Usando unas palabras del escritor Juan Gabriel Vásquez, se podría decir que el Covid-19 llegó a nuestras vidas como una de esas visitas impredecibles de un pariente lejano. El escritor bogotano escribe esta sencilla frase en una bella página de El ruido de las cosas al caer, donde ubica al lector en uno de esos tristes episodios que enlutaron los años noventa en nuestro país.
Se trata de una mañana de 1995 en que por los televisores del billar que frecuentaba Antonio Yammara, empiezan a aparecer con la portentosa regularidad de los noticieros las imágenes del más reciente atentado. El narrador apunta que todo empezó en forma de un boletín de última hora a través de las pantallas de los televisores. Allí se veía a un periodista presentado la noticia desde las afueras de la clínica del Country. Luego apareció un Mercedes Benz con los cristales rotos y brochazos de sangre seca en el asiento trasero. En ese momento todo se detuvo en el billar y alguien pidió que subieran al volumen para saber de qué se trataba. En las pantallas aparecía la imagen del político y periodista Álvaro Gómez Hurtado quien acababa de ser asesinado por unos sicarios en una calle de Bogotá. Ante tal noticia, los personajes del billar reaccionaban protocolariamente formulando preguntas como, ¿Por qué lo habrán matado? o ¿Quién era el responsable de ese asesinato? Nadie esperaba realmente repuestas pues como refiere el narrador, desde hacia una década que esos hechos se habían convertido en parte de la cotidianidad de un país convulsionado.
En esas breves líneas se entrecruzan de manera paradójica los grandes hechos de un atentado en plena mañana en la ciudad, con el asombro contenido y, en cierto modo, postizo de la concurrencia del billar. Pensar en una convulsión que se hace cotidiana desconcierta nuestro pensamiento. Es por ello que Vásquez, señala aquello como una visita impredecible de un pariente lejano. Por un lado se experimenta la sorpresa, que como tal no puede ser preparada, y por el otro, un sentimiento ante quien nos es conocido y a la vez extraño.
Por un lado se experimenta la sorpresa, que como tal no puede ser preparada, y por el otro, un sentimiento ante quien nos es conocido y a la vez extraño.
Así llegó el coronavirus a nuestras vidas. Primero fue una noticia lejana allá por diciembre de 2019 cuando se hablaba de un virus en una provincia de China. Las imágenes de médicos con trajes de seguridad y las calles desoladas por la cuarentena aparecieron en las pantallas como algo lejano. En enero de 2020 se hablaba de unos casos aislados en Europa y el 21 febrero ya se alertaba de una situación complicada en la ciudad de Milán. El 11 de marzo la OMS declaraba al coronavirus como pandemia y en esos días los crecientes casos de Italia y España tenían la resonancia de una catástrofe. Finalmente el 6 de marzo se confirma el primer caso de coronavirus en una mujer colombiana que había estado de viaje por Milán. El momento preciso en que, como en la novela de Vásquez, subimos el volumen de los televisores para atender mejor a la nueva noticia, se dio el 20 de marzo cuando ya se hablaba en todos los medios de cuarentena y aislamiento. Cuatro días después, de manera oficial se decretó la cuarentena nacional obligatoria. Entonces se dio inicio a esa extraña e imprevista visita de un pariente lejano en nuestra propia casa.
¿Cuál fue nuestro pensamiento esa primera noche en que nos asomamos por la ventana para ver las calles vacías? ¿Qué ideas se vinieron a la mente en el justo instante en que apagamos las pantallas y sentimos el profundo silencio de la cuarentena? Algo había cambiado, sin duda. De un día para el otro, el mundo había dado un giro que no hubiéramos podido pronosticar ni prever. Quizá formulamos preguntas vacías como los jugadores del billar ante la noticia del magnicidio o simplemente pusimos las bolas sobre la mesa para seguir jugando otra partida.
El filósofo alemán Bernhard Waldenfels ha señalado que una experiencia de lo extraño está marcada por el miedo y el asombro y que esta nos sucede antes de que podamos aceptarla o rechazarla (2015, 12) En este sentido el coronavirus llegaba a nuestras vidas con la fuerza de la extrañeza, que en medio del asombro nos exigía afrontarla y atenderla sin reparos. El Covid-19 se presentó con la inesperada forma de una amenaza viral que de un momento a otros nos recluyó en el encierro y anuló las perspectivas inmediatas de futuro. Semejante irrupción tan radical pedía de nosotros una revisión profunda de nuestras ideas, un cambio de perspectiva, una nueva forma de estar en el mundo. Ante semejante exigencia, el miedo y la incertidumbre fueron reacciones naturales.
Por aquellos días periodistas, gobiernos, científicos y divulgadores de You Tube se esmeraban por presentar su opinión, ante un público desolado que necesita de una voz firme en medio de la incertidumbre. La gran fuerza del virus estribaba en nuestro desconocimiento. El covid-19 era nuevo, invisible, sumamente contagioso y cuyo estudio se iba haciendo sobre la marcha. En estos tiempos de aparente parálisis y zozobra, la dinámica de las redes sociales y las noticias de última hora no han cesado de otorgarnos esa sensación habitual de velocidad tan propia de nuestras dinámicas económicas y sociales. En este sentido, aunque atendiéramos a esa famosa frase de Mafalda, paren el mundo que me quiero bajar, no debería sorprendernos que ante este frenazo que ha significado la pandemia, nos viéramos pisando un caminador eléctrico que a pesar de no ir hacia ningún lugar, no puede detenerse por ningún motivo.
Y es que siguiendo las reflexiones de Waldenfels, nos encontramos con que ante lo extraño cabe dar dos tipos de respuesta, una repetitiva o reproductiva, que entendería la extrañeza como algo que no se aleja demasiado de lo ordinario y simplemente antepondría a ello fórmulas existentes y convencionales; u otro tipo de respuestas de carácter innovador o productivo, que partiría de la ruptura del orden perpetrada por la extrañeza y se aventuraría a dar una respuesta bajo nuevas construcciones de sentido (2015, 52). Esta es justamente la disyuntiva en que nos pone la experiencia de la pandemia y en torno a cada una de estas opciones existen elementos que posibilitan u obstaculizan lo que podríamos denominar como una autentica experiencia de lo extraño.
Es importante dejar de lado las voces de los profetas que en los inicios se lanzaron a augurar revoluciones o quienes empezaban a ver manuales de supervivencia en la literatura distópica de Adous Husley y George Orwell. Es impresionante cómo reaccionamos ante lo desconocido. Por un lado, intentamos despojar el enigma asimilándolo con algo ya vivido, por otra parte, tratamos de acercarlo lo máximo posible a nuestra realidad aunque ello implique reducirlo a mera fantasía. Se trata entonces, de la difícil tarea de despojar al virus de todos esos añadidos que nuestra sociedad masificada le ha puesto encima y disponernos cada uno para que el virus entre y remueva los cimientos de nuestro pensamiento ¿Cuáles son las implicaciones que el coronavirus tiene en el aquí y en el ahora? Es necesario detenernos en este punto exacto en que la pandemia tocó nuestras vidas. No perder el asombro del momento en que todo se detuvo y desde allí dar el paso hacia los nuevos sentidos que este hecho reclama.
En la intimidad de cada vida la pandemia ha desatado una gran cantidad de historias. Los proyectos truncados o postergados indefinidamente, el drama del desempleo o de unas nuevas rutinas que han terminado por derribar las fronteras entre el trabajo y el hogar, las relaciones amorosas destruidas por la distancia o por la excesiva cercanía, la enfermedad o la muerte de algún familiar mediada por unos fríos protocolos de distancia social, el hambre y la angustia de conseguir el dinero necesario para sobrevivir, o la frustración de verse limitado por las medidas de seguridad impuestas por los gobiernos. Todo ello parece exigir nada menos que un cambio radical en concepciones tan esenciales como lo son la vida, la muerte, el amor, el tiempo, la sociedad o el gobierno.
Por ejemplo, la idea que tenemos de la vida, se halla respaldada por esfuerzos médicos, tecnológicos y políticos que nos han brindado una longevidad de entre sesenta a ochenta años y que nos han otorgado comodidades y libertades que hasta antes de la pandemia creíamos irrefutables. Ante el coronavirus la medicina ha mostrado su vulnerabilidad y ha tenido que ponerse a trabajar a marchas forzadas, en medio del avance del contagio y de las muertes en todos los continentes. Nuestras comodidades y libertades se han visto restringidas y esa vida que proyectábamos hacia el futuro ha debido reducirse a las horas inmediatas que a cada paso se mostraban impredecibles ¿Cómo cambia la vida bajo la amenaza del contagio y la incertidumbre? Y ante la presencia de la muerte en la cotidianidad ¿Qué se entiende por vivir plenamente, por vivir bien? ¿Es acaso esa larga expectativa de vida, una certeza de calidad? Y el amor, el tiempo, la sociedad ¿Cómo se trastoca todo ello por el aislamiento de los cuerpos, por la monotonía de los días o por la suspensión abrupta de los propios proyectos?
Las dinámicas de poder que se esmeran en generar un discurso oficial bajo las etiquetas de “la nueva normalidad” o el uso y el abuso de palabras como resiliencia para monopolizar el modo como se debe experimentar de la pandemia, atentan contra ese derecho que cada uno tiene a vivir desde su propia perspectiva la irrupción de este hecho tan particular. Para volver a la imagen de Vásquez, podemos ver al covid-19 como esa noticia que detiene la atención de todos en el billar. Pero más aún, el virus es ese hecho que causa la noticia, un hecho violento que rompe la cotidianidad, un asesinato en plena mañana. Ante un acontecimiento como este el orden de las cosas queda suspendido por un momento y antes de dar voz a la algarabía de los noticieros o a las instrucciones oficiales, es necesario dejarse tocar por el horror de semejante hecho y responder de manera adecuada, sin intentos de apropiar o asimilar a ese visitante impredecible.
En este punto es importante aclarar que no me refiero a un cambio utópico que envuelva a todo el mundo, sino al cambio real que cada uno puede fraguar consigo mismo. No obstante, este cambio individual no puede dejar de tener consecuencias políticas. En esta situación todos estamos implicados de una u otra manera y el diálogo se hace necesario como espacio de intercambio y de pensamiento en común. La vida, la salud o la muerte no se sienten igual de este lado de la pandemia y en esta nueva sensación entran en juego un entramado de realidades que van desde los estilos de vida individual, los sistemas de salud y la gestión de los gobiernos.
En Colombia, llevamos ya bastante tiempo en lo que se podría señalar como un estado de pandemia. En nuestra cotidianidad se ha metido la alarma como un estado habitual y por muchas décadas hemos vivido siempre bajo la amenaza de la violencia en sus pequeñas y grandes manifestaciones. Como a todo el mundo el covid-19 nos tomó por sorpresa, pero la particularidad de nuestro pueblo tiene la característica de habituarse a las amenazas más extrañas. A ello responde la inmunidad subjetiva que empuja a los trabajadores informales a lanzarse a las calles para conseguir el sustento diario o las grandes multitudes que fácilmente olvidan los peligros del coronavirus con el anuncio de un día de descuentos en plena pandemia. Es por eso que en la escena de El ruido de las cosas al caer el magnicidio que trasmiten el noticiero no logra suscitar en los televidentes del billar más que unas leves reacciones sin mucha trascendencia. Nuestra historia, habituada a las grandes convulsiones, nos ha hecho inmunes a la sorpresa. Solo nos queda esperar que la excepcionalidad de esta pandemia y la puesta en evidencia de nuestros lastres sociales puedan suscitar espacios para pensar las cosas de una manera diferente.
BIBLIOGRAFÍA
-Vásquez, J. G., (2011) El ruido de las cosas al Caer, Alfaguara, Bogotá, Colombia.
-Waldenfels, B., (2015) Exploraciones Fenomenológicas acerca de lo Extraño, Siglo XXI Editores, España, Barcelona.