Es interesante que en las protestas convocadas por el Uribismo contra el actual gobierno, en Medellín se haya atacado la escultura de la paloma de la paz. El símbolo fue llevado por Juan Carlos Upegui, precandidato a la alcaldía de la ciudad. Un ejercicio que, en teoría, sería un acto de «reconciliación», en realidad fue leído como una provocación —francamente, es difícil que pueda ser leído de otra forma—, más allá de eso, lo curioso es ver cómo la paloma se constituyó en el saco de boxeo de la rabia uribista.
Pero, en tanto símbolos, ¿qué tan homologables son la paloma de la paz con la imagen de Uribe?
En un trino una persona afirmaba: «¿Era necesario llevar un símbolo que ellos no quieren ni se sienten representados por él? Es como si ayer nos hubieran llevado a la marcha una cara gigante de Uribe o algo así. Y ojo que no estoy defendiendo la violencia de hoy, pero lo suyo sí me parece un show innecesario». Pero, en tanto símbolos, ¿qué tan homologables son la paloma de la paz con la imagen de Uribe?
Dejando de lado el civismo ramplón que simplemente se limita a juzgar moralmente el ataque sobre objetos e infraestructura en el marco de la protesta social, la acción resulta interesante si se analiza desde el punto de vista simbólico. Si bien es cierto que en protestas convocadas por la izquierda, ciertos sectores también buscan destruir objetos e infraestructura, es preciso señalar que el punto de mira es distinto en uno y otro caso.
Pero lo que se escapa a esa lectura es la representación de cada objeto de destrucción.
Este tipo de civismo, frecuente tanto en las interpretaciones de los opinadores de grandes medios, como en las discusiones interminables de redes sociales, asume que de lo que se trata es de señalar lo común en ambas expresiones de rabia social: la destrucción. En ese terreno tiende además a equipararse lo que se sitúa como extremo: de un lado el uribismo, desde la orilla derecha, y del otro las versiones radicalizadas de la izquierda.
Pero lo que se escapa a esa lectura es la representación de cada objeto de destrucción. En las protestas convocadas por los sectores de izquierda, algunas personas y grupos dirigen su indignación contra los cajeros y edificios de grandes bancos, expresión simbólica de la usura y el capital financiero; estatuas coloniales o, en algunos casos, de la élite criolla, que vendrían a reproducir la imagen de la colonialidad del poder y de la forma racista, clasista y centralista de la configuración republicana; o bien, contra la infraestructura de instituciones autoritarias.
En el caso del ataque a la paloma de la paz por parte de un segmento de la movilización uribista en Medellín, el componente simbólico es evidente. Se podrá decir que es a la versión de paz del actual gobierno, aunque es bien sabido que la ideología uribista reposa sobre dos ejes fundamentales: la guerra y la persecución contra un enemigo interno —si es de izquierdas y empobrecido, mejor—, siendo estos los motores movilizadores de pasiones políticas.
Más allá del debate sobre el respeto o no a las esculturas y edificaciones, es innegable que no se trata solo de una interpelación a cosas sin vida, sino a objetos sobre los que recae fuerza simbólica o que son expresión de algún mensaje o discurso. Los seres humanos asignan una carga simbólica a los objetos desde hace millones de años, por lo que tumbar una estatua es procurar tumbar a su vez una representación social sobre una mentalidad, una hegemonía específica o una apuesta social de pasado o futuro.
Se podrá decir que la paloma es a la versión de paz del actual gobierno
Atacar la escultura de la paloma de la paz es, en este caso, atacar una apuesta de futuro. Es una metáfora en la que se reivindica la comodidad de lo conocido, como la revancha, la violencia política, la eliminación del oponente y el desprecio por la vida, para enarbolar, de nuevo, la ideología que sustenta la célebre frase «no se va a negociar, plomo es lo que hay, bala es lo que viene».
La diferencia entre los objetos de destrucción es explícita: de un lado se impugna la representación de lo opresivo, explotador o autoritario; y del otro se cuestiona un discurso dirigido a la defensa de la vida —más allá de los debates existentes en torno a las ideas y los estudios de la paz—.
La derrota —temporal— de la hegemonía uribista no es la derrota de la mentalidad uribista, y las movilizaciones pasadas con sus acciones son una evidencia de eso. Teniendo en cuenta esto se abre una segunda pregunta —distinta pero conectada a lo simbólico de los actos— sobre cuál es el tiempo o el mejor momento para hacer demostraciones de fuerza, o para medir el aceite —como se dice coloquialmente—, y sobre qué se debe hacer antes de volver a convocar movilizaciones de respaldo al gobierno, dado que contarán con la respuesta inmediata y masiva del discurso de odio del uribismo, normalizado, muchas veces, por los grandes medios corporativos de comunicación.