El papel de los intelectuales en Colombia

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Hace algunos días, tuvimos el deleite de leer el artículo del escritor colombiano Mario Mendoza para la revista Cambio. Dicha producción, podemos sintetizarla en una monserga plagada de recursos estilísticos, propios del oficio literario, los cuales, en una labor desafortunada, tratan de centrarnos en una crítica sosa y vacía al gobierno de turno.

 Quizá Mendoza, al mejor talante de los intelectuales de antaño, enfila sus líneas en un discurso contracorriente y marginal, emulando los patéticos personajes que construye en sus novelas. Este segmento de pseudointelectuales, que reptan en alocuciones grisáceas, o como mejor los conocemos en el teatro nacional, los tibios, son aquellos actores camaleónicos que cómodamente asientan sus críticas y visiones de mundo, en una bella oficina con biblioteca, galardones y títulos de prestigiosas universidades como telón de fondo. Izquierdas o derechas para ellos son lo mismo. 

La táctica es simple: independientemente de las desgracias históricas por las que ha atravesado nuestro territorio, seguiremos tratando de ubicarnos en lo inexistente, en aquel grado cero que alguna vez formulara Roland Barthes y que inexorablemente nos indicará su inviabilidad. En este sentido, ¿Cuál vendría a ser el propósito de los intelectuales en Colombia? Al parecer, simplemente asumirse como académicos tradicionales, ciudadanos del mundo, cercanos a los vetustos capitales cotidianos, representados por élites insensibles, que lanzan sus opiniones a aquellos exclusivos ciudadanos que van al club, ávidos de consumir experiencias culturales por Europa y sus alrededores. En pocas palabras, no nos representa el populacho, ni somos aquel rico de dudosa procedencia. Somos lo que esta sociedad colombiana ordinaria y decadente necesita.

Esta inutilidad del intelectual colombiano, ese que figura en los medios y posee arduos deseos de gobierno, nos recuerda a aquella práctica mal interpretada por los estudiosos de la edad media y conocida como auctoritas. Estos presuntos y modernos bendecidos por el conocimiento, con la autoridad ético-moral de señalar el buen camino a un pueblo maldecido por el mal gusto y la ignorancia, son quienes nos guiarán por un nuevo pasaje a sociedades más igualitarias, que luego los idolatrará como a aquel Prometeo dador de la bendición del fuego. 

Como lo planteara el semiólogo Umberto Eco en su obra La Estrategia de la Ilusión, “La práctica del recurso a la auctoritas es un aspecto de la cultura medieval que una óptica laica, iluminista y liberal nos ha llevado, por un exceso de obligada polémica, a juzgar mal y a deformar. El estudioso medieval aparenta siempre no haber inventado nada y cita continuamente una autoridad precedente. Serán los padres de la Iglesia oriental, será Agustín, serán Aristóteles o las Sagradas Escrituras o estudiosos del siglo anterior, pero jamás debe sostenerse nada nuevo, si no es haciéndolo aparecer como ya dicho por algún predecesor. Si lo pensamos bien, es lo opuesto de lo que se hará desde Descartes hasta nuestro siglo, en que el filósofo o el científico de valía son exactamente aquellos que hayan aportado algo nuevo (lo mismo vale para el artista desde el romanticismo o, quizá, desde el manierismo en adelante)”. (Eco 102).

Este ejercicio de vender humo, aquel que ponen en pericia nuestros modernos intelectuales, como un guión pobremente escrito, en defensa de los valores tradicionales y con la intención de depreciar lo progre, tildándolo de prácticas carentes de argumentos epistemológicos, científicos y novedosos, es un brillante recurso que tristemente los ha encumbrado en hombros de gigantes para una gran parte de incautos transeúntes. 

El capital cultural les ha servido para mantener su trono. El confunde y reinarás, aún los sigue invistiendo con ese manto de clarividencia y lucidez que claramente los ha catalogado como los únicos seres cerebrales con la capacidad de enderezar el camino, después de décadas de inepta tradición intelectual en Colombia. Este delirio renacentista e ilustrado colombiano del cual padecen algunas mentes, es el reflejo de una simple pulsión capitalista. El ejercicio de poder, en el terreno nacional, no solo lleva una tensión egoica, sino un deseo explícito de control burgués. Las relaciones de poder y economía, a su parecer, no pueden estar ligadas al equilibrio social. Nos encontramos pues, frente a una de las relaciones más desafortunadas en la historia nacional: una intelectualidad al servicio de los grandes capitales. 

La matriz mediática ha vinculado perfectamente las dos caras de la moneda. Por un lado, los medios tradicionales se encargan de alimentar la estupidez de sus consumidores, mientras los cacaos, aquellos que promulgan la voz del intelecto y la crítica argumentativa, por citar un ejemplo la revista Cambio en la cual se consigna el artículo de Mario Mendoza, atrae a sus huestes de tibieza, individuos considerados dignos de dicho imprevisto. 

Referenciando nuevamente a Umberto Eco, a razón del fenómeno de la televisión: “en contacto con una televisión que solo habla de sí misma, privado del derecho a la transparencia, es decir, del contacto con el mundo exterior, el espectador se repliega en sí mismo. Pero en este proceso se reconoce y se gusta como televidente, y le basta. Vuelve cierta una vieja definición de la televisión: “Una ventana abierta a un mundo cerrado” (Eco 213). Sin lugar a dudas, los medios y en términos generales la producción cultural, intervienen en la construcción particular. 

La polarización acaecida en un país como el nuestro, en gran medida se emplaza en la lógica individualista del sustrato intelectualoide. Que cómodo y práctico resulta ser un erudito de la élite colombiana, lanzar expresiones ambiguas al estilo Fajardo, sosteniendo simplemente una pose que no me aleje de mis beneficios y con la firme certeza que Daniel Coronell abogará por mí en su revista Cambio, llenar estanterías en tiendas de cadena con novelas genéricas al estilo Mendoza, hacerme el cómico como el triste payaso de Daniel Samper o simplemente mostrar mi incompetencia en un ministerio de educación como Alejandro Gaviria, suspirando y refunfuñando por la inalcanzable presidencia. 

Basta con echar mano a un libro tan controversial como La Biblia, para toparnos con lo siguiente: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo (Apocalipsis 3: 15-17). Esperemos los vomitivos para el próximo 2026.

REFERENCIAS

  • Eco, Umberto (2012). La estrategia de la Ilusión. Editorial de Bolsillo, Barcelona