En la columna pasada, publicada en esta revista, señalábamos la importancia de resolver las «contradicciones internas» entre Unees y Acrees para triunfar en la lucha política por la financiación de la educación superior pública. Si se quiere constituir un movimiento estudiantil —articulado a nivel nacional—, decíamos, tenía que superarse la etapa del «activismo estudiantil», el cual se ha caracterizado por ser coyunturalista, contestatario, politiquero y estar amenazado por la despolitización que genera el exceso de representación o de «usurpaciones de la representación». Así pues, veíamos en la Unees —que en sus comunicados ha resaltado el carácter pacífico de la protesta— el primer intento serio de construcción de un movimiento estudiantil, después del fallido experimento de la MANE. Sin embargo, tras las masivas movilizaciones del pasado 17 de octubre, nuevamente los estudiantes nos vimos divididos en torno a la cuestión de los métodos de lucha —pacíficos o violentos—, dejando el asunto del contenido de esta en segundo plano.
¿Qué es la violencia política?
Según Crettiez —ver Las formas de la violencia—, «lo primero que califica a la violencia es el ataque intencional, generador de dolor, contra la voluntad de otro». Sin embargo, hablar de violencia política «sin moralismos» significa que no hay per se una condena al uso de la violencia como forma de conducir los conflictos alrededor de cómo se debe organizar la convivencia, asegurar un orden vinculante —que son los conflictos propiamente políticos—. La violencia política no es ni buena ni mala como tal, ello dependerá de la valoración de cada uno, la cual, por supuesto puede ser argumentada y debatida, aspirar a una «validez» para todos.
Históricamente, el Estado moderno se construyó a partir de procesos de concentración de coerción y acumulación de capital —Tilly—, lo cual derivaría en la constitución del monopolio de la violencia a través de la profesionalización de unas fuerzas armadas permanentes; además, las grandes revoluciones políticas como la francesa, la rusa, la china o la cubana se dieron principalmente mediante la guerra. De ese modo, ciertos usos de la violencia han permitido transformaciones políticas radicales.
El Estado liberal legitima su monopolio de la violencia como fuerza, pues supone que ésta está limitada por el derecho a través de «principios» como el de la proporcionalidad o el de ser último recurso —empero, los múltiples e ilegítimos casos de brutalidad policial por parte del Esmad muestran con qué desagradable frecuencia se violan esos principios—. Tal violencia estatal es política en el sentido de que mantiene un orden, legítimo o no, que evita la disgregación de cierto marco de convivencia —Bovero—. Igualmente, la violencia guerrillera de las FARC se consideró política porque proponía subvertir ese orden estatal capitalista para consolidar uno nuevo y, según ellos, más justo: el socialista.
Entonces, aquí el asunto a debatir respecto a la violencia estudiantil no es si algunas acciones políticas que implican un «ataque intencional generador de dolor contra la voluntad de otro» son violentas —es claro que lo son—, o si son «buenas o malas», sino qué uso de la violencia política es legítimo —cuál podría ser «liberador»— y en qué circunstancias. Diferente es, desde luego, la violencia que se ejerce defensivamente ante un riesgo inminente. No es de esta violencia de la que hablaremos.
Actualmente no se puede hablar de violencia política sin el contexto del posacuerdo
Cualquier hecho político presente —hasta que haya discontinuidades relevantes— tiene que ser comprendido a la luz del proceso de paz de La Habana, a la luz del hecho de que el país cambió sociopolíticamente, pues FARC como organización guerrillera dejó de existir, y no por la vía militar que implementó Uribe, sino a través de un largo proceso de diálogos de paz en La Habana. Ello tiene unos significados profundos que aún no hemos interiorizado en el grueso de la sociedad: que un conflicto armado de más de cinco décadas, con sus millones de víctimas, con millones de experiencias dolorosas marcadas por la guerra, podía ser gestionado a través de un reconocimiento de la legitimidad del otro sin el uso de la violencia; que podíamos ser adversarios políticos y no enemigos —aspecto último que nos pone en una lógica de guerra en la que está en juego la vida y la muerte del que consideremos enemigo—. Comprendimos, entonces, que la violencia guerrillera no surgió porque sí, sino que estuvo asentada en causas estructurales que hoy siguen sin resolverse —inflexibilidad institucional y debilidad del Estado colombiano y alta desigualdad en la distribución de la tierra— y que los acuerdos de La Habana abordaron tibiamente —ver, por ejemplo, el artículo Formalización de la tenencia de la tierra no garantiza superación de la pobreza, una crítica a la «Reforma Rural Integral»—. Así pues, nos guste o no, un análisis de la legitimidad de la violencia tiene que pasar por comprender ese «nuevo país» que en las últimas elecciones presidenciales se polarizó entre el uribismo 2.0 —que integra al uribismo más recalcitrante— y la centroizquierda democrática, fenómenos electorales que son ecos de la lenta implementación de los Acuerdos de paz. El uso de la violencia estudiantil no es ajeno a ese contexto deslegitimante.
Efectos disgregadores de la violencia estudiantil y el problema del uribismo
Del mismo modo que la violencia guerrillera, aunque estuviera asentada en causas estructurales, tenía efectos disgregadores sobre los movimientos sociales y favoreció, paradójicamente, su deslegitimación y represión, la violencia estudiantil en este contexto propicia la estigmatización del activismo estudiantil, impide su constitución como movimiento y ayuda a invisibilizar sus justas causas, así haya múltiples razones de peso para el ejercicio de la violencia política. No se puede comprender el debate sobre la pertinencia de la violencia estudiantil en el nuevo país del posacuerdo sin considerar la profunda penetración de discursos de talante uribista en la sociedad colombiana. Como reacción a la marcha pacífica de antorchas del pasado 19 de octubre, liderada por estudiantes de la Universidad Nacional, algunos ciudadanos comentaron cosas de este tipo:
De hecho, algunos tuiteros uribistas influyentes aprovecharon los ataques contra la sede de RCN para cazar en río revuelto y, a través de la generalización y el eco de grandes medios, deslegitimar y criminalizar la protesta social. En el fondo, pretenden desviar el tema: la profunda crisis de la educación superior pública, y, como en los casos anteriores, impedir el avance político de la izquierda democrática, construirla como enemigo interno.
Y sí, a comparación de la persecución criminal del gobierno Uribe realizada a través del DAS contra periodistas opositores como Daniel Coronell, Julieta Duque o Hollman Morris —campaña de desprestigio que aún continúa a través de engañosas historias sin sustento empírico publicadas en medios de derecha uribista como Oiga Noticias o Los Irreverentes—, arrojar bolas de pintura a la sede de una emisora de RCN puede resultar trivial, pero una sociedad con alta abstención electoral en la que el uribismo tuvo la legitimidad suficiente como para volver a ganar una presidencia no lo ve así. Además, para la izquierda democrática, incluyendo en teoría a FARC, leyes como las que protegen a la propiedad privada del daño causado por otro siguen siendo legítimas, obedecibles.
El uribismo se alimenta del miedo y lo ha sabido explotar una y otra vez pese a sus amplios vínculos con el paramilitarismo. Gente tan oscura como Jorge Noguera, María del Pilar Hurtado o José Miguel Narváez —hallado este año culpable del asesinato de Jaime Garzón—, todos ellos tuvieron altos cargos en el DAS: los dos primeros como directores, el segundo como subdirector. Hoy están condenados. Esto —por no hablar de la parapolítica— debería producir una masiva reacción de indignación contra el uribismo, sin embargo, éste sigue ahí, aprovechando la impunidad que le da el acceso al ejercicio del poder político estatal, financiando medios uribistas que crean una suerte de realidad política paralela en la que Uribe y la derecha colombiana en general no son responsables de ningún crimen. Por consiguiente, hay que pensar tácticamente qué forma se ha de optar para ganar legitimidad en una lucha que, de por sí, es liberal. La exigencia estudiantil más inmediata es el establecimiento de una mesa de negociación con el gobierno. Hay que concentrarse en cómo presionar para lograr su concreción.
Más y mejores conflictos
Medios pacíficos no por ser pacíficos tienen que ser menos contundentes. Pero su planeación y eficacia requiere tiempo, dedicación, organización, creatividad, claridad política sobre la coyuntura. Los conflictos siguen ahí, las razones de lucha; el asunto es cómo se gestionan, cómo hacemos, en palabras de Estanislao Zuleta, mejores conflictos.
El exrector de la Universidad Pedagógica Nacional, Adolfo León Atehortúa, pese a la indiferencia del gobierno Duque, ha tenido un gesto simbólico magnánimo con su huelga de hambre. En su quinto día de ayuno ha dejado un mensaje simple pero contundente: «Debemos deponer las diferencias y trabajar por la unidad. El movimiento universitario, la universidad pública lo merece».
Compañeros, es necesaria la unidad estudiantil. Llegar a consensos mínimos. Centrémonos en lo que nos une, en lo que ha mostrado ser más efectivo, y no en lo que nos separa. Debemos, por lo menos, intentarlo. La coyuntura así lo amerita. ¡Por la universidad pública que merecemos! ¡Por la memoria de nuestros compañeros asesinados! ¡Por la educación de las próximas generaciones! ¡Nos sobran las razones! ¡Es ahora o nunca!
Publicado: 21 de octubre de 2018.
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Camilo David Cárdenas Barreto. Licenciado en Filosofía por la Universidad Pedagógica Nacional y estudiante de Ciencia Política de la Universidad Nacional. Me gusta escribir y hacer análisis político de coyuntura. Muchas gracias por leerme. Contacto: cdcardenasba@unal.edu.co