Esta columna es el resultado de algunas reflexiones que se han tejido en mi mente a partir de tres productos audiovisuales con los que he tenido contacto en el último mes. Iniciaré explicando cuáles son y en qué consisten. Finalizaré argumentando por qué tienen un vínculo con la exclusividad y qué reflexiones se pueden suscitar de este vínculo.
El resultado de esta obsesión con la perfección ha sido una frustración que elimina sus deseos de vivir.
La primera producción es el Menú (2022), una película dirigida por Mark Mylod y escrita por Seth Reiss y Will Tracy. La película transcurre en una isla en la cual tendrá lugar un menú experiencia, exclusivo para ricos que pueden pagarlo. No obstante, por razones que se van visibilizando a lo largo del film, la experiencia termina siendo aterradora para los comensales. Sin entrar en detalles sobre la trama, lo importante aquí es que la razón principal que desencadena los acontecimientos terroríficos gira en torno al problema sobre las aspiraciones de perfección y su relación con la pérdida de la pasión. El chef encargado de crear la experiencia ha perdido su energía vital, el motor de su vida y su pasión, debido a que el público para el cual trabaja nunca está conforme. A pesar de que ha enfocado su carrera en lograr la perfección, sus comensales nunca están satisfechos. Esta insatisfacción y esta inconformidad han generado en el chef una obsesión con la perfección, cuyo resultado ha sido una pérdida de la alegría que genera cocinar con amor y ver cómo el otro disfruta de ese amor a través de la comida. El resultado de esta obsesión con la perfección ha sido una frustración que elimina sus deseos de vivir.
Esto implica que no les interese el bienestar colectivo. Es una clase que, entonces, se define a partir de la carencia del otro: lo que me hace parte de la élite y mantiene mi estatus es que el otro no acceda a lo que yo tengo.
El segundo vídeo fue publicado por la Revista Cambio en su canal de YouTube. Se trata de la columna audiovisual de Carolina Sanín titulada “Colegios privados y vulgaridad de élite”. En este vídeo, Sanín argumenta que una característica de la élite colombiana es que no entienden lo público como algo que nos pertenece a todos, sino como algo que borra las fronteras de clase. Debido a que su aspiración es demarcarse de los otros, de las mayorías, la clase alta en Colombia no desea lo público ni desea derechos para todos, porque la privatización les permite reafirmar su exclusividad y su diferencia con respecto a la mayoría. Esto implica que no les interese el bienestar colectivo. Es una clase que, entonces, se define a partir de la carencia del otro: lo que me hace parte de la élite y mantiene mi estatus es que el otro no acceda a lo que yo tengo.
Por último, la tercera producción fue un reportaje publicado por DW sobre Stephen King y por qué no ha ganado (ni va a ganar) un nobel. En este vídeo se plantea la pregunta sobre cuáles son las razones por las cuales un autor amado por el público ha ganado un nobel. Como en su momento King señaló: parte de la molestia de los críticos es que su literatura es popular, es para las mayorías. Por lo tanto, aquí hay un problema que tiene que ver con la cultura popular. Aunque un autor prolífico como Stephen King tiene obras más complejas que otras (algunas incluso le han valido una evaluación positiva de algunos críticos), es un hecho que su literatura ha sido pensada para un público masivo. Ellos son sus consumidores y los causantes de su cuantiosa fortuna.
el valor radica no en lo que es en sí mismo, sino en el hecho de que los demás carecen o no tienen acceso a eso.
Hay un elemento en común que destaca en las tres producciones descritas anteriormente: la exclusividad. Los tres vídeos evidencian y critican una relación entre calidad y exclusividad: la consideración de que lo mejor, lo que cumple con los más altos estándares, es aquello a lo cual tienen acceso pocos. Los menús experiencia, la literatura que no es interesante ni comprensible para todo el mundo y una piscina en un club de élite en Bogotá son valiosos porque a estos sólo tienen acceso unos pocos: los que pueden pagarlo, disfrutarlo y entenderlo. Por lo cual, el valor radica no en lo que es en sí mismo, sino en el hecho de que los demás carecen o no tienen acceso a eso.
La definición de lo valioso, lo que sí cuenta, lo que es relevante responde a las relaciones de poder: son los privilegiados quienes definen, según sus estándares y conveniencias, los criterios de selección.
La relación entre la exclusividad y el poder se hace latente cuando nos percatamos de que son justamente aquellos adinerados que pueden acceder a lo exclusivo, quienes definen los estándares de calidad en la comida, en las experiencias y en la literatura. ¿Por qué la calidad de una obra literaria reposa en la utilización de un léxico complejo y figuras retóricas incomprensibles, en lugar de una historia interesante que te enganche y te emocione?, ¿por qué la calidad de un plato de comida radica en lo selecto de sus ingredientes y no en que te llene y te otorgue placer? La definición de lo valioso, lo que sí cuenta, lo que es relevante responde a las relaciones de poder: son los privilegiados quienes definen, según sus estándares y conveniencias, los criterios de selección. Por ende, es entendible que sus estándares sean los que no interesan a las mayorías o a los que no pueden acceder, y que permiten reafirmarse como clase: nosotros, los exclusivos, sí tenemos buen gusto y tenemos acceso a lo mejor.
La equivalencia mayorías=inferior produce un desprecio por lo mayoritario que se traduce en un desprecio a quienes pertenecen a lo mayoritario. Nuestros gustos, nuestra vida cotidiana, nuestras posibilidades, nuestro entretenimiento, nuestras acciones pertenecerán al lugar de lo inferior y, por ende, de lo despreciable.
Por lo anterior, estoy convencida de que el deseo de exclusividad sólo puede sostenerse con base en la injusticia social y la desigualdad. Esta relación entre calidad y exclusividad permite la reproducción de la desigualdad en términos culturales. Es decir, que se defina lo mejor como aquello a lo cual acceden pocos y que se señale lo de menor calidad como aquello a lo que accede la mayoría implica la construcción y reproducción de un imaginario en el cual lo de las mayorías es inferior/malo. La equivalencia mayorías=inferior produce un desprecio por lo mayoritario que se traduce en un desprecio a quienes pertenecen a lo mayoritario. Nuestros gustos, nuestra vida cotidiana, nuestras posibilidades, nuestro entretenimiento, nuestras acciones pertenecerán al lugar de lo inferior y, por ende, de lo despreciable. Y como somos lo que hacemos, nosotros resultamos siendo lo despreciable: aquello que carece. Porque si no nos gusta el menú experiencia, el problema no está en el menú experiencia, sino en que carecemos del gusto avanzado que se requiere. Si rechazamos un libro aplaudido por la crítica, el problema no es el libro, sino que somos muy ignorantes para entenderlo. Y así sucesivamente.
Si queremos fortalecer lo público, tenemos que combatir este gran monstruo que es el deseo de diferenciarme del otro a partir de la carencia del otro.
En conclusión, esta relación entre calidad y exclusividad me resulta problemática, porque se fundamenta en la desigualdad social y porque la reproduce en términos culturales al definir lo del pueblo como inferior, carente y, por ende, indeseable. Lo exclusivo no necesariamente es mejor, pues bajo otros estándares serían calificados negativamente (por ejemplo, si evalúo un menú experiencia por su capacidad para satisfacer mi estómago, terminaría calificado muy mal, pues esas degustaciones no llenan -que en principio es el objetivo de la comida-). Pero el problema va más allá de esta supuesta relación necesaria, que en realidad es parcial al ser definida por las relaciones de poder: el centro del asunto es que sostener la exclusividad como una virtud reproduce las desigualdades sociales, el desprecio a la cultura popular y, por ende, el desprecio al pueblo. Esto es lo que se traduce, como señala Sanín, en un desprecio hacia lo público, un entendimiento de los derechos como privilegios y un deseo de privatización que mantenga al pueblo en condiciones de marginalidad y accediendo a lo peor (ya que se traduce lo de las mayorías como lo peor, terminan en efecto dándonos lo peor: el peor sistema de salud, los peores parques, los peores servicios públicos, etc.). Si queremos fortalecer lo público, tenemos que combatir este gran monstruo que es el deseo de diferenciarme del otro a partir de la carencia del otro. Construir una sociedad más justa implica que mi bienestar no se defina a partir de que el otro carezca. En definitiva, la cuestión es lograr una reafirmación no comparativa, donde lo que se persiga sea el bienestar colectivo. Seguramente, con esta negación a alcanzar la perfección para mantenerse en el campo de lo exclusivo no perderemos la vitalidad ni la pasión que trae consigo la dicha del otro (y que El Menú retrata de manera ejemplar).