Una noche oscura del mes de enero un ruiseñor merodeaba la penumbra de las playas y costas de Mazunte, por alguna razón la oscuridad, las estrellas, la luna y las olas le generaban una sensación de plenitud única. Volaba durante horas hasta quedar exhausto para luego, encontrar un sembrado de rosas rojas y beber de sus esporas hasta que su estómago, templado como un tambor, le rugía que ya estaba lleno.
Una de esas tantas noches de penumbra, acostumbrado a esa soledad y al crujir de las olas estrelladas en la arena, sintió que en la playa se había roto la armonía.
En la playa y juntando sus lágrimas con el mar (de la misma forma que este se empalma con el océano) se encontraba una bruja hincada aflorando en llanto su desamor hacia la vida, vertiendo su odio a lo conocido y añorando con toda su alma ver lo prohibido, ver el alba.
En su gran mundo de brujas y brujildas ella era una excepción, no sólo por su belleza (que de por sí ya es gran cosa) como por su amor y valor de lo cotidiano, de las pequeñas cosas que en su mundo de verrugas y caras amargas valían poco; mientras para las otras brujas un muicle era basura que brotaba de la tierra, para ella era un arbusto hermoso repletito de flores rojas que le quemaban el corazón a saltos y le sacaban una sonrisa.
En un principio, cuando germinaba su existencia, las otras brujas creyeron que simplemente eran cosas de niñas esas emociones. En su adolescencia, las compañeras de hechizos la tomaron como una chiquilla tonta que simple y llanamente quería llamar la atención; pero cuando la bruja llegó a sus 23 años y continúo con esas peligrosas emociones, las otras brujas, brujotas y brujildas decidieron relegarla, tomarla seriamente como alguien diferente y aislarla hasta encarcelarla en su soledad.
Por esto se encontraba llorando en la playa, vertiendo su odio en cada lamento, sintiendo la diferencia como algo perturbador y oscuro para los demás. Por eso añoraba ver el alba, para comenzar una aventura aunque se supiera muerta con los primeros ráfagazos del sol.
Mientras eso pasaba el ruiseñor la contemplaba con ternura, la encontraba hermosa aún en ese momento de amargura por el que pasaba. Con las fuerzas de su pequeño cuerpo se aventuró en la penumbra hacia la playa, decidió antes beber de nuevo hasta el exceso de aquellas deliciosas esporas de rosas rojas que le causaban gran satisfacción. Buscó luego la más radiante y roja de las rosas, la tomó en su pico y con un vuelo ligero pero de firme decisión se acercó a la hermosa pero adolorida bruja.
Llamó la atención con su vuelo coqueto y bastó una mirada fugaz de los ojos color sol de la bruja para entretejerse, para hablarse y conocerse sin siquiera una palabra. La invitó con una ojeada a conocer el alba, como si conociera sus más prófugos deseos, la convidó a hacer un pacto pero le advirtió que este sobrepasaría la muerte.
Ella, asustada por vez primera, lo miró aterrada por semejante propuesta (para ser la primera vez que se veían la propuesta era bien seria), pero al ver el brillo intenso en los ojos del ruiseñor y su determinación de hierro, aceptó implacablemente adentrarse a tamaña hazaña.
El ruiseñor la tomó de un brazo y con todas la fuerza de la convicción volaron hacia las profundidades del mar. Volaron tan raudo y con tanta pasión que se abrazaron en el momento solemne en que despuntaban los primeros rayos del alba. De su unión con la eternidad nació un arcoíris tan grande y frondoso que llegó desde las playas de Mazunte a Amecameca y duró nueve veces más que los arcoíris ordinarios.
Cuentan los ancestros que me silbaron la historia en una noche de verano, que si ves una estrella fugaz en esta playa es que la bruja y el ruiseñor se están amando en el universo, que se cuentan cuentos o que bailan a la velocidad en que en un inicio se abrazaron, deseosos que los mortales también lo hagan.
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Hernán Ricardo Murcia
2 Febrero de 2017