Claro que existen conspiraciones, y el capitalismo vive de ello. Nada más la plusvalía es la mayor conspiración de un puñado de familias para enriquecerse a costa del trabajo de millones de seres humanos.
Los poderes asociados al capital se han valido hoy y siempre de las conspiraciones para mantenerse y perpetuarse, y sabemos también que se han inventado enfermedades, que han generado desastres «naturales» y que invierten millones y millones de dólares para investigar cómo cualificar y cuantificar los niveles de dominación. En ello no hay nada nuevo. Las guerras, las medidas económicas, las leyes que decretan desde las élites para garantizar que su sistema funcione, son parte de ese abanico, y los medios corporativos de comunicación son uno de los mejores instrumentos para naturalizar tal orden, ya sea tergiversando los hechos o informando solo aquello que convenga informar.
Las guerras imperialistas del siglo XX, las invasiones una tras otra por parte del Pentágono y sus gobiernos corporativos inventando la existencia de armas nucleares o los ataques de bandera falsa; las crisis económicas que crea el capital para reciclarse a costa de mayor miseria para la gente, son claras muestras de cómo conspirar es un elemento crucial para ejercer la política desde los poderes globales, negar esto es ir contra las más elementales evidencias que la historia nos arroja.
Pero existen grandes riesgos en asumir que todo, absolutamente todo lo que sucede en el mundo de la vida, obedece a una conspiración, que todo aquello que sucede en las sociedades regidas por el capital está finamente planeado y calculado por un séquito de ancianos que ni siquiera se sabe de ellos, y que, incluso aquello que aparece como oposición al modelo es parte del mismo gran teatro.
En primer lugar, esa lógica vende la idea de lo infalible, que el poder del capital es indestructible porque todo, hasta las resistencias, hacen parte de una gran conspiración, como cuando a principios de este siglo algunos se aventuraron a decir que el surgimiento de gobiernos progresistas y de izquierda en Nuestra América, eran parte de la estrategia del imperialismo norteamericano para refrescar sus políticas en su «patio trasero» y luego deslegitimar las alternativas para volver con más fuerza. Esa perspectiva conspiranoíca en exceso, niega en si misma a la dialéctica, y por tanto, niega la lucha de clases, asume que por más que hagamos, ellos, los que mandan, siempre tienen el as bajo la manga, que no se equivocan, que nunca les falla el análisis y que está todo tan perfectamente diseñado, que su Poder es inmodificable. El Capitalismo así, es una suerte de Dios contra el cual no hay mucho por hacer.
Verlo todo desde ese plano y repito, la conspiración es parte de la lucha por el Poder (sea para mantenerlo o derrocarlo), niega que existe el azar, que el terreno de la lucha política más que un engranaje mecánico en que todo encaja y nada sufre variaciones, es un gran juego de ajedrez en el que los jugadores se equivocan, engañan y ganan, se distraen y pierden.
Por otra parte, la excesiva circulación de teorías de la conspiración, generalmente flojas en cuanto a sus soportes comprobables, suelen tener el efecto de distraer, desviar la atención crítica, engolosinar a la gente con explicaciones que, en muchos casos, contribuyen a fortalecer el discurso de las élites que acusan al pensamiento crítico de manipulador, mentiroso y falto de rigor. Esa manía por querer reducir todo hecho político, cultural, social, a la «lógica» de la conspiración, aún por encima de las evidencias, termina produciendo el efecto contrario a lo que dicen hacer sus pregoneros: abrir los ojos.
De allí se deriva un tercer riesgo que es la proliferación de una noción mesiánica, salvadora, dónde hay unos iluminados que son tan hábiles para desentrañar conspiraciones en cualquier fenómeno de la vida política de una sociedad, gente que nos trae la verdad —como los evangelizadores los domingos en las puertas de nuestros hogares—. Para la mayoría de ellos los demás estamos ciegos, embelesados en análisis y debates y en prácticas insulsas. Con lo anterior se fomenta la pérdida de una mirada colectiva, pues ya no se trata de interpretar la realidad desde herramientas y repertorios teóricos y prácticos para su transformación, como producto de un diálogo de saberes y construcciones comunes de quienes anhelamos otro mundo posible, sino que esa «realidad» surge como revelación de la mente, o como estudio ermitaño, de una lúcida persona que desde su condición individual ha descubierto toda la verdad. Por ello es común ver, que los principales exponentes de las teorías de la conspiración son personas ajenas a procesos colectivos, que los niegan o reniegan de ellos, y denotan un gran esfuerzo por vendernos la idea que todo es una gran trampa y que no hay mucho por hacer más que, aquí va de nuevo, «abrir los ojos». Una noción arrojada al vacío que no ofrece posibilidades para la acción concreta.
Hoy por ejemplo muchas voces sugieren que la pandemia del Covid-19 ni es pandemia, ni es fortuita, que es una conspiración más. Habría razones para darle validez a esa interpretación, pues es sabido que hay miles de virus y bacterias creadas en laboratorios para generar todo tipo de efectos. Las acusaciones de militares Chinos al gobierno de Donald Trump, y este a su vez señalando a los Chinos de ser los creadores del virus, contribuyen a aclimatar esa narrativa de la conspiración. Sin embargo, no existen hoy elementos concluyentes para afirmarlo como una verdad indiscutible, más allá que es conocido, por lo menos en algunos ámbitos, que la disputa por la hegemonía global se vale de todos los métodos posibles e inimaginables. Apelar a antiguas conspiraciones para decir que la de ahora es la mayor de todas las conspiraciones para instalarnos un chip, o para reducir la población mundial de adultos mayores «pensionables» o para vendernos una nueva tecnología de interconexión digital, es un argumento que no hace irrefutable esa idea, pero que además desconoce que los mecanismos que el capital crea y recrea permanentemente para ubicarnos, controlarnos, aumentar sus tasas de ganancia mientras evade garantías sociales y para introducirnos en el consumismo exacerbado que nos desconecta de la realidad tal cual, son diversos y se naturalizan desde la normatividad burguesa, los Mass Media, y desde la reproducción cotidiana de su modelo de acumulación en cada una de nuestras prácticas.
Valdría la pena considerar que sea o no un virus creado, la astucia del poder del capital consiste en sacarle provecho a cualquier situación (fortuita, creada o como resultado de distintos factores). Por eso, se aprovecha esta emergencia actual para imponer cambios en el orden mundial, para condicionarnos a nuevas y tecnificadas formas de control y dominación, que son a su vez formas de mercantilización (como las tecnologías 5G), para cambiar las dinámicas productivas en favor de mayor acumulación de riquezas, como implementar el teletrabajo, la educación virtual y las teleconsultas en salud como formas de precarización laboral, educativa y de salud pública, así como también se convierte en el escenario propicio para desactivar las luchas por las transformaciones y confinar las resistencias. No necesariamente el contexto actual fue pensado, diseñado y ejecutado hasta en su mínimo detalle; el asunto es que quienes ostentan el dominio global en favor del capital tienen la capacidad de actuar sobre la realidad concreta, sobre la que es y se va dando en el caminar; cosa muy distinta a quienes queremos transformar el orden de las cosas y seguimos creyendo que la realidad debe ajustarse a nuestras bases teóricas para poder transformarla.
Hoy, ante lo que viene siendo la derrota cultural e ideológica de las izquierdas en la disputa del sentido, requerimos retomar el espíritu y la esencia del Pensamiento Crítico, construir capacidad colectiva como esencia de lo que significa edificar la noción «Pueblo», para que, los vientos transformadores que se resisten a ser simple brisa no se ahoguen en la desesperanza y las falsas ideas que estamos ante un enemigo invencible, imperturbable, todo poderoso, que es capaz de un control absoluto. El sistema tiene grietas, lo sostienen y lo recrean también personas de carne y hueso, aunque bastante inhumanas, pero no es un ente infranqueable que todo lo ve, aunque lo pretenda. Cómo dice mi amigo Felipe Marín «el pensamiento crítico es la clave para que el poder no nos embobe con explicaciones falsas mientras nos roba”.