Después de una exitosa campaña de expectativa, en la noche del 22 de mayo apareció el primer capítulo de la serie Matarife: un genocida innombrable, un producto audiovisual impulsado por el abogado y criminólogo Daniel Mendoza y que busca la reconstrucción histórico-periodística de los vínculos entre Álvaro Uribe y el narcoparamilitarismo. Este primer capítulo, apenas un día después de su transmisión, ya acumula en YouTube casi cuatro millones de vistas, sin contar su difusión subterránea en WhatsApp y Telegram, pues la serie se ha presentado como «la primera producción hecha para celular». Todo un fenómeno viral.
Antes de su estreno, Tatiana Duque de La Silla Vacía escribió un artículo llamado: Entre opacidad, militancia y acusaciones a Uribe de genocida, arranca Matarife. Allí traza a grandes rasgos uno de los debates que ha suscitado la serie: el de los límites ético-políticos del periodismo militante y la libertad de expresión. Su crítica reside en que Matarife no es un documental y tampoco cuenta con medios de contrastación de la información que proporciona, además de que ella hace ciertos énfasis en la filiación de «izquierda» de Daniel Mendoza. Pero, al tiempo, Tatiana Duque parece respaldar la idea de que constitucionalmente hablando no se necesita la calificación de un juez para decir «matarife», «genocida», «asesino», «narco» si los calificativos están respaldados por evidencia «suficiente» para establecer razonablemente esa conexión.
El problema en realidad no es la existencia del periodismo militante. El problema tampoco es que el periodismo tome postura, aun cuando pose de «neutral» como mecanismo para encubrir sus agendas. El periodismo, así como los análisis de coyuntura, están situados, es decir, parten de perspectivas políticas más o menos declaradas o exacerbadas pero que ya están implícitas en las teorías y el lenguaje utilizado para entender y contar las realidades del momento presente. El periodismo, quiera o no, tiene una concepción sobre cómo es y cómo debería ser el mundo social.
De quién habla Matarife
Lo que se puede exigir entonces es que la serie Matarife sea razonable y coherente con fuentes fiables, que son numerosas. Como antecedentes de su principal protagonista, la propia Tatiana Duque recuerda la oscuridad del «círculo de Uribe, cada vez más condenado», un escrito de La Silla Vacía de 2015 hecho tras la condena de la Corte Suprema a tres altos funcionarios del gobierno Uribe por Yidispolítica: básicamente el escándalo ocurrido tras la comprobación de la compra de votos de congresistas para apoyar la segunda reelección de Uribe y modificar así la Constitución. En el círculo de condenados aparecen Bernardo Moreno, María del Pilar Hurtado, Jorge Noguera, Alberto Velásquez, Diego Palacio, Mario Uribe, Andrés Felipe Arias y Sabas Pretelt de la Vega. Jorge Noguera —exdirector del DAS— y Mario Uribe —exsenador— fueron condenados explícitamente por vínculos con narcoparamilitares. Recordemos asimismo las decenas de políticos condenados por parapolítica, los cuales, qué casualidad, hacían parte del bloque de poder, principalmente legislativo, del gobierno Uribe.
Matarife no está hablando, pues, de alguien precisamente impoluto y probo, sino de uno de los más importantes miembros de la clase dirigente que ha articulado su estructura de poder alrededor de la penetración en el Estado colombiano de la corrupción, el narcotráfico y el paramilitarismo, acoplados a la injerencia estadounidense y al funcionamiento periférico de la economía colombiana en el sistema-mundo. El que no haya sido condenado, no prueba la inocencia del matarife, sino justamente lo contrario: su producción continua de impunidad, de soberanía, de imposición de silencio a los vencidos, de poder —la aplicación de la Ley de Justicia y Paz sobre la desmovilización de los paramilitares es apenas uno de los tantos aspectos, aún en disputa, de la producción uribista de impunidad—. La cristalización de esta «situación estratégica compleja» hace que siga primando un relato hegemónico sobre el conflicto social armado: el de la sacrosanta lucha de Uribe, pacificador y salvador de la Patria, contra la amenaza terrorista, criminal y despolitizada de las guerrillas, principalmente las FARC. De ese modo se estructura políticamente el pasado, el presente y el futuro, pasando por encima de las incontables víctimas del régimen —que ni siquiera es nombrado como responsable—, ahora condenadas a la ignorancia o al olvido. Pero Matarife se atreve, de una forma novedosa, a cuestionar esa hegemonía sobre la memoria histórica.
La lucha política por la memoria
Esta producción de impunidad ha acaecido en procesos de paz como el sudafricano, habitualmente tomado como referente mundial, aun para el caso colombiano. El antropólogo Alejandro Castillejo, en un artículo intitulado La globalización del testimonio: historia, silencio endémico y los usos de la palabra hace una crítica a este proceso y sostiene que la reconfiguración histórica hecha por comisiones de la verdad produce silencios, los cuales también se han producido y reproducido en los medios de comunicación. En Sudáfrica, el silencio estuvo signado por la definición legal de víctima, vinculada con los que sufrieron «patrones de abusos de derechos humanos», sin ahondar en la responsabilidad del régimen racial-colonial del Apartheid que legitimaba la explotación y la dominación y que entre «1950 y 1960 […] hacinó el ochenta por ciento de la población en el diez por ciento del territorio nacional a través de un programa masivo de desplazamientos forzados». Esta parte del conflicto sudafricano fue condenada al silencio, la caracterización de la víctima no incluyó a los/as desplazados/as forzados y la Comisión diluyó la responsabilidad política de la sociedad que se benefició de la estructura del Apartheid. En ese orden de ideas, la memoria y el archivo son artefactos culturales que «consignan», «codifican», «organizan» y dan nombre a la historia de acuerdo con tendencias de procesos políticos. La memoria y el silencio son producciones políticas, son artefactos del poder político.
Por eso el uribismo, aunque sin necesidad de comisiones de la verdad, ha buscado imponer su relato legitimador. No otro es el rol de Darío Acevedo en el Centro Nacional de Memoria Histórica, célebre negacionista del conflicto armado y de su naturaleza política, ya en la época del uribismo 2.0 y del gobierno de la simulación de la implementación de los acuerdos de paz. Pero Matarife se atreve, desarrollando una perspectiva posible, a desafiar el silencio.
Es cierto que el primer capítulo es apenas un abrebocas de la serie y se puede quedar con cierta sensación de insatisfacción o frustración en términos de trama. Pero es valioso que siga abriendo nuevos campos de lucha política en torno a la disputa por la memoria histórica del conflicto social armado del país. El capítulo identifica élites políticas y económicas de procedencia rural que aprovecharon las transformaciones globales del capitalismo y, a través del narcotráfico, lograron posicionarse como nuevo bloque dirigente. En ese sentido, el paramilitarismo, como dice Jairo Estrada, ha funcionado como uno de los grandes brazos armados de este régimen financiarizado —neoliberal— y de economía de enclave basado en el despojo de tierras y el cierre del sistema político. Lo que el capítulo alcanza a vislumbrar del Club El Nogal respecto a las reuniones entre miembros de las clases dominantes para financiar cruentos proyectos paramilitares es que este proceso no se trató de ninguna anomalía o desviación, sino que ha sido parte crucial en la instauración y legitimación, con el uribismo como brazo político-estatal, del orden social vigente capitalista. La investigación sobre estos vínculos de las élites y la parte de la sociedad que se benefició del narcotráfico, las masacres y el despojo es parte fundamental para comprender el conflicto social armado.
La «naturaleza política» del atentado a El Nogal
Respecto a El Nogal, ha surgido la pregunta sobre si las FARC tuvieron justificación para hacer el atentado al club en 2003, el cual dejó 36 personas asesinadas, y para el que, en un acto de reconciliación con un grupo de víctimas, FARC pidió perdón en febrero de 2020. Pero esta pregunta no es tan interesante, pues dependerá de la consideración de cada quien por la extrema violencia guerrillera, que, como sabemos, terminó por favorecer y legitimar al bloque dominante de poder, dado que el militarismo guerrillero descuidó y en general perdió la lucha cultural por el consentimiento y la hegemonía.
Lo interesante es que a partir de Matarife se puede reconocer la «naturaleza política» del atentado, pues FARC aludió a estos vínculos de las élites con el paramilitarismo como móvil del ataque. En el evento de reconciliación citado, la propia Bertha Lucía Fríes, «representante de un grupo de víctimas del atentado», pidió a la JEP «la verdad» sobre las relaciones entre miembros del club El Nogal y organizaciones paramilitares.
En 2003 hubo, en consecuencia, una disputa por el orden social vehiculizada a través del terrorismo, lo cual está muy lejos de la idea uribista de entender a las guerrillas como meros criminales narcotraficantes preocupados por mantener sus rentas —el uso de métodos criminales no desdibuja per se la «naturaleza política» de las acciones insurgentes, como recoge la relatoría de Víctor Moncayo sobre los informes de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (CHCV)—. Este reconocimiento político puede alumbrar mucho más a la población colombiana sobre las causas estructurales del conflicto y ha sido una conquista que la mayoría de informes de la CHCV, a diferencia del caso sudafricano, haya explicitado esas causas.
No queda más que agradecer a la serie Matarife por abrir nuevas preguntas, por desafiar los sentidos comunes, crear un trabajo audiovisual de «consumo» masivo y seguir luchando contra la hegemonía uribista hoy vigente.
Por recordarnos críticamente a Mancuso hablando en el Congreso de la legitimidad de su movimiento a pesar de y merced a la producción de impunidad, favorecida estructuralmente con el proceso de desmovilización de Justicia y Paz. Por recordarnos cómo el poder lo aplaudía.
Matarife, como la poesía de Gabriel Celaya, es un arma cargada de futuro.
Gracias por romper los silencios.