Un manifiesto por la libertad de prensa, por Albert Camus

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En este #AprendiendoCositas les compartimos un manifiesto contra la censura que fue escrito por Albert Camus en 1939 durante la ocupación alemana y que, por supuesto, fue censurado.

Camus además de ser un novelista brillante y de haber recibido el Premio Nobel por «el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de la actualidad», fue periodista y un humanista.

Incomodó no solo a la poderosa Francia, a los Nazis, también a la iglesia y al partido comunista

Nació en Argelia cuando todavía era colonia francesa, militó en el partido comunista y años más tarde en movimientos anarquistas. Creció en uno de los barrios más pobres de Argelia, tuvo acceso a la educación por una beca que le daban a hijos de combatientes caídos en la primera guerra mundial. Sufrió de tuberculosis desde temprana edad y por ello no le permitieron ser profesor universitario, así que se dedicó al periodismo, allí fue censurado en muchas ocasiones, también fue perseguido por lo que tuvo que huir de su natal Argelia a Paris para conseguir trabajo.

Incomodó no solo a la poderosa Francia, a los Nazis, también a la iglesia y al partido comunista. Murió a los 46 años en un accidente de carro del que existen muchas hipótesis.

Aprovechamos esta entrada para recomendarles que vean esta joya del cine “La batalla de Argel”, que retrata el colonialismo, la resistencia y el uso de métodos de tortura de Francia para contener los intentos de independencia de esta colonia:

Ahora sí, el manifiesto:

Manifiesto por la libertad de prensa

Es di­fí­cil hoy en día evo­car la li­ber­tad de pren­sa sin ser gra­va­dos de ex­tra­va­gan­cia, acu­sa­dos de Mata-Hari, de es­tar con­ven­ci­dos de ser so­brino de Stalin.

Sin em­bar­go, es­ta li­ber­tad en­tre otras es só­lo una de las ca­ras de la li­ber­tad tout court y de­be­mos com­pren­der nues­tra obs­ti­na­ción en de­fen­der­la si que­re­mos acep­tar que no hay otro mo­do de ga­nar real­men­te la guerra.

Desde lue­go, la li­ber­tad tie­ne sus lí­mi­tes. También es ne­ce­sa­rio que sea li­bre­men­te re­co­no­ci­da. Los obs­tácu­los que son dis­pues­tos hoy a la li­ber­tad de pen­sa­mien­to, tam­bién he­mos di­cho to­do lo que se po­día de­cir y de­ci­mos una vez más, has­ta la sa­cie­dad, to­do lo que nos se­rá po­si­ble de­cir. En par­ti­cu­lar, no nos asom­bra­re­mos nun­ca lo bas­tan­te, de que el prin­ci­pio de la cen­su­ra una vez pro­nun­cia­da pro­du­ce que la re­pro­duc­ción de tex­tos pu­bli­ca­dos en Francia, y pre­ten­di­do por la cen­su­ra, sea prohi­bi­do en el área me­tro­po­li­ta­na en Soir ré­pu­bli­cain (pe­rió­di­co, pu­bli­ca­do en Argel, del cual Albert Camus fue edi­tor en je­fe en su tiem­po), por ejem­plo. El he­cho de que a es­te res­pec­to un dia­rio de­pen­da del es­ta­do de áni­mo o la com­pe­ten­cia de un hom­bre de­mues­tra me­jor que cual­quier otra co­sa el gra­do de con­cien­cia que he­mos logrado.

El he­cho de que a es­te res­pec­to un dia­rio de­pen­da del es­ta­do de áni­mo o la com­pe­ten­cia de un hom­bre de­mues­tra me­jor que cual­quier otra co­sa el gra­do de con­cien­cia que he­mos logrado.

Uno de los bue­nos pre­cep­tos de una fi­lo­so­fía dig­na de es­te nom­bre es no res­tre­gar­se por la ca­ra la­men­ta­cio­nes inú­ti­les fren­te a una si­tua­ción que no pue­de evi­tar­se. El te­ma en Francia ya no es sa­ber el mo­do de po­der pre­ser­var las li­ber­ta­des de la pren­sa. Se tra­ta de in­ves­ti­gar có­mo, fren­te a la su­pre­sión de es­tas li­ber­ta­des, un pe­rio­dis­ta pue­de per­ma­ne­cer li­bre. El pro­ble­ma ya no es­tá ra­di­ca­do en la co­mu­ni­dad. Incumbe al individuo.

Y pre­ci­sa­men­te lo que se op­tó por de­fi­nir aquí, son las con­di­cio­nes y los me­dios por las que, den­tro de la gue­rra y sus ser­vi­dum­bres, la li­ber­tad pue­de pue­de ser, no só­lo pre­ser­va­da, sino tam­bién ma­ni­fes­tar­se. Estos me­dios son cua­tro: la lu­ci­dez, el re­cha­zo, la iro­nía y la obs­ti­na­ción. La lu­ci­dez su­po­ne el en­tre­na­mien­to de re­sis­ten­cia al cul­to del odio y la fa­ta­li­dad. En el mun­do de nues­tra ex­pe­rien­cia, lo cier­to es que to­do pue­de ser evi­ta­do. La gue­rra en sí, que es un fe­nó­meno hu­mano, pue­de ser evi­ta­da en to­do mo­men­to o ser de­te­ni­do por los me­dios hu­ma­nos. Basta con co­no­cer la his­to­ria de po­lí­ti­ca eu­ro­pea de los úl­ti­mos años pa­ra cer­cio­rar­se de que la gue­rra, sea cual sea es­ta, tie­ne unas cau­sas evi­den­tes. Esta vi­sión cla­ra de las co­sas ex­clu­ye el odio cie­go y la de­ses­pe­ra­ción que lais­se fai­re. Un pe­rio­dis­ta in­de­pen­dien­te, en 1939, no se deses­pe­ra y lu­char por lo que él cree que es ver­dad, co­mo si su ac­ción pu­die­ra afec­tar el cur­so de los acon­te­ci­mien­tos. El no pu­bli­ca­rá na­da que pue­da in­ci­tar al odio o pro­vo­car la de­ses­pe­ra­ción. Todo ello es­tá en su poder.

un pe­rió­di­co in­de­pen­dien­te da el ori­gen de su in­for­ma­ción, ayu­da al pú­bli­co pa­ra su pon­de­ra­ción, re­pu­dia el la­va­do de ce­re­bro, eli­mi­na la in­ju­ria, su­pera los co­men­ta­rios de la es­tan­da­ri­za­ción del con­jun­to de la in­for­ma­ción

Frente a la cre­cien­te ola de es­tu­pi­dez, es­to es igual­men­te ne­ce­sa­rio pa­ra opo­ner­se a al­gu­nos re­cha­zos. Ni to­das las res­tric­cio­nes del mun­do ha­rán que un es­pí­ri­tu mí­ni­ma­men­te hon­ra­do se com­pro­me­ta an­te la des­ho­nes­ti­dad. Ahora bien, sí co­no­ce­mos los me­ca­nis­mos de la in­for­ma­ción, es fá­cil com­pro­bar la au­ten­ti­ci­dad de una no­ti­cia. Eso es a lo que un pe­rio­dis­ta in­de­pen­dien­te de­be pres­tar to­da su aten­ción. En efec­to, si se pue­de de­cir lo que pien­sa, él no pue­de afir­mar aque­llo que él no pien­sa o que cree co­mo fal­so. Y así es co­mo un pe­rió­di­co li­bre se mi­de tan­to por lo que di­ce co­mo por lo que no di­ce. Cualquier efec­to ne­ga­ti­vo de es­ta li­ber­tad, con mu­cho, es lo más im­por­tan­te de to­do, si se sa­be man­te­ner. En tan­to alla­na el ca­mino a la au­tén­ti­ca li­ber­tad. En con­se­cuen­cia, un pe­rió­di­co in­de­pen­dien­te da el ori­gen de su in­for­ma­ción, ayu­da al pú­bli­co pa­ra su pon­de­ra­ción, re­pu­dia el la­va­do de ce­re­bro, eli­mi­na la in­ju­ria, su­pera los co­men­ta­rios de la es­tan­da­ri­za­ción del con­jun­to de la in­for­ma­ción, en re­su­men, es la ver­dad en la me­di­da de la fuer­za hu­ma­na. Esta me­di­da, si re­sul­ta fa­mi­liar, le per­mi­te al me­nos ne­gar que no hay fuer­za en el mun­do que co­mo no po­dría ha­cer­le acep­tar es­tar: al ser­vi­cio de la mentira.

Un pe­rió­di­co in­de­pen­dien­te da el ori­gen de su in­for­ma­ción, ayu­da al pú­bli­co pa­ra su pon­de­ra­ción, re­pu­dia el la­va­do de ce­re­bro, eli­mi­na la in­ju­ria, su­pera los co­men­ta­rios de la es­tan­da­ri­za­ción del con­jun­to de la in­for­ma­ción, en re­su­men, es la ver­dad en la me­di­da de la fuer­za hu­ma­na.

Esto nos lle­va a la iro­nía. Uno pue­de pos­tu­lar un es­pí­ri­tu que po­see el gus­to y los me­dios pa­ra im­po­ner la res­tric­ción que se mues­tre in­sen­si­ble an­te la iro­nía. No ve­mos a Hitler, por co­ger só­lo un ejem­plo en­tre otros, ha­cien­do uso de la iro­nía so­crá­ti­ca. Por lo tan­to, la iro­nía si­gue sien­do un ar­ma sin pre­ce­den­tes en con­tra de los de­ma­sia­do po­de­ro­sos. Es un com­ple­men­to del re­cha­zo, ya que nos per­mi­te re­cha­zar lo que es fal­so, pe­ro a me­nu­do tam­bién nos sir­ve pa­ra de­cir lo que es ver­da­de­ro. Un pe­rio­dis­ta in­de­pen­dien­te, en 1939, no tie­ne de­ma­sia­das ilu­sio­nes al res­pec­to de la in­te­li­gen­cia de los que le opri­men. Él es pe­si­mis­ta res­pec­to al hom­bre. Una ver­dad ex­pre­sa­da en un tono dog­má­ti­co es cen­su­ra­da nue­ve de ca­da diez ve­ces. La mis­ma ver­dad di­cha en bro­ma lo es tan só­lo cin­co de ca­da diez ve­ces. Esta dis­po­si­ción fi­gu­ra bas­tan­te exac­ta­men­te las po­si­bi­li­da­des de la in­te­li­gen­cia hu­ma­na. También ex­pli­có que los pe­rió­di­cos fran­ce­ses co­mo Le Merle o Le Canard aun cuan­do en­ca­de­na­dos po­drían se­guir pu­bli­can­do re­gu­lar­men­te los va­lien­tes ar­tícu­los que les co­no­ce­mos. Un pe­rio­dis­ta in­de­pen­dien­te, en 1939, es ne­ce­sa­ria­men­te iró­ni­co, sin em­bar­go, es­to es a me­nu­do de ma­la ga­na. Pero la ver­dad y la li­ber­tad son aman­tes exi­gen­tes, por­que tie­nen po­cos amantes.

Una ver­dad ex­pre­sa­da en un tono dog­má­ti­co es cen­su­ra­da nue­ve de ca­da diez ve­ces. La mis­ma ver­dad di­cha en bro­ma lo es tan só­lo cin­co de ca­da diez ve­ces.

Esta dis­po­si­ción del es­pí­ri­tu se de­fi­ne bre­ve­men­te, es evi­den­te que no se pue­de sos­te­ner con efi­ca­cia sin un mí­ni­mo de obs­ti­na­ción. Son los mu­chos obs­tácu­los que se co­lo­can a la li­ber­tad de ex­pre­sión. Estos no son lo más se­ve­ro que pue­de des­co­ra­zo­nar a un es­pí­ri­tu. Ya que las ame­na­zas, las sus­pen­sio­nes, las per­se­cu­cio­nes aco­me­ti­das ge­ne­ral­men­te en Francia, con­si­guen el efec­to con­tra­rio al pre­ten­di­do. Pero de­be­mos ad­mi­tir que se tra­ta de obs­tácu­los de enor­mes pro­por­cio­nes: la cons­tan­cia en la es­tu­pi­dez, la co­bar­día or­ga­ni­za­da, la es­tu­pi­dez agre­si­va, y no­so­tros arre­glán­do­nos­las. Aquí es­tá el gran obs­tácu­lo que de­be su­pe­rar­se. La obs­ti­na­ción es una vir­tud car­di­nal aquí. Por una cu­rio­sa, pe­ro ob­via, pa­ra­do­ja a con­ti­nua­ción se ini­cia en el ser­vi­cio de la ob­je­ti­vi­dad y de la tolerancia.

Aquí hay un con­jun­to de re­glas pa­ra pre­ser­var la li­ber­tad in­clu­so den­tro de la ser­vi­dum­bre. ¿Y des­pués?, di­rán. ¿A con­ti­nua­ción? Que no se pre­ci­pi­ten. Si tan só­lo to­dos los fran­ce­ses tie­nen a bien man­te­ner den­tro de su ám­bi­to to­do lo que creen que es ver­da­de­ro y co­rrec­to, si qui­sie­ran ayu­dar con su pe­que­ña con­tri­bu­ción al man­te­ni­mien­to de la li­ber­tad, re­sis­tir el aban­dono y dar a co­no­cer su vo­lun­tad, en­ton­ces y só­lo en­ton­ces es­ta gue­rra se ga­na­ría, en el sen­ti­do más pro­fun­do de la palabra.

Sí, a me­nu­do de ma­la ga­na un es­pí­ri­tu li­bre de es­te si­glo ha he­cho sen­tir su iro­nía. ¿Qué pla­cer se pue­de en­con­trar en es­te mun­do en lla­mas? Pero la vir­tud del hom­bre es la de per­ma­ne­cer al fren­te de to­do lo que lo nie­ga. Nadie quie­re vol­ver a re­pe­tir los vein­ti­cin­co años de la do­ble ex­pe­rien­cia de 1914 y de 1939. Por lo tan­to, de­be­mos pro­bar un mé­to­do que to­da­vía es bas­tan­te nue­vo, que se­ría la jus­ti­cia y la ge­ne­ro­si­dad. Pero és­tas só­lo se ex­pre­san en los co­ra­zo­nes de los que ya es­tán li­bres y sus es­pí­ri­tus to­da­vía son cla­ri­vi­den­tes. Formar es­tos co­ra­zo­nes y es­pí­ri­tus, des­per­tar más bien, a la fe mo­des­ta y am­bi­cio­sa que re­vier­te al hom­bre en eman­ci­pa­do. Hay que ate­ner­se a ello, sin ver más allá. La his­to­ria se­rá o no te­ner en cuen­ta es­tos es­fuer­zos. Pero que se produjeron.

Texto tomado de: The Sky Was Pink.

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