El día en que me fui de casa, era cinco de febrero del dos mil quince, primera vez que iba a vivir sola, había logrado unos ahorros para comprar un apartamento, quería independizarme, ser libre y seguir al pie de la letra lo que decía Virginia Woolf en su ensayo Una habitación propia que “una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir” pero, como al Quijote que, de tanto leer novelas de caballería se enloqueció, a mí me pasó lo mismo, pero leyendo a la Woolf.
Un apartamento en el sexto piso. Un conjunto cerrado. La vida moderna, las casas que son como cajas de fósforos.
El día de la mudanza, las maletas estaban en la puerta, eran cinco bolsas de ropa, un closet, tres bibliotecas, doscientos libros, cientos de papeles, algunas bufandas, una cama vieja y un computador. Me faltaban cajas por organizar, pero no podía ir rápido, no era fácil, quería llorar. Recogí los papeles de la universidad, del posgrado, el pregrado, los empaqué en bolsas trasparentes para no revolverlos. Aparecieron papeles por todos lados, los más recientes los organicé en una caja con el nombre urgentes.

Los documentos sumaban cuatro cajas, sentía pesadez, había hecho resto de cosas: proyectos, cursos, estudios, viajes, trabajos, etc., los papeles de la universidad se mezclaban con los papeles del trabajo, llevaban consigo una parte de mi vida, una emoción pasada, un impulso vital; estaban en desorden, desde lejos solo parecían cajas y no emociones, recuerdos, esfuerzo, llanto… Al fin, terminé de empacar, me subí al camión y me sentí en una película, estilo road movie. Luego, de una hora de camino, llegué a mi nueva casa. Un apartamento en el sexto piso. Un conjunto cerrado. La vida moderna, las casas que son como cajas de fósforos. Mi papá y sus ayudantes descargaron todo. Yo apenas subí algunas cajas livianas, era tarde, la noche había llegado, ellos se marcharon.
Ese era el inicio de la vida adulta, el esfuerzo cotidiano por convertirme en lo que soñaba, la habitación propia que tanto había leído en Virginia Woolf, el camino de aprendizaje para ser libre y alta como un pájaro.
Me quedé sola con mis cajas y mi desorden. Era la primera noche lejos de casa, no sé por qué sentí miedo, no tenía comida, ni vasos, ni platos, ni teléfono, ni internet ni citófono. Tenía una cama armada, el apartamento grande, las paredes blancas y el espacio vacío. Pensé, así que esto era independizarse: la muerte. Abrí los ojos y encontré que estaba sola en el apartamento, tenía al abuelo enfermo, el noviazgo roto, el trabajo a punto de perder ¿para qué había venido a ese lugar? ¿para qué quería ese apartamento? ¿por qué quería ser una soltera independiente? Ese era el inicio de la vida adulta, el esfuerzo cotidiano por convertirme en lo que soñaba, la habitación propia que tanto había leído en Virginia Woolf, el camino de aprendizaje para ser libre y alta como un pájaro. Desde entonces han pasado ocho años, me acomodo en mí cuarto para vivir y las palabras de la Woolf me siguen resonando “Como mujer no tengo patria, como mujer no quiero patria. Como mujer, mi patria es el mundo”.