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Un sistema psycho killer

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En la primera temporada de Friends, Chandler Bing tiene una crisis con su trabajo. No se siente satisfecho, le parece monótono y quiere buscar otras alternativas. Más adelante se dedica a la publicidad y su vida, en ese aspecto, tiene un cambio significativo.

Tal vez Friends fue de las últimas series que logró conjugar lo laboral, con el tiempo para los amigos y el ocio. El lugar de trabajo no se configura como un todo, como espacio de socialización, de levante, amistad, despecho, sino que es algo más que pasa en la vida y aunque es importante, no viven en función de eso, a pesar de que cumplen horario, la pasan mal, sufren de acoso y hasta padecen el desempleo. 

El trabajo es una parte de la vida, pero no es lo único, como parece que sí pasa en series más recientes, por ejemplo, The Office, Abbott Elementary, Emily en París, The Rookie, Better Call Saul, o Breaking Bad.

El video de Psycho Killer dirigido por Mike Mills pone esto de manifiesto. El 5 de junio de 2025 presenciamos el relanzamiento de esta canción que nunca tuvo videoclip, más allá de la puesta en escena en Stop Making Sense o las presentaciones de Talking Heads en vivo. El videoclip retrató de una manera tan increíble la canción, que se trata de una zarandeada que termina con la pregunta ¿Qué o quién es el psycho killer?

Desde qué fue lanzada está canción en el álbum Talking Heads: 77, precisamente en 1977, la letra se ha asociado a un ‘asesino psicópata’, pero ahora, en un contexto en el que la productividad lo es todo, queda reflexionar sobre si el capitalismo neoliberal es el psycho killer, o si lo somos nosotras que nos adaptamos sin más, o si esta relación parásita nos convirtió en una criatura que no puede sobrevivir por sí sola y por eso: “Psycho killer, qu’est-ce que c’est?”.

I can’t seem to face up to the facts
Parece que no puedo enfrentar los hechos

I’m tense and nervous and I can’t relax
Estoy tensa y nerviosa y no puedo relajarme.

I can’t sleep, ‘cause my bed’s on fire
No puedo dormir porque mi cama está en llamas

Saoirse Ronan se levanta, habla o pelea con su pareja, va a trabajar, lidia con la dinámica de oficina, come en la oficina, socializa en la oficina, llega a su casa, seguramente para hablar del trabajo, luego amanece y lo único que cambia es la muda de ropa, porque todo pasa exactamente igual. De pronto con más llanto, menos problemas, pero es un círculo vicioso del que parece que no existe escapatoria y lo único que se puede imaginar allí es cambiar el color de las medias.

En el video, ella no está bien, es víctima de la ansiedad, la desconexión y la paranoia, pues parecen requisito y paisaje en un sistema que se traga nuestras vidas, y su estrategia es despojarnos de la capacidad de soñar fuera de él, porque, como indica la escritora Layla Martínez ”la forma en que imaginamos el futuro está condicionada por los productos culturales que consumimos”, y no solo es el futuro, sino también el presente. 

En el video, la protagonista es la psico killer, que asiste a terapia para tratar lo que podríamos interpretar como depresión, que en palabras de mi esposo Mark Fisher en su texto ‘Bueno para nada’, parece ser “deliberadamente cultivada. Esta depresión se manifesta en la aceptación de que las cosas empeorarán (para todos excepto para una pequeña elite), de que tenemos suerte por el mero hecho de tener un trabajo (así que no tenemos que esperar salarios que le sigan el paso a la inflación), de que no podemos permitirnos la contención colectiva del Estado de bienestar”.

You start a conversation you can’t even finish it
Empiezas una conversación y ni siquiera puedes terminarla.

You’re talkin’ a lot, but you’re not sayin’ anything
Estás hablando mucho, pero no dices nada.

When I have nothing to say, my lips are sealed
Cuando no tengo nada que decir, mis labios están sellados

Say something once, why say it again?
Di algo una vez, ¿por qué decirlo otra vez?

Pero también son psico killer las personas que la rodean y normalizan esa monotonía absurda, las que no demuestran ningún tipo de incomodidad, ni se descomponen, sino que se comportan como autómatas de primera generación, incapaces de salirse de unos patrones de comportamiento predeterminados, de su rol dentro del trabajo: la persona que llora, la que no escucha, la que simplemente existe.

Fa-fa-fa-fa, fa-fa-fa-fa, far better
Fa-fa-fa-fa, fa-fa-fa-fa, mucho mejor

Run-run, run-run-run away
Corre, corre, corre, corre, huye

Oh-oh-oh-oh, ay-ay-ay-ay, ooh

Al final del video hay una suerte de frenesí, de reconección. Saoirse baila, siente, grita, se descompone, se calma, las imágenes terminan con ella sentada en la cama, sonriente y consciente. Y seguimos sin saber ¿qué o quién o quiénes son psycho killer?

Don’t touch me, I’m a real live wire
No me toques, soy un verdadero cable vivo

Hay que celebrar

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Tras la lectura del fallo contra Uribe, se han escrito opiniones y análisis valiosos sobre el sentido del mismo, sin embargo, existe una postura con la que difiero: la que llama a no celebrar todavía la condena contra el expresidente. El argumento es razonable, la decisión aún está sujeta a más instancias, y el desenlace puede no ser el deseado. También  hay otro argumento referido a la prisión domiciliaria, el que cuestiona precisamente su carácter domiciliario, así como el lugar mismo en el que se pagaría la pena, una de sus haciendas, en tanto expresión franca del poder terrateniente en el país.

Si bien lo anterior es cierto, este análisis me lleva a recordar las reflexiones de Nietzsche y Bateman sobre lo jovial y el festejo. En la Gaya Ciencia, en el numeral 333 «¿Qué significa conocer?» el filósofo alemán señalaba:

«¡No reírse, no lamentarse ni insultar, sino entender!», dijo Spinoza con esa sencillez sublime que lo caracteriza. Pero, ¿qué es en el fondo ese entender sino la forma  misma  en  que   se   nos  hacen  perceptibles   a  la   vez  las   otras  tres   cosas,  un resultado de esos impulsos distintos y contradictorios que son los deseos de burlarse, de deplorar y de denigrar? Antes de que fuera posible un acto de conocimiento, fue preciso que cada uno de esos impulsos manifestara previamente su opinión parcial sobre el objeto o el acontecimiento en cuestión; después se produjo el conflicto entre esas opiniones parciales y de ahí surgió un estado intermedio, un apaciguamiento, una concesión mutua entre los tres impulsos, una especie de equidad y de pacto entre ellos».

El apartado es claro: ¿Por qué extraer acciones y emociones como la risa, el lamento, el insulto del ejercicio de analizar, de entender, aún cuando son parte del mismo? Más adelante, Nietzsche explica que al final solo tenemos «conciencia» de este apaciguamiento y dejamos de lado los impulsos iniciales. A este pensamiento, se suman otros en los que el autor cuestiona la seriedad del filósofo o del científico para dar validez a sus reflexiones. Entonces, el acto de conocer es y debe ser serio y pesado. No caben los impulsos, o la alegría, la indignación, o por qué no, la celebración.

El 28 de julio y el 1 de agosto son fechas excepcionales no solo en la historia sino en la memoria popular, son fechas para la celebración. El análisis reposado puede derivar en el escepticismo sobre el resultado del proceso, pero en el campo simbólico de la política se trata de un acontecimiento con un mensaje público a reivindicar: el poder real, económico, político, no es inquebrantable. Lo decía el senador Iván Cepeda en sus redes sociales el 30 de julio: «El expresidente ya fue condenado en primera instancia. Eso ya quedó en la historia y nada lo borra. Lo saben».

La preocupación sobre el resultado parece retirar de la operación la felicidad luego de años de indignación y rabia por la impunidad. Es importante retomar aquellos impulsos a los que refiere Nietzsche en el examen de los hechos. Es importante la jovialidad, la celebración, porque son la marca simbólica, es el refuerzo emocional que derivará en consigna, en reflexión y en movilización, de ser necesario. En la disputa del sentido frente a los sectores del poder real, se trata de una victoria, inestable por supuesto, de la fuerza de la vida sobre las lógicas inmunitarias, conservadoras y de muerte de los que son expresión justamente el uribismo y la extrema derecha. 

Como bien se sabe, la pena no está vinculada al bloque metro y el paramilitarismo, a los asesinatos extrajudiciales, a la persecución política de los contradictores, ni mucho menos a la actividad política y administrativa que buscó atacar lo público del Estado. Pero con todo, como operación de un sector del poder judicial, es un evento político fundamental que es útil para demostrar la fragilidad de la hegemonía uribista, y de toda hegemonía. Es una bandera a defender, y un mecanismo para ganar terreno, precisamente, sobre los sectores que expresan lo frívolo, y el ataque a lo vital. 

Por eso, en un sancocho conceptual extraño, tiene (algo de sentido) recordar también a Jaime Bateman, comandante histórico del M-19, en la entrevista dada hace cuatro décadas a Alfredo Molano: «Hay que bailar, hermano, hay que bailar. Hay que bailar y hay que cantar a la vida, y no solo a la muerte, ni cantar a las derrotas. Hay que cantar a la vida, porque si se vive en función de la muerte, uno ya está muerto».

En esta y otras entrevistas, Bateman llamaba a una reflexión emocionada, en la que el juicio de los hechos era conjugado a la actividad, a la afectividad, y a la capacidad de conmoverse y conmover al otro. No se trataba de un examen optimista e incluso vacío sobre las situaciones, sino de una actitud jovial para actuar en política, desde la política viva y desde la vitalidad de la acción. 

Por eso cabe reivindicar la actitud jovial. Por eso hay que cantar a las victorias, y cantar a la vida cuando hay triunfo sobre la política de la muerte.

La doble moral de la guerra y la memoria en la democracia selectiva

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Colombia es un país en el que el olvido no es un accidente, sino una política activa. El mismo país que en 2003 vio ingresar a Salvatore Mancuso, jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, al Congreso de la República para hablar de justicia y paz, hoy se escandaliza porque el presidente Petro se sube a una tarima pública en Medellín, en junio de 2025, acompañado de jefes criminales para proponer caminos de rendición, justicia restaurativa y fin de la violencia urbana. Se trata de dos hechos no comparables en esencia, pero profundamente relacionados en su tratamiento mediático e institucional. Lo que los une no es su similitud, sino la hipocresía selectiva de las élites que siempre han usado la guerra como mecanismo para sostener su poder. Lo que entonces se leyó como acto de “reconciliación” hoy se caricaturiza como “apología al delito”. ¿Qué cambió?

En 2003, bajo el mandato de Álvaro Uribe Vélez, se consolidó la política de Santa Fe de Ralito, donde se formalizó el proceso de desmovilización con las AUC. Este proceso fue maquillado como una apuesta por la paz, pero en realidad se trató de una estrategia de reciclaje del paramilitarismo. La presencia de Mancuso en el Congreso no fue un hecho espontáneo, sino una expresión institucionalizada de la impunidad: los victimarios fueron escuchados con honores, mientras las víctimas gritaban desde los balcones del olvido. Fue también durante esas audiencias cuando Lilia Solano, con foto en mano de Manuel Cepeda Vargas, asesinado por el paramilitarismo con participación estatal, hizo una intervención que la historia no debería olvidar. La misma historia que la prensa hoy silencia mientras descontextualiza lo que ocurrió en Medellín con Petro.

Y es que el país no ha querido asumir el paramilitarismo como una herida abierta. Las Convivir, legalizadas durante el primer gobierno de Uribe como gobernador de Antioquia, fueron el embrión institucional del terror armado legalizado. Hoy, Uribe enfrenta un proceso penal por presunta manipulación de testigos y vínculos con el paramilitarismo, un hecho que no puede quedar en la nota al pie de página del conflicto. No se trata solo de su responsabilidad penal, sino del legado de impunidad que dejó una política de seguridad que convirtió a los civiles en objetivos militares, al campesinado en botín de guerra, y a la verdad en enemigo del Estado.

Al respecto es imposible hablar de paramilitarismo en Colombia sin hablar de Uribe, no solo como figura pública, sino como articulador de una doctrina de seguridad que institucionalizó el terror, protegió a sus aliados armados y desfiguró el concepto mismo de enemigo interno. Su responsabilidad no es anecdótica: es estructural.

Desde ese lugar, resulta ofensivo que figuras como Federico Gutiérrez o Sergio Fajardo se rasguen las vestiduras por una tarima en Medellín mientras guardan silencio —cuando no complicidad— frente a la historia reciente del paramilitarismo urbano y rural. Lo que Petro hizo en Medellín puede ser discutido, e incluso criticado por su forma o contexto, pero hacerlo sin mencionar el teatro de horror que fue Santa Fe de Ralito o la ley de Justicia y Paz, es actuar con la amnesia conveniente de quienes no quieren recordar que “nos embutieron la guerra hasta el fondo de la tráquea”.

El problema no es la voluntad de paz, sino con quién y cómo se hace. En este punto, Petro —como cualquier mandatario— está en la tensión constante entre el pragmatismo del poder y las demandas históricas de transformación. Su deber no es congraciarse con el empresariado antioqueño ni con los líderes criminales reciclados en nuevos uniformes, sino con las víctimas y los territorios. La diferencia está en el propósito: no es lo mismo pactar para perpetuar un orden desigual, que hacerlo para desmontarlo.

Aquí es donde entra el pensamiento crítico. Colombia ha sido un país de expertos en interpretar su conflicto armado, en redactar informes y hacer memoriales, pero aún tiene una enorme deuda en transformarlo. Y transformar significa, sobre todo, escuchar a las víctimas, desmantelar las estructuras de poder criminal (legales o ilegales) y asumir que la guerra no fue un accidente, sino una estrategia de clase.

Por eso, volver a la escena de la tarima en Medellín no es solo útil, sino urgente. En una sociedad que administra su indignación con criterio de clase y conveniencia política, ese episodio funciona como un espejo. Hoy el país asiste a la cuenta regresiva del juicio contra Álvaro Uribe Vélez, centrado en la manipulación de testigos, pero sería ingenuo pensar que ese es el único crimen en cuestión. Aunque el proceso judicial esté acotado, el juicio moral y político que nos debemos como sociedad no puede ignorar que el paramilitarismo fue —y en muchos casos sigue siendo— una política de Estado camuflada en legalidad. Nombrar esa verdad no es revancha: es condición mínima para la justicia.

La paz no es un evento simbólico ni una fotografía electoral. Es una confrontación directa contra quienes han vivido de la muerte, de los contratos de seguridad, de la tierra robada, del silencio armado. Por eso, la doble moral de las élites duele más que el discurso beligerante: porque hablan de moral cuando lo que defienden es su orden, su acumulación, su inmunidad.

Este no es un elogio a Petro. Es una defensa de la memoria y de la posibilidad de que el país se mire en el espejo roto de su historia sin temor a reconocer que el paramilitarismo no fue solo una desviación, sino una política estructural. Si de verdad se quiere paz, no basta con bajar a los jóvenes de las comunas de las armas: hay que subir a juicio a quienes los armaron desde el escritorio.

Así, el debate no debe centrarse en quién se sube a la tarima, sino en quiénes siguen definiendo las reglas del juego. Porque si algo nos ha enseñado esta democracia «alta», es que la legalidad no siempre es sinónimo de legitimidad, y que, en Colombia, muchas veces, el crimen ha sido la forma más eficaz de gobernar. La pregunta que queda, entonces, no es si Petro se equivocó en la tarima. La pregunta es si como sociedad seguiremos permitiendo que la indignación sea un privilegio administrado por los culpables.

Referencias

Lean a Marx…

Misofonía antineoliberal

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Una mañana, tras un sueño intranquilo, me desperté sintiendo que un monstruoso insecto me habitaba por dentro. No sé si me tragué a Gregorio Samsa o si escuché demasiado punk. Tal vez tomar tanto chamber de guanábana en mi adolescencia me generó este parásito incurable. Lo cierto es que estoy desahuciada.

El visaje es que este insecto me hace querer vomitar cada que escucha palabras como “eficiencia”, “productividad”, “sostenibilidad”, “medible”, “optimización”, entre otras que se ha inventado el neoliberalismo para meternos el cuento de querer rendir más y convertirnos en máquinas porque esto debe generarnos satisfacción. La cosa es que este insecto se mueve dentro de mí todo el tiempo y no me deja en paz, así que básicamente tengo nauseas todo el día, especialmente cuando tengo reuniones.

Cuando miro mi calendario y veo que tengo una reunión, comienza el suplicio. Siento cómo mi insecto interior se comienza a revolcar y a mover sus patas entre mis intestinos. A veces creo que me está diciendo algo, que abandone, que me abra del parche, que busque mejores pastos, pero yo le pido que se calme, porque va a ser re difícil encontrar un lugar en el que no escuchemos ese tipo de palabras.

La nausea en ocasiones es soportable, especialmente cuando las personas se están tirando un discurso en el que intentan camuflar su posicionamiento neoliberal. Por ejemplo, “lo más importante es que la gente pueda acceder a nuestros proyectos y propuestas, finalmente eso es lo que nos tiene aquí, pero no podemos olvidar que esto también tiene que ser sostenible…” ¡¡¡puuuummmmm!!! Comienzan los retorcijones, y yo me muevo en mi silla, pero logro disimular. Imagino que hay gente que cree que tomé leche y no era deslactosada. Mi condición es realmente difícil de explicar en entornos ejecutivos y de solemnidad protocolaria.

La cosa se vuelve problemática cuando la gente, lejos de disimular, se tiran una seguidilla de palabras neo: “muy bonito todo lo que están diciendo y todo, peeeero, sonará muy economicista de mi parte, pero acá la productividad se nos está quedando corta. Además, hay que garantizar la optimización de los recursos, y generar indicadores que nos permitan medir la eficiencia de lo que se está proponiendo. Ahhh, y que no se nos quede de lado la innovación, porque es lo que está mandando la parada”.  Ahí ya parezco twerkeando, porque el insecto empieza a hacer pogo para que yo me vomite.

A veces lo logra, y el vómito sale en forma de repulsión absoluta a lo que escucho, porque mis palabras no lo pueden disfrazar. Otras veces me gana la diplomacia y lo digo con palabras que decoran mi malestar. Ahí el insecto se ríe de mí. A veces escribo y grito punk, y ahí el insecto se toma una siesta. En otras ocasiones salgo peleando conmigo misma o le cuento a alguien de mi nausea cotidiana. Aunque es re incómodo, este insecto me permite estar siempre alerta porque ninguna palabra pasa inadvertida.

Hace poco supe de la misofonía, que se refiere a la irritación que causa escuchar ciertos sonidos. Yo creo que por culpa de esta criatura yo sufro de misofonía antineoliberal, y esa vuelta no tiene cura. Me toca buscar la manera de sacar este vómito, me toca bancarme esta sensación permanente de desasosiego, de insatisfacción, que me empuja a la huida, que a veces me pone triste o me da rabia. Al final, lo único que me sirve realmente es juntarme con otra gente a contarles sobre los discursos de mierda que escuché durante el día, y buscar formas de crear nuestros espacios de fuga y autonomía donde otras formas de nombrar sean posibles.

Ya aprendí a convivir con el Samsa que se quedó a vivir dentro de mis tripas. A la final, mientras más gente conozco, más quiero a mi insecto.

¿Gentrificación o el ideal colonialista neoliberal?

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El fenómeno migratorio fue sin lugar a dudas el principio fundamental de toda cultura universal. La mescolanza, entendida como integración de lo foráneo, enriqueció el componente social, lingüístico, simbólico e ideológico de toda civilización. Como lo enunciara Byung-Chul Han, tomando como punto de partida al filósofo alemán Hegel, a razón de la tradición griega, donde se expone: “Hegel señala, respecto de la génesis de la cultura griega, que es sabido que los comienzos de la cultura coinciden con la llegada de los extranjeros a Grecia (…) El mismo pueblo griego se ha desarrollado a partir de una colluvies, que significa, originalmente, barro, inmundicia, mescolanza, desorden o barullo” (Han 13, 14).

Estos términos, al referirse a la integración de lo extranjero, contradictoriamente, derivan en un acierto histórico. La Grecia clásica se nutrió de los recién llegados, para consolidar una cultura más férrea y firme. Vinculemos a esta breve introducción la polémica que han referido informativos y redes sociales, a razón de la gentrificación y sus vicisitudes. Cuestionemos lo siguiente: ¿Es en efecto la llamada gentrificación un proceso de aculturación? ¿Son estas migraciones otra representación de un discurso capitalista colonizador? Es muy posible que las respuestas sean tan simples que sobren las preguntas. Tratemos de analizar un poco más.

Dadas las condiciones geopolíticas actuales, los procesos migratorios se han acentuado. Bien sea por la búsqueda de mejores condiciones de vida, violencia política o religiosa, los inacabables conflictos bélicos o simplemente, el nuevo espíritu de la época que ha convencido a los habitantes del globo en que son ciudadanos de mundo. Término bastante poético con el que se define una simple capacidad económica para conocer otras latitudes, sin dejar de lado, aquella lógica de poder que permite a los pobladores de territorios de primer mundo, moverse a sus anchas con la libertad que les manifiesta sus bolsillos y el beneplácito de sentirse conquistadores al rosarse con el subdesarrollo de gran cantidad de lugares que visitan.

La representación simbólica e ideológica del migrante contemporáneo es bastante puntual. Aquel concepto del invasor, para referirse al migrante pobre de países subdesarrollados, entra en contraste con el colonizador rico, gringo o europeo, que viene y va a gastar su posicionada moneda en el tercer mundo. Aquel primer modelo de ocupante lo retrata muy bien Slavoj Žižek, en su obra Sobre la Violencia, al referirnos que: “los inmigrantes son invitados que deben acomodarse por sí mismos a los valores culturales que definen a la sociedad anfitriona: Es nuestro país, ámalo o vete (…) La actual tolerancia liberal hacia los demás, el respeto a la alteridad y la apertura hacia ella, se complementan con un miedo obsesivo al acoso (…) el otro está bien, pero solo mientras su presencia no sea invasiva, mientras ese otro no sea realmente otro” (Žižek 46).

La cita anterior, expone un contraste ideológico. Por un lado, el deseo de la derecha a reducir la entrada de migrantes (pobres por supuesto). Aquellos que simplemente van a convertirse en ciudadanos de tercera o en su defecto, las leyes migratorias harán de las suyas con su existencia. Por otro lado, el argumento para sustentar dicho contraste es muy simple. A saber, para el primer mundo, jamás será lo mismo, aceptar visitantes pobres de latitudes africanas, medio oriente o suramericanas, con inexistente capacidad de inversión, lenguas con carga semántica que se acercan al nulo ejercicio de poder, además de costumbres y rasgos culturales concebidos como bárbaros ante su paradigma filosófico. Esta eventualidad, fácilmente equiparable con un ejercicio simbólico violento, por cuanto acepto al otro, mientras suprima lo que lo constituye como perteneciente a una tribu totalmente diferente, ha sido una consecuencia histórica que viene a derramarse a los sabidos países desarrollados. La explotación de recursos, los bloqueos y la intensificación colonialista, le ha detonado en el rostro con una migración indeseable a su entender, aquellos marginados que buscan rasguñar unos centavos en territorios foráneos para subsistir. Lejano a aquel término de gentrificación, que nos trae a adinerados y grandes capitales con fines expansivos, convirtiéndonos en extranjeros de nuestro propio territorio.

¿Vivimos un proceso de aculturación? Al imaginario orientado a la percepción, que la llegada excesiva de extranjeros iba a nutrir la tradición regional y otorgar ganancias monetarias sustanciales, hemos visibilizado como los resultados han sido otros. Nuestras ciudades se abarrotan de cafés uniformes compuestos por muros negros con mensajes sosos e insustanciales o por menús trazados en letra blanca, vitrinas con pastelería de nombres exóticos, haciendo hincapié en la supuesta fusión gastronómica, optamos por extranjerismos para nominar los negocios, los espacios se designan con términos de coworking para aquellos nómadas digitales, las ventas de experiencias redundan a diestra y siniestra y el fenómeno Airbnb, ha desplazado a gran cantidad de residentes que no pueden pagar las elevadas rentas. Nos hemos llenado de lugares artificiales para el turista avasallador. Cabe mencionar que no se debate la práctica del turismo por cuanto es, sin lugar a dudas, fuente de sustento considerable para cualquier nación, pero si son completamente cuestionables los altos índices de especulación inmobiliaria que desplazan al morador y convierten las ciudades en hábitats insufribles. Las recientes protestas en Ciudad de México son un atisbo de lo que nos depara. La desestructuración urbana, de la mano con grandes potentados económicos como Black Rock, accionista de Airbnb, han hecho de los espacios una mera fuente de ingreso. Claramente, la gentrificación es otro tentáculo neoliberal más del cual se nutren. Olvídense de la cultura y la tradición, aquí solo nos interesa el negocio.  

La falta de políticas claras en torno al tema, son evidentes. En nuestras ciudades, la carente legislación de las alcaldías de turno, redunda en la centralización de los proyectos urbanísticos a constructoras privadas y los prácticamente nulos planes de vivienda para el ciudadano de a pie. Como establece Han en su obra Hiperculturalidad: “Es característica de hoy la caída del horizonte. Las relaciones dadoras de sentido e identidad desaparecen. Fragmentación, puntualización y pluralización son síntomas del presente. Estos también rigen la experiencia del tiempo actual” (Han 75). ¡Gringo! No me dejes sin la posibilidad de tener un espacio.

Referencias

Han, Byung-Chul (2018). Hiperculturalidad. Editorial Herder, Barcelona

Žižek, Slavoj (2018). Sobre la Violencia. Editorial Paidós, Barcelona

Los que se rayaron: Capitalismo y salud mental en Manizales

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Por Daniel Aguirre

«La salud mental es la nueva frontera de la lucha de clases» Mark Fisher, k-punk

“Perdido estas vos estoy yo y estamos todos.” Rodrigo D no futuro.

Estoy en uno de esos lugares limpios pero muertos. Todo huele a desinfectante y resignación. Las paredes blancas no hablan, pero uno las oye susurrar secretos de lo que han visto.  Aquí el tiempo no corre, se pudre, se estanca como agua de charco. Aquí, cada pasillo  parece una copia del otro, un ciclo sin salida.

Este sitio (la Clínica San Juan de Dios de Manizales) lo fundaron en los años 50. No fue por bonito ni por conveniente. Fue porque quedaba lejos del centro, al borde de la ciudad, donde nadie los viera. (Manizales es una ciudad de montaña, mediana, fría y con su neblina eterna, en el centro de Colombia). Aquí empezaba la línea que separa a los “normales” de los que ya se rayaron. Yo terminé cruzando esa línea sin darme cuenta.

Estoy acá porque el alcohol me llevó hasta el fondo de la olla y de mí mismo, y de mi relación con los demás. Yo solo quiero dejar de vivir pegado a esa sombra que me respira encima. Años enteros botados entre botellas vacías, promesas rotas y la vida difusa, como una película mal hecha.

A este lugar le llaman “sanatorio”. Suena bonito, pero es solo una forma decente de decir que aquí meten a los que están rotos.

Manizales traga entero y hace como si nada, pero detrás de sus calles empinadas y su neblina eterna, hay un silencio incómodo. Al fín y al cabo siempre nos enseñaron a guardar las apariencias. Aquí nadie habla de salud mental, pero todos conocen a alguien que se mató, se volvió adicto o se enloqueció.

Morirse por dentro es normal en esta ciudad

Estoy en la lista de la clínica como «alcohólico crónico». Bien con letra chiquita. Mi cuarto en la sección de internación para adicciones tiene paredes manchadas con parches negros de humedad. Son como mapas viejos, marcando siempre la misma desgracia, siempre la misma historia repetida. En ese lugar lúgubre y aséptico entendí que lo mío es algo lo más de común. Que pegarse a un vicio pa llenar un vacío es la forma que tenemos de afrontar los retos de la vida moderna. Este lugar está hecho para desastres andantes, como el chirrete, el bipolar, la depresiva, el esquizofrénico, el alcohólico.

Y Manizales, con sus iglesias estiradas y su falsa cordura, tiene un secreto a voces: la locura, el vicio y el suicidio son la misma bestia con tres cabezas. Esa bestia la alimentamos diariamente con resignación y silencio.

Callamos porque así nos enseñaron: a tragar el dolor sin hacerlo público. En una cultura que glorifica el aguante, mostrar fractura emocional es casi una traición al mandato de ser un “echao pa*lante». Por eso se calla. Por eso se muere.

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Recuerdo las caras. Rostros que eran mapas de derrotas privadas: la enfermera que trabajaba 30 horas el fin de semana para tener algún salario decente (sus ojeras moradas merecerían otro artículo), el soldado con manos temblorosas por el bazuco , la chica de call center que inhalaba tusi como si fuera oxígeno. Todos éramos espejos rotos de una sociedad que se desangra en silencio.

Yo, el de pelo decolorado y el que no iba a misa —»el mono», «el artista»— compartía terapia con obreros de construcción, trabajadores sociales, un poeta de las calles que cambiaba poesía por prendas de ropa. El estigma desaparecía cuando nos dábamos cuenta d elo obvio: el dolor no reconoce clase. En nuestras diferencias políticas o educativas, solo nos unía el pánico a nuestros propios pensamientos.

Fue en ese purgatorio donde conocí a otro Daniel. Otro más que estaba pegado a alguna otra adicción. Nunca supe cuál. Cruzamos dos frases un día. Él, ni triste ni alegre: normal. Una semana después, se ahorcó. Todos nos conmovimos, claro. Pero de ahí no pasó. Cero alboroto. Cero lágrimas.

Esa normalización me calló y me cayó remal. ¿Qué cifra esconde su nombre? ¿Qué mierda hace la ciudad con los que se van sin aviso?

Las cifras oficiales dibujan un paisaje desolador: Caldas tiene la tercera tasa más alta de suicidio femenino del país (4.0 por 100.000) y los hombres mueren a 12.9 —un 30% sobre el promedio nacional—. Entre enero y agosto de 2024, 1.942 colombianos eligieron la nada. Pero los números no capturan lo esencial: el momento exacto en que mi compañero de poesía, aquel guerrero autodidacta que sobrevivió a mil batallas callejeras, contó su intento de lanzarse de un puente con la misma naturalidad con que se habla de cambiar el corte de pelo.

«Me cansé de la rutina de intentar salir de la rutina”. Su voz no temblaba. En esta ciudad donde el esfuerzo es religión, la rendición se ha vuelto el único acto de rebeldía posible.

Las tardes en la clínica tenían una rutina demencial: terapia grupal, mandalas, sopas de letras: todo daba cuenta de la falta de recursos de la clínica lo que hacian demasiadas largas las horas mirando el reloj. Fue en esos intersticios del tiempo donde encontré refugio en las palabras. Junto al poeta —ese filósofo de las aceras que citaba a Gabriela Mistral recordando días a la intemperie y con hambre— tejímos un compañerismo basado en el gusto por la lectura.

Él había llegado allí después de que un puente en Manizales le fallara como solución. Yo, porque el alcohol ya no anestesiaba la culpa. Entre nosotros crecía un entendimiento tácito: en Colombia, la salud mental es una guerra librada en soledad. La cultura del «Pilas pues!» y el «echele berraquera»nos condena al silencio.

Byung-Chul Han, filósofo coreano, tenía razón: el neoliberalismo nos convirtió en terratenientes de nosotros mismos. Autoexplotación como virtud. Colapso como fracaso moral.

Para mí, lo más revelador no fueron las crisis de abstinencia ni las noches de insomnio, sino ver cómo las adicciones dibujan un mapa social preciso. El obrero de construcción que olía perico de lo lindo para soportar jornadas de 12 horas. La estudiante universitaria se olía dos gramos de tusi al día para rendir en una agotante carrera de medicina. El exmilitar fumaba bazuco para olvidar lo que vio y lo que le hicieron dejar de ver. Cada sustancia era un síntoma de un sistema que exige productividad infinita mientras desmantela las redes de apoyo.

Mark Fisher, teórico británico, lo diagnosticó: bajo el realismo capitalista, el sufrimiento se medicaliza, se privatiza, se convierte en patología individual. Pero en los pasillos de San Juan de Dios, la verdad era transparente: no estamos locos. Estamos cansados. Cansados de sobrevivir en lugar de vivir.

Aún sueño con el otro Daniel. Con su risa que ahora sé era un disfraz demasiado grande. Su muerte me persigue no por lo excepcional, sino por lo común: en Caldas, un joven se quita la vida cada tres días. Las campanas de la catedral no doblan por ellos. Los medios hablan de las cifras por encima. 

Este silencio suicida y asesino es el verdadero crimen colectivo.

Al salir de la clínica, llevo a día de hoy 8 semanas sobrio.  Pero la rehabilitación verdadera no empieza hasta que no desmontemos las mentiras que matan: que la resiliencia es virtud y no coartada del Estado ausente. Que la masculinidad tóxica es escudo y no veneno. Que las adicciones son vicios y no gritos ahogados.

Manizales seguirá perdiendo Danieles mientras no entendamos que el puente, la cuerda, la botella, no son el final del camino. Son señales de alarma en una sociedad que olvidó cómo cuidar.

En esta ciudad que madruga con bruma espesa, el amanecer solo llegará cuando dejemos de glorificar el aguante y empecemos a tender manos. Sin estigmas. Sin prisas. Como mi querido poeta que me enseñó entre versos y temblores: a veces la verdadera valentía está en decir «no puedo solo».

Del bolígrafo al poder popular: el reto del Pacto Histórico rumbo a 2026

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Escribo estas líneas el día de la Convención Nacional del Pacto Histórico, que da el pistoletazo de salida a la carrera electoral. En octubre —si el CNE no se atraviesa como vaca muerta en el camino— se definirán, mediante consulta democrática, las listas al Congreso y la candidatura que buscará suceder a Gustavo Petro en 2026.

Fueron meses de discusiones ásperas, con intentos de algunos sectores por aferrarse al bolígrafo clásico y relegar la democracia interna al último lugar —siempre bajo la excusa de la coyuntura y la ofensiva permanente de las élites. Afortunadamente, hoy se impuso el clamor de las bases: las decisiones estratégicas de un proyecto que se dice de izquierda deben tomarse de forma participativa.

Pero apenas hemos resuelto el primer escollo. Lo que funcionó en 2022, gracias al liderazgo carismático de Petro, no bastará en 2026 si queremos que el Pacto deje de ser flor de un día y se convierta en un proyecto popular con vocación de poder duradero y de construcción de sentido común.

El Pacto debe erigirse en partido político que gane elecciones, con primarias claras y reglas democráticas. Sin embargo, también debe ser fábrica de ideas y cantera de cuadros: un espacio donde se diseñen, perfeccionen y profundicen las iniciativas locales, regionales y nacionales que transformen Colombia.

Hace falta un tanque de pensamiento que una a la academia militante con los liderazgos sociales, para que la ciencia y la técnica trabajen junto a los saberes populares y ancestrales; que la “tecnocracia” deje de ser sinónimo de un pequeño círculo de universidades de elites bogotano y antioqueño que mira por encima del hombro y con asco a la Colombia popular.

El Pacto necesita un aparato de comunicación capaz de disputar las audiencias que hoy consumen contenidos conservadores o abiertamente reaccionarios. No basta con mandar a los congresistas a la “jaula de hienas” de Semana o RCN —es imprescindible producir narrativas propias, rigurosas y atractivas, que no dependan solo de influencers con alcance, pero sin profundidad. Si el Pacto se toma en serio estas tareas, no solo podrá revalidar el triunfo en 2026: gobernará una generación y reducirá a minoría insignificante a quienes hoy claman por el caos. Porque el reto no es meramente sumar votos; siglas o cupulas; es convertirse en mayoría social, alejándose de las cómodas cámaras de eco de la “mamertosfera” y haciendo política que le importe a la gente de a pie. Ganar el Gobierno no es lo mismo que ganar el poder. El camino para lograrlo empieza —y termina— en hacer real la democracia popular y permanente con las bases y simpatizantes del proyecto.

Esa mierda maoísta. Pensar políticamente desde y en el excremento

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Homenaje a Shi Chuanxian (1915 – 1975)

En la década de 1950, Álvaro Delgado, un militante del Partido Comunista Colombiano, como muchos de los viajeros latinoamericanos hacia China, tuvo la siguiente experiencia excremental, según relata en el libro Todo tiempo pasado fue peor (2007):

"Un día en qué salimos de compras hacia un gran almacén me sorprendió un olor nauseabundo e indescriptible que me golpeó el rostro; busqué la causa y miré hacia una fila de enormes carretas de madera arrastradas cada una por dos hombres, que se perdían a la distancia a gran velocidad a lo largo de la ancha avenida. Nos explicaron que ellos eran hombres muy fuertes y valientes, que se encargaban de extraer el estiércol de las letrinas de las casas, llevarlo a las carretas y salir a depositarlo en terrenos dispuestos para recibirlo como abono. Era una labor tan terrible que los hombres debían previamente beber hasta emborracharse para poder soportar esa tortura, a tal punto que el gobierno había condecorado a varios de ellos con la medalla del trabajo heroico” (Delgado, 2007, p. 168-169).

La memoria odorífera fecal de Álvaro Delgado no es neutral ni apolítica, su asombro y asco por el mal olor del excremento está situada y producida en la construcción corporal de la sensación por la materialidad natu-social de la ecología-mundo capitalista a lo largo del siglo XX, específicamente en lo que se refiere a la gestión del excremento humano en clave higienista.

Las antropologías excrementales plantean que existen dos tipos de sociedades humanas, las fecofóbicas, para quienes alejarse del excremento es sinónimo de bienestar y confort y, las fecofílicas, para quienes la mierda es un tesoro. Esta distinción tipológica es engañosa, en tanto en el movimiento de lo social las heces en su hibridez material, política y simbólica ofrecen desafíos y generan relaciones de cercanía-distancia altamente complejas.

Pese a que el capitalismo fecofóbico del siglo XX, mediante las tecnologías sanitarias de gestión de aguas residuales, trató de separar el excremento humano mediante el alcantarillado subterráneo y las Plantas de Tratamiento de Aguas Residuales, inevitablemente acepta que el excremento biosólido ocupa un lugar en el metabolismo urbano, abono de los prados de barrios populares, relleno de minas abandonadas, entre otras.

En las sociedades capitalistas pro fecofóbicas, el ano humano es conectado al sistema de tuberías de alcantarillado para alejar de los sentidos el excremento almacenado en los intestinos, mientras la sensualidad humana es compensada con la creencia de que defecar es un acto individualista y hedonista idealizado como suave, blando y placentero, y por supuesto, desconectado de su terrenalidad y de su reciprocidad en la producción de materia para el compost. Por el contrario, en las sociedades pro fecofílicas, el ano es parte de un ensamble simpoiético comunitario y terrenal, es pieza clave del compostaje universal de la materia.

Prácticamente todas las sociedades agrarias no capitalistas de la geohistoria mundial aprendieron a utilizar productivamente los excrementos, incluidos los humanos, para recuperar de allí el nitrógeno y el fósforo para cualificar los suelos. China, India y Japón son reconocidas por su larga experiencia en la agricultura excremental. Los excrementos del Cusco eran llevados a las terrazas agrícolas, y en Tenochtitlan las chinampas agrícolas eran mejoradas con los excrementos de la limpia y reluciente ciudad. Podemos suponer que los Muiscas hicieron algo similar en el sistema agrícola del río Hunza (Bogotá). Europa lo hizo con las basuras urbanas y también con el excremento animal (incluido el humano), pero, a lo largo del siglo XIX encontró nitrógeno en el guano de las aves y luego del petróleo, o mejor del gas natural en forma de úrea. (Terminamos comiendo hidrocarburos en lugar de alimentos abonados naturalmente). Pero volvamos a la mierda maoísta que mordió los sentidos comunistas de Álvaro Delgado.

La mierda en China y la mierda maoísta

La civilización china tiene una relación milenaria con la mierda. A principios de la dinastía Han (200 años antes de nuestra era común), se produjo una revolución agro-ecológica en China, los campesinos descubrieron la riqueza del excremento humano. Esta sabiduría popular fue sintetizada por Fan Shengzhi, uno de los primeros agrónomos orientales, que escribió el Fan Shengzhi shu (Manual de Fan Shengzhi). En este manual Fan Shengzhi recomendó que el estiércol humano fresco no era tan efectivo para fines agrícolas como el «abono hermoso», es decir, mierda humana mezclada y fermentada con tallos y hojas de plantas, estiércol y orina de cerdo, estiércol y orina humana, residuos de pienso y lodo de la porqueriza, elegantemente llamado «estiércol de corral», eso es el «abono hermoso».

Desde entonces apareció en los poblados chinos la profesión del recolector urbano de excremento humano que de casa en casa recolectaba estos desechos para convertirlos en abono hermoso. En el siglo XX, antes del triunfo de la revolución de Nueva Democracia, la mafia de traficantes y explotadores de obreros y excremento controlaba el mercado fecal en las ciudades chinas.

Uno de esos obreros pasó a la memoria de larga duración de la revolución china. Se trata de Shi Chuanxiang  (1915 – 1975), este año se conmemora el 50 aniversario de su muerte.

Shi Chuanxiang era, al igual que Mao Tse-Tung, de origen campesino. A los 14 años la pobreza en las zonas rurales lo expulso hacia Pekín en donde se convirtió en recolector de estiércol, sometido y explotado por los “zares” de la mierda, tiranos del estiércol.

Tras la fundación de la República Popular China en 1949 la vida de Shi Chuanxiang se transformó al igual que la de millones de habitantes de la nueva sociedad. Entre las medidas revolucionarias estuvo el desmonte de las mafias de la mierda. El 15 de noviembre de 1949 se celebró una asamblea popular para denunciar los crímenes de los tiranos del estiércol. Shi Chuanxiang fue destacado testigo del oprobio. Por esta razón Shi ingresó al Partido Comunista y desde allí dirigió las brigadas de recolección de excremento para ser convertido en abono. A diferencia de lo que creyó Álvaro Delgado, el obrero Shi Chuanxiang no quiso cambiar de oficio, para él, esta tarea era importante para servir al pueblo y construir la sociedad socialista. Su lema era que prefería que un hombre oliera a feo si a cambio miles gozaban de bienestar.

En Pleno Salto Adelante (1958-1962) el gobierno y el Partido Comunista intensificaron la generación de abonos a partir de excremento humano para incrementar la fertilización de tierras en una época de sequía y hambruna.  Como parte de la estética socialista se exaltó la labor de los obreros recolectores. En 1959 Shi Chuanxiang fue merecedor del título de “héroe del trabajo socialista” y se difundió la importancia de combinar el saber ancestral con las técnicas modernas de compostaje de excrementos como una labor colectiva y cargada de simbología socialista.

Vale la pena recordar que para las décadas de 1950 y 1960 en Colombia -y también en otros países- el Ministerio de Salud y empresas públicas como la Empresa Distrital de Servicios Públicos trataron de implementar políticas de compostaje de basuras urbanas y excrementos humanos mediante plantas productoras de fertilizantes al servicio de la agricultura, pero esos esfuerzos se fueron al piso cuando se impusieron las políticas de revolución verde basadas en el uso de agroquímicos y agrotóxicos.

No obstante, en 1970 Shi Chuanxiang fue criticado por sectores radicales que lo acusaron injustamente de ser seguidor de Lui Shao-chi. Al conocer este despropósito, Mao cuestionó esta política ultraizquierdista y antipopular y restituyó en su trabajo al obrero. Este obrero vivió hasta 1975 y aún hoy es recordado como héroe del trabajo socialista.

Mao, de extracción campesina, comprendía a cabalidad la importancia del excremento como materia prima rica en nitrógeno y fósforo, así como reconocía la importancia del trabajo de recolección de mierda. En su texto Intervenciones en el Foro de Yenán sobre arte y literatura (1942) dijo:

"Después de incorporarme a la revolución y de vivir con los obreros, campesinos y soldados del ejército revolucionario, poco a poco me fui familiarizando con ellos, y ellos conmigo. Fue entonces, y sólo entonces, cuando cambié radicalmente los sentimientos burgueses y pequeñoburgueses que las escuelas burguesas me habían inculcado. Fue entonces cuando, al comparar con los obreros y los campesinos a los intelectuales que no se habían reeducado, encontré que éstos no eran limpios y que, después de todo, los más limpios eran los obreros y campesinos, quienes, aun con sus manos negras y sus pies sucios de boñiga, eran más limpios que los intelectuales burgueses y pequeñoburgueses" (Mao, 1942).

En la revolución cultural después de superado el injusto incidente de Shi Chuanxiang, el trabajo de recolección de excrementos fue exaltado en la educación socialista, campañas masivas de recolección, brigadas infantiles, cuentos y canciones. Muchos intelectuales encopetados en su prestigio burgués fueron llevados a recoger mierda para el socialismo, no como una forma de humillación sino como un ejercicio orientado a reducir la contradicción entre el trabajo manual y el trabajo intelectual y socializar las pesadas cargas de injusticia ambiental en ciertos trabajos realizados solo por los más humildes.

Tras la restauración capitalista en China a partir de 1976 algunos intelectuales que participaron suelen rememorar este pasaje como un doloroso episodio de humillación y destrucción, pero, se silencian ante el trabajo que miles de personas siguen haciendo cotidianamente. Sin embargo, otros intelectuales aprendieron hombro a hombro con los obreros mucho más sobre el compostaje y la agricultura para contribuir en el perfeccionamiento de tecnologías populares de reciclaje de excrementos.

La China actual no ha abandonado esta tecnología milenaria pese a que con la apertura promovida por el grupo de Teng Siao-ping, el país incorporó la nefasta tecnología capitalista de las plantas de tratamiento de aguas residuales. Claro está, en las zonas rurales, los baños secos y el uso de excrementos de animales humanos y no humanos sigue estando ligado a la agricultura familiar.

Recientemente, el senador republicano Rick Scott pretendió escandalizar al mundo con mensajes de soberanía alimentaria yanqui al decir que el ajo que EE.UU., importaba de China estaba regado con aguas residuales humanas. Otros países también importan ajo y no ven como problema esta práctica. China es el número uno en la producción y exportación mundial de ajo, algunos de los mitos sobre esto tienen una respuesta en esta página https://garlics.com/es/blog/es-el-ajo-de-china-una-verdad-segura-detras-de-conceptos-erroneos/

Esta historia de la mierda es una historia de materialidades y terrenalidades de descartes socio-naturales en movimiento, aprender sobre tecnologías ancestrales y sobre cómo el socialismo maoísta en China bregó por una transformación profundamente radical de las relaciones socio-naturales, de las creencias y de los saberes puede contribuir a una mejor comprensión de la necesidad de hacernos más terrenales y comunales para desafiar la voraz ecología-mundo capitalista del siglo XXI.

No siempre hablar mierda es perder el tiempo.

A la mierd4 la aceptación: no odiamos los lunes, odiamos el capitalismo

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En 1992 cantaba Roberth Smith: “No me importa si el lunes es triste, el martes es gris y el miércoles también. Jueves, no me importas. Es viernes, estoy enamorado”. La cuestión es que, muy a nuestro pesar, hoy no es viernes.

Friday I’m In Love es quizás la canción que menos le gusta al vocalista de The Cure, y si bien es una de las versiones más pop de la banda, ilustra bien una sensación básica sobre los lunes y en general, sobre el desarrollo de la semana. Los días no importan más que cuando llega el final de esa rutina, un final que en algunos casos se traduce en viernes, y otros en sábado. 

Pero, ¿por qué ese malestar con la semana? ¿Por qué ese malestar con los lunes? La psicologización de lo social le puso nombre: la deuterofobia. Se trata del miedo a los lunes, un miedo casi irracional, marcado por la ansiedad anticipatoria, por un exceso de futuro inmediato que se siente en el tiempo presente, en el tiempo del domingo en la noche o del lunes a la madrugada ¿Qué va a pasar mañana, pasado mañana, en la semana? ¿Cómo va a salir esta reunión, esta tarea, este escenario que no me permite centrarme en lo que estoy viviendo o haciendo hoy? 

Y entonces el fin de semana, el día o los días de descanso se llevan con cierto malestar. Y se siente, se sabe, que el descanso o el ocio no fueron suficientes, y la sombra que proyectaba el sol del domingo de repente se hace más grande en la noche; es la ansiedad, esa emoción tan ajena a la tranquilidad y tan familiar al capitalismo contemporáneo. 

El artista argentino Alejandro Dolina lo explicaba casi poéticamente hace ya varias décadas:

«El fin de semana suele ser para muchos una esperanza. La esperanza de que algo se produzca en la vida. Que algo venga a romper el aburrimiento, por ejemplo. Que alguien nos venga a salvar la vida con una palabra, que conozcamos una persona maravillosa… que suceda alguna cosa que produzca un cambio en nuestra vida. Después de todo, la única manera de combatir al aburrimiento es con modificaciones. El aburrimiento consiste en la sensación de que no hay próxima ninguna modificación, eso es el aburrimiento. Y, el domingo a la tarde, es lo mismo que en las fiestas cuando son las 5 de la mañana, que uno se da cuenta que ha esperado en vano, que no ha ocurrido nada extraordinario.

Que no han venido personas a salvarnos la vida ni hemos conocido mujeres maravillosas. Y entonces, tiene sabor a desengaño esa hora. También puede ser un síntoma de que la mayoría de las personas odian su trabajo. Entonces quieren que termine, como si se tratara -y creo que se trata- de que el trabajo es un castigo. Salvo aquellos privilegiados que lo aman, que han conseguido lo que 1 de cada 100 personas, que es conseguir que les paguen algún dinero por aquello que harían gratis. Yo estoy entre esos privilegiados y por eso jamás he sentido angustia un domingo a la tarde, y por el contrario, quiero que llegue el momento de trabajar. Pero no tengo derecho a convertir mi privilegio en una perspectiva general«.

Es la variable trabajo, es la variable rutina, pero con un telón de fondo, el capitalismo, ese que la psicologización neoliberal insiste en negar. Hablamos de burnout en abstracto, de ansiedad anticipatoria en abstracto. La salud mental y emocional como una suma de fenómenos individuales y aislados. Es que la incomodidad hacia los lunes es irracional, tal vez venga de la falta de aceptación hacia la rutina y hacia el trabajo, por eso hay que aceptar para asumir la felicidad. Aceptación y felicidad vacía ¡Atención, la ecuación de la alienación está lista!

Y la vida vuelve a su cauce fundamental: trabajar, explotarse, estresarse, dormir. Pero, ¿cómo aceptar? La aceptación sin más nos va matando en vida, se precisa de la semilla de la inconformidad. Hay que politizar esa incomodidad, ese malestar. A la mierd4 la aceptación, porque no odiamos los lunes, odiamos el capitalismo. 

“Hágame este favorcito”: la trampa del voluntarismo precario

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Hace poco volví a leerme “Bueno para nada”, una entrada de blog de Mark Fisher, a quien tanto queremos en esta revista, del año 2014 en la que escribió sobre su depresión, sobre la necesaria crítica a la responsabilización del sujeto frente a sus condiciones y sobre la urgencia de “convertir la desafección privatizada en ira politizada”. Gracias Fishersito porque nos acompañas en los momentos donde lo que nos queda es colectivizar la tristeza.

Volver a estas ideas permite problematizar la imposición de sentirnos inútiles en medio de un sistema que te impone la miseria y al mismo tiempo la culpabilización de vivir en ella, pero también nos permite encontrar otras aristas para pensar nuestra propia vida. Por ejemplo, en el último tiempo me he empeliculado sobre el cansancio, la enfermedad y el permanente malestar en los activismos políticos, y aquí Fisher vuelve a tener toda la vigencia.

Quienes hemos estado durante muchos años en algún tipo de lucha política reconocemos que nos hemos sentido quemadas muchas veces. La fatiga constante, el desasosiego, las defensas por el piso y la batería social en la mierda son solo algunas de sus manifestaciones. Sin embargo, nos han enseñado que, si queremos una transformación real de nuestras condiciones de existencia, hay que aguantarlo, y eso implica nunca detenerse.

El proceso de intentar que un pedacito de mundo cambie nos implica estudiar mucho, masear los temas todo lo posible e intentar lograr la mayor profundidad posible en las comprensiones que nos llevarán a actuar con mayor incidencia política, y esto nos permite consolidar cierto saber. Hasta ahí, todo bien todo bonito solo Nacional.  El problema es que en este sistema de mierda la gente quiere aprovecharse de todo, mercantilizarlo e instrumentalizarlo.

Volvamos al Fishersito. En “Bueno para nada” el autor recupera la noción de David Smail de voluntarismo mágico que este terapeuta usó en su libro “Los orígenes de la infelicidad” para explicar la ficción impuesta de lo que las que crecimos en los noventa cantamos adolescentemente cada que podemos: sé lo que quieras ser, hoy sé una barbie girl. Fisher lo resume en que “es la contracara de la depresión, cuya convicción subyacente es que somos los únicos responsables de nuestra propia miseria y que, por lo tanto, la merecemos”.

Así, este tipo de voluntarismo nos hace creer que todo es posible en la viña del señor y que si nuestras condiciones no cambian es porque no nos da la gana. Esta noción me parece inspiradora para entender nuestra época, pero le pondría otro adjetivo para hablar de los activismos: el voluntarismo es también precario. Así, ser activistas en medio de tiempos profundamente desiguales, hiperproductivistas y explotadores nos impone la ficción de que todo puede ser transformado si damos más de lo posible y esto me parece tramposo.

Habría varias razones para dar cuenta de esta trampa, pero quiero detenerme en dos. La primera tiene que ver con llevar nuestro cuerpo al límite, con el ánimo de ser omnipresentes y omnipotentes, cayendo en una dinámica que replica el productivismo mercantil en la acción política, lo que deja a su paso un costo que nos cuesta reparar, que es nuestra propia salud física y mental que a veces nos lleva a abandonar procesos donde luego nadie nos extraña o nos pregunta cómo estamos. 

Lo segundo es que mucha gente que no hace parte de procesos sociales se aprovecha de nuestra gran intención de querer cambiarlo todo para pedirnos una serie de favorcitos gratuitos. Si usted es activista, ¿cuántas veces una institución le ha pedido que trabaje voluntariamente porque supuestamente no tienen recursos para pagarle? ¿Cuántas convocatorias ha visto donde organismos multilaterales, ONG y fundaciones con mucha luka abren plazas de voluntariado que se venden como una gran oportunidad de mejorar su hoja de vida? ¿Cuántxs profesorxs de las universidades aprovechan que sus estudiantes son “voluntariosxs” y les explotan para ganar réditos académicos individuales?

Creo que a ambas caras de esta moneda hay que decirles ¡basta! No puede ser que los espacios que tienen lks para pagar algo nos exijan que lo hagamos gratuitamente. Tampoco puede seguir sucediendo que se nos vaya la vida luchando para caber dentro de la imagen de las buenas activistas que todo lo hacen, que lo hacen rápido y bien para poder satisfacer las necesidades de todo el mundo. No podemos seguir sosteniendo una idea de acción política basada en la autoexplotación y el voluntarismo precario que nos hace ponernos a eterna disposición de otrxs porque siempre hay que hacer el favorcito.

Hay excepciones y límites cuando el trabajo voluntario que se nos pide tiene una clara intencionalidad, sentido y efecto transformador, pero además que con quien lo hacemos realmente no puede pagarlo ni financiarlo de ninguna manera. Es hermoso cuando entre procesos colectivos hay trueques, intercambios, espacios de apoyo mutuo, solidaridad y colaboración. Cuando es la institucionalidad la que quiere instrumentalizar lo que hacemos, no regale nada, sea una buena para nada.

Mientras sigamos regalando nuestro trabajo a quienes solo lo usan para lavar su cara, se está dejando de contratar de alguien que se ha formado mucho tiempo para hacerlo bien y seguiremos alimentando el tiempo precarizante que aniquila lo posible mientras nos roba la vida por todos los frentes. Sigamos poniendo en la conversación la conciencia de clase y hagamos algo con esta profunda tristeza que nos atraviesa. Como dice Fisher: “todo esto puede hacerse, y una vez que ocurra, ¿quién sabe qué es posible?”.

Referencias

Fisher, M. (2014). “Bueno para nada”. Recuperado de https://www.revistaadynata.com/post/bueno-para-nada-mark-fisher

Smail, D. (2015). The origins of unhappiness. A new understanding of personal distress. Routledge.