Movimiento del 21-N: expresión de la crisis de hegemonía del régimen de acumulación colombiano

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El Paro Nacional del 21 de noviembre de 2019 pasará a la historia por haber detonado fuerzas políticas populares sin precedentes recientes en Colombia, un país en el que la férrea represión estatal y paraestatal han consolidado, tiempo después de su articulación colonial y dependiente con el sistema mundial capitalista, un bloque de poder neoliberal remozado con una democracia restringida y una engañosa continuidad institucional estadocéntrica. Aunque las cifras del gobierno hayan intentado ocultar su dimensión con la cifra de 207 000 marchantes, un cálculo independiente de El Espectador ha estimado que solamente en Bogotá, Medellín y Bucaramanga asistieron aproximadamente 446 549 personas.

Bolivia, Ecuador, Chile, Haití, Colombia, Perú o Argentina, aunque tienen procesos políticos particulares, sistémicamente comparten la característica de ser economías dependientes o periferializadas, con distintos grados de «desarrollo del subdesarrollo», y cuya precarización mantiene un patrón de poder mundial hoy disputado entre Estados Unidos y China y que históricamente ha relegado a las economías latinoamericanas a la exportación de productos básicos y materias primas —como en el caso del «patrón agro-minero exportador» del siglo XIX, según Jaime Osorio— y a la continua extracción de excedentes de deuda, al tiempo que reserva para ciertos espacios de las potencias colonizadoras, neocolonizadoras o imperialistas, China incluida —que primero tuvo que hacer una «revolución comunista» para apartarse de esa matriz de dominación mundial—, los procesos productivos centrales de economías desarrolladas. Así, el paro del 21-N, a partir del rechazo común del «paquetazo neoliberal» representado en el gobierno Duque, aglutinó a distintos sectores de las multitudes populares contrahegemónicas que fueron más allá de su «particularismo militante», e, igualmente, abrió el incierto camino al capítulo colombiano en la oleada de protestas latinoamericanas que sacuden la región.

El orden neoliberal en Colombia como telón de fondo del 21-N

Que el régimen de acumulación del capitalismo dependiente colombiano sea neoliberal significa, como hemos dicho en otros artículos, que la política económica tiende a orientarse a la disciplina fiscal y a la desregulación económica —comercial, financiera—. Es una reorganización global de la acumulación de capital con estructuraciones diferentes según los espacios de producción sean periféricos, semiperiféricos o centrales. El orden neoliberal colombiano no busca combatir la desigualdad en la concentración de la riqueza, sino crear «equilibrios macroeconómicos» mediante instrumentos monetarios como el control de la inflación o fiscales como la reducción del gasto público, y su integración «flexibilizada» a la economía mundial. Sin embargo, para poderse legitimar entre las clases más desfavorecidas, y como fruto de la condensación parcial de fuerzas sociales contrapuestas, este orden económico-político tiene que incorporar cierto gasto social focalizado asistencialista y abanderar la lucha contra la pobreza como su principal logro o mantener el «subsidio a la oferta» como el de la educación pública escolar y universitaria —así esté desfinanciada o se pretenda acabar—, lo que ha producido, si se suma el gasto de guerra, infraestructura y de pago de la deuda, un «déficit fiscal estructural» desde 1990 de acuerdo con Andrés Felipe Mora. En la tensión constante entre acumulación desigual y la necesidad de gasto público para legitimarse se ha movido el neoliberalismo colombiano.

El resultado ha sido una sociedad nacional desigual y jerárquica que en condiciones de dependencia resiente la tendencia sistémica de deterioro de tasas de ganancia del sector productivo y el decrecimiento de la economía mundial, la concentración de la riqueza en las altas burguesías financieras, la desindustrialización, la desigualdad en la distribución de la tenencia de la tierra, la reducción del gasto público, la carga impositiva contra las clases populares y medias, la informalidad laboral o el desempleo. El «equilibrio macroeconómico» con algún grado de gasto social se torna en un mecanismo insostenible para mantener el «subdesarrollo» políticamente gestionable y el capitalismo colombiano, con clases medias y populares cada vez más excluidas y pauperizadas, comienza a hacer patente su particular estructura de dominación de clases, como lo ilustró alguna vez la caricatura Pyramid of Capitalism System de 1911.

Sin clases medias o populares que aceiten las ruedas del comercio capitalista y sus sociedades de consumo como ideal hegemónico de vida, la crisis sistémica no hace más que reproducirse. Tras el 21-N, la convivencia naturalizada se comienzó a disgregar y a reorganizarse en ciertas espacialidades sociales: emergen nuevos brotes de violencia política, las manifestaciones pacíficas, crece el malestar social, los saqueos, el llamado vandalismo; aflora el resentimiento social y la constitución conservadora de sectores del lumpenproletariado como clase enemiga, fuerza de choque que puede ser usada contra las potencias de las multitudes contrahegemónicas. En esta situación, el orden que criminalizó la pobreza y condensó en el pobre la causa de sus males —pues el excluido, la excluida, son los únicos responsables de su condición—, ha empezado a perder legitimidad general cuando la correlación de fuerzas ha favorecido a los movimientos que desafían el orden de la «potestas estatal». Ha comenzado a tomar más contundencia las preguntas por los responsables invisibles: los que no saquean en público pero se roban el presupuesto estatal, los que viven desconectados de las realidades culturales y materiales de las clases populares aunque dependan de ellas, los especuladores financieros como Sarmiento Angulo, los grandes gremios, las endogámicas élites políticas extranjerizantes y sus redes clientelares de burócratas, las élites sindicales, los terratenientes, el paramilitarismo, las «fuerzas» del orden vigente, en fin, los que subordinados al patrón de poder mundial, y organizados institucionalmente por el Estado, han jerarquizado la sociedad colombiana y la han convertido, en distintos grados, en una estructura «políticamente gestionable», incluso habiendo acudido a la violencia oficial o extraoficial cuando la función de hegemonía comienza a decaer: asesinatos a líderes sociales, estigmatización y exterminio de la oposición —como la de la Unión Patriótica—.

El accionar violento guerrillero, con sus ataques a la «población civil» y su entrada al narcocapitalismo mundial para financiar la guerra, había reforzado ese patrón de dominación pues inintencionalmente coadyuvó a la unificación y legitimación del bloque de poder sistémico en torno al proyecto político-económico de Álvaro Uribe, quien contó con apoyo masivo de clases medias y populares, con todo lo que ello implicó y sigue implicando para el país. Pero el Acuerdo entre FARC y la derecha neoliberal modernizante representada en Juan Manuel Santos, y ante la imposibilidad del uribismo de acabar lo pactado por completo, posibilitó condiciones sociopolíticas para que se potenciaran fuerzas populares diferentes a las tradicionales.

El nuevo movimiento del 21-N

¿Por qué hablar del 21-N como un nuevo movimiento social y no meramente como el nombre de la fecha de un gran paro nacional? ¿Qué define a un movimiento? Aunque la coyuntura está evolucionando a cada momento, y el curso del proceso político no sea claro, el cacelorazo espontáneo del 21 de noviembre que se replicó en distintas partes del país puede arrojar una pista: la fuerza política del paro no se quedó en las marchas masivas previamente programadas o en la dispersión de éstas por la fuerza estatal, sino que continuó expresándose y sumando más y más personas hasta conformar movilizaciones nocturnas en los barrios, a nivel local-comunitario, en una muestra de que el poder se puede construir y ejercer popularmente. Luego siguieron nuevas movilizaciones y cacerolazos: el 22-N, el 23-N, el 24-N.

La noche del 22-N en Bogotá estuvo marcada por un ambiente de zozobra e incertidumbre, pues se replicó parcialmente el caótico fenómeno que vivió Cali un día antes, donde, en una mezcla de desinformación, alta desigualdad, exclusión socioeconómica y redes sociales, explotó una ola de pánico general luego de un toque de queda.

Las denuncias de saqueos que ocurrían simultáneamente, y presuntamente coordinados, llevaron a que Mauricio Armitage, alcalde de Cali, declarara un toque de queda desde las siete de la noche y la ciudad fuera militarizada. Pero posteriormente comenzaron a pulular llamadas de emergencia y cadenas de WhatsApp que advertían de la presencia de «vándalos» o «saqueadores» —provenientes de sectores marginalizados del oriente de Cali, que querían entrar a conjuntos residenciales—, lo que llevó a que los residentes defendieran sus pertenencias con armas. Ante la presencia de «gente rara» que presuntamente iba a saquear casas, pues «Cali demostró que además de miedo a la inseguridad le tiene miedo a los pobres», la ola de pánico se amplificó y ciudadanos comenzaron a echar tiros al aire ante la presencia de cualquier cosa que considerasen amenazante. Las alarmas generales de conjuntos residenciales, la ausencia de pie de fuerza estatal y los gritos no ayudaron a calmar la situación.

En Bogotá la situación fue similar, pues las denuncias de supuestos saqueos generalizados y de descomposición parcial del orden de la propiedad llevaron, en el marco de las manifestaciones del 22-N, a declarar un toque de queda por primera vez, justamente, desde 1977, año del último gran paro cívico nacional, al menos hasta el 21-N. Pero de manera extraña lo que hizo el toque de queda de 2019 fue crear condiciones en Bogotá para que el pánico se difundiera todavía más, como en Cali. La presencia simultánea y coordinada de sectores del lumpenproletariado, en distintas partes de la ciudad, pero que en general no emprendía saqueos sino que buscaba atemorizar, también fue amplificada por videos virales de algunos saqueos de la mañana y la tarde y alertas nocturnas difundidas en redes sociales de que los «vándalos» estaban entrando en esos mismos instantes a residencias de barrios aledaños. Así pues, con la medida del toque de queda tanto Duque como Peñalosa «metieron saqueo y cacerola en la misma bolsa».

Uno de los efectos de ese falso pánico es que desde el uribismo se responsabilizó a las movilizaciones populares de alentar un clima de robo y destrucción general, y legitimó entre algunas personas la idea de una reacción conservadora idónea para reprimir y acallar las protestas, como la que hiciera Turbay como reacción al paro de 1977 con su Estatuto de SeguridadComo ilustra Carlos Cortés en su programa La Mesa de Centro, uribistas como María Fernanda Cabal y periodistas afines como Claudia Gurisatti ayudaron a propagar este pánico en Twitter mediante la difusión de alertas de saqueos. La estrategia, aguzada previamente por los discursos de Duque sobre lo que podía ocurrir en el 21-N, consistió en generar miedo a la protesta social contrahegemónica y responsabilizar al movimiento y no al orden que el uribismo representa por los desmanes, coordinados o no, contra los «propietarios» de clase media y baja-media. Para algunos, y aun cuando el miedo generalizado no tenía correlato con la realidad, la presencia de las fuerzas de coerción estatal fue «tranquilizadora» y quedó así legitimada.

La reacción contra estos efectos estigmatizantes y de desmovilización política tras un toque de queda que ayudó a difundir el miedo a la protesta social consistió en nuevas marchas: las del 23-N. Sin embargo, en el centro de Bogotá, por ejemplo, éstas fueron reprimidas por el Esmad así se realizaran pacíficamente, en una suerte de empoderamiento represivo legitimado tras los extraños sucesos de la noche del 22-N —y no es como si la represión estatal no hubiera ocurrido también el 21 y 22-N—. El disparo ilegal de una recalzada en la cabeza del joven de dieciocho años Dilan Cruz, quien se encontraba protestando, le provocó un trauma craneoencefálico —y eventualmente su muerte, el 25-N—, lo que conllevó ese mismo día a nuevas manifestaciones, como una velatón en su homenaje al frente del hospital donde era atendido. Más movilizaciones, con las cacerolas como protagonistas, ocurrieron el 24-N en regiones como Bogotá o el Valle de Aburrá, en Antioquia. En Medellín, la reacción popular por el homicidio contra Dilan Cruz cometido por un agente del Esmad paralizó la ciudad el 26-N.

Características generales del 21-N y algunas tendencias del proceso político

Esta continuidad en el tiempo hace pensar que ha emergido un nuevo movimiento social contrahegemónico en proceso de construcción de su propia identidad con algún grado de proyección futura, en general protagonizado por jóvenes, y que ha reunido el aglomerado de aprendizajes y luchas históricas de movimientos feministas, indígenas, campesinos, de trabajadores o estudiantes, aunque su naturaleza es principalmente urbana. El «efecto contagio» latinoamericano que sectores del bloque de poder temían, particularmente por las amplias movilizaciones antineoliberales ocurridas en Chile, se confirma cuando los manifestantes tienen a tal proceso político como inspiración o referencia. Asimismo, el uso de tecnologías del capitalismo como las redes sociales han sido claves para proponer ideas de autoorganización y compartir información relacionada con actividades del incipiente movimiento. Aunque el paro nacional del 21-N fue convocado desde la CUT, el movimiento tiende a expresar distancia con la élite sindical y reivindica para sí su propia autonomía como multitud o reunión espontánea de multitudes que generan «fluctuaciones» en el orden neoliberal.

El 21-N, de carácter antiuribista, no tiene líderes visibles y es descentralizado pues, si bien distintas organizaciones han participado en su despliegue, sus instituciones propias están en ciernes y su potencia reside justamente en que cualquier persona que legitime su lucha puede sumarse de modo espontáneo, situación que podría ser aprovechada por el gobierno Duque para negociar por separado con instituciones no representativas y atomizar un movimiento naciente en su sistémico «gran diálogo nacional». Esta situación generará tensiones con el «Comité del Paro Nacional», que el 22 de noviembre «no respaldó el llamado a nuevas movilizaciones», aunque la CUT ha hecho el llamado a nuevas movilizaciones para el 25-N. Pero, en realidad, el 21-N no ha necesitado su avenencia para movilizarse autónomamente. Otra tendencia es su rechazo a la violencia, especialmente a aquella que no tiene una clara intencionalidad política contrahegemónica, pero hay que comprender que dentro del movimiento también hay luchas intestinas de poder que disputan en el transcurrir del proceso político, ya sea por la fuerza o el consenso, cómo representar el mundo, qué se rechaza, cuál es el repertorio de lucha y su dirección política.

Su permanencia en el tiempo dependerá de su institucionalización, por ejemplo, como partido político, pero este proceso podría llevarlo a perder potencia política de transformación. Una salida podría ser la conformación de un partido-movimiento: un nuevo partido político que nace del movimiento social pero que no se subsume a él con la capacidad de agregar distintos intereses de los sectores sociales alternativos; al tiempo, esta estructuración política posibilita una autonomía del movimiento frente al partido que permite ejercer control continuo a su jerarquía cuando ésta no vele por sus intereses. Ésta es una propuesta de contragobernanza antisistémica de Julio Quiñones. Sin embargo, este tránsito tendría que aprender de los errores de experiencias de partido-movimiento como los de Podemos respecto al 15-M o del MAS respecto a los movimientos indígenas dentro de las limitaciones que impone el sistema mundial globalizado capitalista y la burocracia.

Tras la ola de pánico de Cali del 21-N y de Bogotá del 22-N se puede vislumbrar que el proceso político podría fracasar si la construcción del pobre o del lumpenproletariado como clase enemiga o peligrosa triunfa entre los pueblos y gentes. El orden vigente, intencionalmente o no, funcionaliza las propias exclusiones que genera y desata a través de sus efectos, especialmente sobre la pequeña propiedad, una reacción más conservadora. Una bomba social peligrosa que tiene como agravante la creciente xenofobia contra la población venezolana, alguna vinculada con la delincuencia como forma de vida ante la precarización del país y que el mero crecimiento económico dependiente no logra solventar. Pero las multitudes del 21-N no pueden perder de vista que hay unas jerarquías político-económicas estructuradas-estructurantes que producen y reproducen la pobreza y la desigualdad y que impiden el autogobierno y la autonomía, reemplazados por la ilusión individualista de las fuerzas autogubernativas de la elección racional y el mercado. Duque es el representante coyuntural de ese orden; el bloque de poder político-económico que su gobierno gestiona, más allá de estar en contra del uribismo, es lo que hay que continuamente cuestionar y transformar. A su vez, evitar la criminalización de la pobreza y el pánico como valores legitimados pasa por rechazar —pero comprender— la violencia injustificada que perjudique al movimiento. Es menester aclarar críticamente una y otra vez la palabra para caminarla.

Vale la pena anotar que ésta es una perspectiva sobre el 21-N cruzada por mi posición social urbana, masculina, bogotanocéntrica y de clase media-baja. No puede reunir los distintos matices del movimiento social y su interpretación omite otras perspectivas o se equivoca. La invitación es a narrarnos entre todos/as y expresar nuestros propios puntos de vista para seguir construyendo colectivamente una experiencia inédita e impredecible para Colombia.

Adenda: en Facebook ha circulado una publicación que pide un cacelorazo por toda Latinoamérica para el próximo primero de diciembre.  Si triunfa, seremos periferias del sistema mundial capitalista las que clamaremos por un orden y sentidos y sujetos nuevos que aboguen por la integración regional, la lucha contra los patrones de poder mundiales consolidados por los procesos de globalización, la solidaridad colectiva y la autonomía e identidad de sus pueblos y gentes.

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