Queremos compartir un extracto de “escribiendo historias” de James Petras, en el que se relatan experiencias de vida en diversos momentos históricos, que van marcando el andar y definiendo políticamente nuestro accionar de acuerdo a esos azares coyunturales.
Petras es un estadounidense de ascendencia griega, que se caracteriza por su trabajo académico y militante en diversos países; bien podría explicarnos teórica y vivencialmente el arduo trabajo de Cuba tras la revolución, el proceso de gobierno del Presidente Salvador Allende por Chile, las resistencias por el territorio en el Medio Oriente y actualmente la importancia de defender Venezuela como pueblo que se enfrenta desigualmente a una guerra de diversas tonalidades imperiales.
Esperamos que el fragmento que compartimos a continuación, sea una excusa para acercarnos y seguir indagando en sus textos sobre las reflexiones que realiza en torno a Estados Unidos, en la construcción como imperio y las políticas que ejerce en contra de nuestros pueblos.
NERUDA EN COLOMBIA
Acostumbrábamos a ir a la Peña de los Parra, un pequeño café bar de Violeta Parra y su familia. Más tarde, periodistas y sociólogos la convirtieron “en un legendario lugar de reunión de escritores y artistas” en el habitualmente serio Santiago. En los años sesenta, la Peña se llenaba los fines de semana pero era un lugar tranquilo para juntarse y conversar con una botella de vino y empanadas, por un dólar.
Una noche nos encontramos con Manuel Rojas, un escritor chileno, anarquista. Mientras conversábamos, Violeta tocaba la guitarra y cantaba con su triste y áspera voz. “Sólo el amor con su ciencia, nos hace tan inocentes…”. Bebimos y le pregunté a Manuel Rojas qué pensaba de Pablo Neruda. “Es un gran poeta, políticamente somos de mundos distintos”, dijo. Luego se rió. “Pero tiene una influencia inmensa no sólo en los intelectuales sino en la gente común y corriente en toda América Latina”. “Eso no es habitual”, comenté. “Pero es verdad. Déjeme contarle una historia que puede ser verdadera o falsa, pero es muy probable que haya sucedido. Según yo sé la historia, Pablo viajaba por Colombia a donde había sido invitado para una serie de recitales. Viajaba en bus. Una tarde, ya oscurecido, pasaron por un camino rural a través de una tupida floresta, cuando un grupo de campesinos hizo parar el vehículo. Estaban armados con machetes y unos pocos tenían rifles de caza. Ordenaron que bajaran todos los pasajeros. Uno de ellos se fijó en el majestuoso Neruda y se le acercó: “Usted, ¿cómo se llama?”. “Neruda, Pablo Neruda”, dijo éste nerviosamente. En los ojos del campesino brilló un relámpago de sorpresa. “¿Tiene algo que ver con el poeta chileno?”. Pablo sintió un inmenso alivio. Por un momento había visto relumbrar los machetes a la luz del sol agonizante. “Yo soy chileno y escribo poesía”.
Una gran sonrisa iluminó la cara del campesino “Qué oportunidad. Me gustaría mucho que usted aceptara ser nuestro huésped esta noche. Y si fuese posible nos gustaría escuchar algunos de sus poemas”. Pablo sonrió suavemente. “Por supuesto, si así lo quieren… Pero ¿cómo voy a llegar a Bogotá?”. “No se preocupe. Encontraremos otro bus. Si es necesario expropiaremos uno”. Pablo siguió a los campesinos en la jungla mientras el jefe conversaba con el chofer del bus. “Esperarán”.
Esa noche hubo cena de pollo asado y aguardiente. Pablo fue el invitado de honor sentado al centro de una larga mesa.
Hacía calor y estaba sudando. Podía ver la improvisada plaza, repleta. Familias enteras, madres con sus criaturas, abuelas de rostros cansados, adolescentes y, por supuesto, campesinos y campesinas con ropas de trabajo. Sólo unos pocos habían alcanzado a ponerse blusas y camisas limpias.
Allí, bajo una ampolleta, parado en una plataforma improvisada, fue presentado. Pablo como “el famoso poeta chileno que había venido a recitar sus poemas a Colombia y ha aceptado estar con nosotros esta noche”.
Pablo levantó levemente las cejas. Miró sobre un mar de rostros. La plaza de la aldea estaba abarrotada. Las caras se extendían lejos en la noche. Ésos eran los indios explotados sobre los que había escrito.
Empezó a recitar de memoria porque no tenía sus libros. Su voz resonaba con firme cadencia en la oscuridad. La gente escuchaba concentrada, rostros quemados, miradas que brillaban en la noche. Pablo recitaba Alturas de Macchu Picchu.
“Mírame desde el fondo de la tierra
labrador, tejedor, pastor callado:
domador de guanacos tutelares:
albañil del andamio desafiado:
aguador de lágrimas andinas:
joyero de los dedos machacados:
agricultor temblando en la semilla…”
Entonces se detuvo, la memoria le fallaba en medio de silencio de esta aldea abandonada en la selva.
Su anfitrión, el campesino, el que había parado el bus enarbolando el machete se puso entonces de pie y prosiguió con voz clara:
“Alfarero de tu greda derramado:
traed a la copa de esta nueva vida
vuestros viejos dolores enterrados.
Mostradme vuestra sangre y vuestro surco,
decidme aquí fui castigado,
porque la joya no brilló o la tierra
no entregó a tiempo la piedra o el grano;
señaladme la piedra en que caísteis
y la madera en que os crucificaron…”
Pablo sonreía tranquilo, gratificado. Todos se abrazaron. Subió al bus y miró por la ventanilla. Los campesinos agitaban los brazos saludando entre sonrisas.
Pablo murmuro: “Adiós compañeros” y el bus se puso en marcha.
Publicado el 25 de abril de 2019.
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Por: Aleja Vargas. Amiga de la casa hekatombe.