía.

Así, el Estado, en su «autonomía relativa», tiene que intervenir como «junta administrativa» de los distintos intereses de la burguesía… ¡y salvar al capitalismo de la acumulación extensiva de los propios capitalistas! La función que Marx atribuía al Estado capitalista en el Manifiesto comunista sigue vigente. El director de Portafolio, Francisco Miranda Hamburguer, ha argüido en su nota editorial que es tiempo de activar las «bazucas fiscales», como en Estados Unidos, para «inundar de recursos y de liquidez las empresas, los hogares y los bancos para que soporten el impacto de no producir, no vender, no trabajar y no generar ingresos en la coyuntura», todo ello, claro, dentro de las «limitaciones presupuestales» de Colombia, pues somos una economía dependiente. Recuérdenlo. He ahí el meollo. De repente, los sueños del libre mercado generan monstruos.

Lo que hay es un caldo de cultivo de una gran crisis socioeconómica, pero también de nuevas protestas, ya se gesten durante o después de la pandemia, es decir, durante o después de la excepcionalidad constitucional y la suspensión de libertades liberales. Un nuevo escenario de lucha por el sentido común que pueda mitigar las tendencias autoritarias, xenofóbicas, racistas y ultranacionalistas, que igualmente pueden consolidarse para escapar de la crisis y reconfigurar la dominación y la hegemonía actual. Pues en esto hay que ser claros: con o sin coronavirus, el sistema-mundo ha sido el problema.

La incertidumbre generalizada sobre el futuro reina.

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