Queremos compartir “El forastero”, un cuento escrito en Miraflores en 1928 por María Wiesse, mujer peruana, escritora y poetisa que aportó desde su activismo académico a los movimientos indigenistas de los años 20’s y 30’s, cuya producción escrita comprometida con lo social quedaría inmortalizada en las publicaciones de la Revista Amauta, fundada y dirigida por José Carlos Mariátegui.
Si hacemos un recuento por la historia, es evidente lo poco que sabemos sobre las mujeres escritoras, pues bien, Wiesse fue considerada una de las mejores escritoras del siglo XX debido a su gran producción literaria.
I
En la plazoleta de la hacienda varios peones sentados sobre el duro suelo terroso tomaban un poco de fresco. Más lejos, doña Baltasara, una india vieja, rodeada de otros trabajadores –cholos delgados y rennegridos- freía picarones en un gran perol de cobre. La pasta se inflaba con un leve ruido sonoro –borz, borz, borz- que repercutía extrañamente en la placidez de la noche.
La vieja acabó de freír toda una perolada. Ávidamente los peones extendían las manos a unas cuantas monedas. Doña Baltita –como le decían todos- los servía calmosamente, con toda la calma de sus sesenta años, virtiendo sobre los dorados globos un poco de miel de caña. Los cholos comían contentos, olvidados de todos los sinsabores del día, de la rudeza de su vida, del trabajo que los esperaba, al día siguiente, a la madrugada.
-Doña Baltita – dijo uno de ellos – ¿qué ha oído Ud. decir del regreso del señor don Felipe?
-¿El regreso del niño Felipe? Pronto se viene; a estas horas ya debe haber salido de “las Europas”.
-Usted estará bien contenta, ¿verdad, misia Baltita?
-¡Cómo no voy a estar contenta! ¡Si el niño Felipe es como mi hijo! Yo lo he criado; él ha secado estos pechos. – La voz de la india temblaba de emoción y con el dorso de la mano se secó los ojos.
Sacudiendo la cabeza observó otro cholo:
-Seguramente que el señor don Felipe será mejor patrón que sus hermanos don Carlos y Don Alfonso.
-¡Mejor patrón! No hay patrón bueno; ninguno tiene consideración con el trabajo del pobre. Uno trabaja para que ellos se engorden y se diviertan. Ya ven a don Felipe; tantos años ausente paseando y gozando.
Doña Baltita miró, indignada, al que así hablaba – un mestizo flaco de mirada triste y con un gesto de amargura en la boca.
-¡Cállese hombre! Los patrones nunca son malos; son los que nos dan nuestro pan.
Y toda el alma sumisa y humilde de la vieja vibraba en sus palabras. El hombre no contestó; se encogió de hombros. La Baltasara siguió echando a la paila la líquida masa amarilla.
Ahora los hombres hablaban, entre ellos, del regreso de aquel que la anciana llamaba el “niño Felipe”. Sus comentarios se desenvolvían sin acritud, pero también sin benevolencia.
Y, riendo, dijo uno de ellos:
-Cuando llegue don Felipe se encontrará con que la señorita Isabel está apalabrada con el señor don Carlos.
II
La Baltasara volvió a su cuarto ubicado –no en la ranchería de los peones- sino en la casa habitación de la hacienda. Cuarto pequeño de mujer con ciertos hábitos de orden y de limpieza; doña Baltita había adquirido estos hábitos en los treinta y cinco años de servicio prestados a los dueños de El Naranjal.
A la cabecera de la cama junto con las imágenes de san José, de la Dolorosa y del Señor de la Caña, había el retrato de un joven –rostro inteligente y simpático-; el retrato de ese Felipe, que ella había nutrido con su leche.
La Baltita, después de rezar sus oraciones, miró largamente esa fotografía. Y en el corazón de la vieja se agolparon los recuerdos; se vio joven y robusta, con el chiquillo prendido de su seno bebiendo a largos tragos –que lo atoraban un poco- el dulce y tibio licor. Después el mismo chiquillo queriendo caminar y ella vigilando y cuidando sus primeros pasos. Toda su vida estaba dedicada a ese niño –su propio hijo lo criaba una hermana- ahora un hombre de treintidós años.
-¡Felipe llegará muy pronto! La Baltita sintió el alma inundada de alegría. –Juntando las manos, murmuró con ingenuo fervor, ante la imagen del Señor de la Caña:
-Gracias, Taitita, que me dejas ver a mi hijo, antes de morir.
***
Felipe Morales regresaba a su tierra después de una ausencia de diez años. A poco de muerto su padre –propietario de El Naranjal, donde había hecho una regular fortuna, sembrando arroz y caña de azúcar- Felipe se había ido a Europa. Al frente de la hacienda –llamada El Naranjal por su inmensa huerta llena de naranjos- quedaron sus hermanos Carlos y Alfonso, mozos trabajadores, tesoneros y deseosos de aumentar aún más la herencia paterna. Felipe –como muchos de los jóvenes peruanos- estaba poseído del mal de Europa. Un poco literato, otro tanto dibujante, sentía la atracción de París, “donde triunfaré”, decía ingenuamente. Y el mozo se marchó a París con unos cuantos dibujos inspirados por las revistas europeas, unos cuantos poemas a la manera de Reverdy y de Guillaume Apollinaire, muchas ilusiones y muy buen dinero peruano que, claro, lo hizo triunfar inmediatamente. Pero Morales que era inteligente –eso de los versos y de los dibujos eran fantasías de juventud- advirtió la sonrisa burlona que se escondía tras de los aplausos prodigados a “su arte”. Tuvo el tino de retirarse a tiempo. Ya no se le vio más por los cafés de Montparnasse, ni en los talleres de los rapins. Se puso a viajar; conoció Italia, España, Alemania, Austria e Inglaterra. Y a medida que recorría países y ciudades iba despertando en su alma el amor al terruño y la nostalgia de su hogar. Europa lo estaba curando de Europa. Fenómeno más habitual de lo que se cree, estos americanos que descubren a América, en el extranjero.
Ante el noble y armonioso paisaje italiano Felipe recordaba la belleza y la poesía –un poco tropicales- de las campiñas de su tierra- los arrozales de un verde tierno, los cañaverales, pequeños bosques, las huertas de naranjos y limoneros, los enormes árboles, los pájaros semejantes a flores y a joyas, los cocuyos refulgentes; toda la riqueza de una región ardiente y generosa. En España, asistiendo y qué emoción- la que salía el Viernes Santo en una de las ciudades de su provincia, y sus labios musitaron una oración, no ante el Cristo de la procesión española, sino ante el Crucificado adorado por las indias de su país.
¡Y las mujeres! Ninguna- ni la más culta, bonita y refinada- tenía para Morales el encanto, la gracia y la suavidad de aquella Isabel, la dulce amiga –casi la novia- de sus mocedades.
En medio de sus andanzas y trajines el joven añoraba todas estas cosas –aromas de infancia, poesía del hogar lejano, ilusiones y amores de adolescencia y canción del terruño. Urgido por aquellas voces que lo solicitan resolvió partir. Ya había probado el cosmopolitismo de las grandes ciudades y comenzaba a sentir el cansancio de los hoteles, del idioma extraño, de las amistades de un día, de los afectos efímeros. Y volvió a su país, donde lo esperaban su madre, sus hermanos, su “mamita” Balta y –quizás- aquella Isabel que fuera el claro y puro ensueño de sus diecinueve años.
III
Felipe llegó a El Naranjal cerca de las ocho de la noche. Sus hermanos habían ido a buscarlo al puerto con un Ford, lo que le decepcionó un poco; le habría gustado hacer el camino como antaño, en un caballo de paso, pequeño, ágil y brioso, de esos que se ensillan en el Perú con lujosa elegancia –cuero repujado y plata de buena ley.
También le sorprendió –desagradándole- la manera de vestir de sus paisanos. Se notaba en ellos el deseo de copiar servilmente los figurines de las revistas extranjeras. Alfonso y Carlos Morales parecían dos automovilistas de Vogue.
¿Qué se habían hecho el albo y leve poncho, el amplio y fino sombrero tejido por los cholos de Eten y de Piura? Felipe se prometió no llevar otro traje en la hacienda…
…Casi de rodillas ante su “niño”, la Baltasara lloraba y reía a la vez. El joven acariciaba el cabello todavía negro de su “mamá”, profundamente emocionado y enternecido por el amor de la pobre vieja…
La familia pasó al comedor –extensa habitación de alto techo- donde dos japoneses de frac hacían el servicio. Y allí advirtió Felipe, como lo había advertido en la sala, la desaparición de los viejos muebles de sólidas maderas y formas robustas, que dejara en la casa. Tampoco decoraban las paredes esos óleos de gran estilo –retratos de abuelos y de tíos- ni las miniaturas delicadamente pintadas-, imágenes de alguna linda antepasada. Todo estaba reemplazado por una mueblería seudoinglesa y por oleografías representando paisajes españoles y suizos. Un poco del alma de la casa se había ido. Felipe, con la voz ligeramente velada, preguntó:
-¿Por qué este cambio en los muebles? ¿Qué se han hecho los retratos de familia?
-Mi querido Felipe, no por razones de sentimentalismo íbamos a conservar tanta vejez. Es preciso modernizarse. No solo tú tienes derecho a las cosas de Europa.
El tono de Carlos era acre e irónico. Felipe siguió interrogando:
-Isabel, ¿cómo está Isabel? ¿Por qué no la han invitado Uds.?
-Isabel está en Lima, donde ha ido a pasar una pequeña temporada.
Esta vez había más que ironía en el acento de Carlos: hostilidad y dureza ¡Isabel en Lima, al llegar él, después de tantos años de ausencia! Felipe que había vuelto con la ilusión de verla y con el secreto anhelo de ofrecerle su cariño, sintió que un soplo de hielo le enfriaba el corazón. Y esa comida, al lado de los suyos, al cabo de tanto tiempo, se le antojó desganada y melancólica. Comida con menú a la francesa –no hubo ni uno solo de los tradicionales platos del terruño; ni seco de cabrito, ni arroz con pato, ni “locro”, ni alfajores, ni “bienmesabe”- servida por nipones silenciosos y corteses, no era el ágape sencillo y cariñoso que se ofrece al hermano que retorna al hogar, sino el ceremonioso banquete, que se le sirve al forastero.
***
Al día siguiente Felipe se levantó muy temprano. Quería ir a la huerta de naranjos contigua a la casa de la hacienda. Esa huerta guardaba, para él, el encanto de muchos recuerdos. Bajo los árboles floridos y fragantes había jugado, como pequeño. Esos mismos árboles cobijaron sus ensueños de adolescente y escucharon las palabras de amor, que dijera a Isabel. Y allí en la soledad de aquel jardín maravilloso, se había despedido de su linda prometida, siendo ese adiós tan dulce, en su misma tristeza, que todavía lo recordaba con deleite…
Las naranjas de aquellas huertas eran reputadas como las mejores de toda la comarca. Don Alfonso Morales – el padre de Felipe- se recreaba en ellas y se sentía orgulloso al obsequiar a sus amigos y parientes con una canasta de la deliciosa fruta…
Pero el joven ya no encontró el vergel de sus amores y de sus ilusiones. Ya no existían las naranjas, gloria de la comarca y orgullo de la hacienda, ni florecían los azahares repletos de aromas delicados. Sobre el campo había caído la nieve del algodón. Y Felipe repetía pálido, trémulo, el corazón apretado por la pena:
-¡Han cortado los naranjos…! Por sembrar algodón… Mi padre nunca lo habría hecho…
IV
Carlos y Alfonso Morales no amaban la tierra, ni sentían la poesía del campo. La hacienda era, para ellos, un negocio lucrativo, una manera de hacer dinero, pero no la obra que se trabaja con cariño y a la que se entrega el espíritu. Miraban cada pedazo de tierra con criterio mercantilista y si un árbol estaba demás lo hacían cortar sin piedad. Su ambición era ir a vivir a la capital con el dinero ganado en la hacienda (Allí un palacete en alguna de las nuevas avenidas, automóviles y una intensa vida social. Además Carlos deseaba ser diputado y, con el tiempo, ministro).
Felipe –que no había increpado a sus hermanos la destrucción de la huerta. ¿qué derecho tenía para hacerlo, no se había ido a Europa, dejándolos dueños absolutos del El Naranjal?- se dio bien pronto cuenta de las ambiciones de Carlos y Alfonso, de su ningún afecto por las labores del campo –esas labores en las que su padre ponía toda su alma-, de su desapego de las tradiciones y recuerdos de familia.
Entre Felipe –sentimental y artista- y sus hermanos –hombres mediocres y de poco corazón- comenzó a abrirse el abismo, que debía separarlos. Y Felipe, a pesar del amor de su madre y de la humilde ternura de la Baltasara, se sentía ya un extraño, un intruso en la casa donde había nacido y crecido.
V
Los colonos de El Naranjal, amenazados con un aumento en el arriendo de las tierras por Carlos y Alfonso que, en su afán de ganancias, no respetaban ni los años pasados por aquellas gentes en la hacienda, ni la consideración que les mostraba su padre, decidieron dirigirse a Felipe. Esperaban que una intervención del hermano recién llegado del extranjero, sería de lo más eficaz y segura.
Morales abrazó afectuosamente a los arrendatarios de El Naranjal. Todos eran hombres ya maduros, que habían pasado casi toda su vida en la hacienda de los Morales. Cultivaban pequeñas huertas y chácaras, criaban gallinas y patos y –así como el viejo don Alfonso Morales- sentían el orgullo y el amor de la tierra.
Don Antonio Salazar, el más viejo de los colonos, tomo la palabra,
Mi estimado y respetado señor don Felipe –dijo y dio vueltas al ancho jipijapa- venimos a rogarle hable Ud. con sus hermanos, los señores don Carlos y don Alfonso.
-¿De qué se trata?… ¿En qué puedo servirlos? Felipe sospechaba que sus hermanos habían cometido alguna arbitrariedad.
-Pues es el caso, señor don Felipe, que los señores don Carlos y don Alfonso nos han notificado, subiéndonos el arriendo de las tierras. Claro que ellos tendrán sus motivos para hacerlo, pero es el caso que nosotros no podemos pagar más de lo que pagamos. Lo que rinden las huertas y las chácaras apenas nos dan para vivir. Ud. sabe cómo se ha puesto la vida de cara con esto del progreso. Nos es imposible aumentar el precio de las verduras y de las frutas porque la gente no pagaría y también, señor, es un pecado querer negociar con lo que produce la tierra… Porque la tierra es de todos, señor, y a ella hemos de volver un día…
-Siga Ud., don Antonio.
-El caso es, señor, que los señores don Carlos y don Alfonso nos echan de la hacienda si no pagamos lo que nos piden. Y ¿a dónde hemos de ir, señor? Después de tantos años, ¿qué haríamos en otra parte? Aquí han nacido y se han criado nuestros hijos, aquí nos hemos envejecido y aquí quisiéramos morir… Un,. Señor don Felipe, ha de tener mucha influencia sobre sus hermanos. ¡Qué le van a negar a Ud., que ha regresado después de tan larga ausencia!… Pida por nosotros, señor, para que no tengamos que dejar estos campos, que tanto queremos.
-Bien, mi amigo. Yo hablaré con mis hermanos. Por estimación a Uds. Y por el recuerdo de mi padre sentiría muchísimo se fueran Uds. de El Naranjal.
Se despidieron los arrendatarios y Felipe se fue a buscar a sus hermanos. Pensaba defender la causa de esos hombres rudos, honrados y buenos como la suya propia. Pero no contaba con la dureza y con la avaricia de Carlos y de Alfonso, que desde las primeras palabras, se negaron rotundamente a toda concesión.
-Lo que nos pides es imposible. Lo que pagan estos hombres es ridículo; quince, diez, ocho libras anuales. Y esos terrenos pueden rendir cinco veces más.
-Hace más de treinta años que trabajan en la hacienda. Nuestro padre los estimaba y los quería. (Felipe creía ablandar la voluntad de sus hermanos, hablándoles de su padre).
-En este asunto queda excluido todo sentimentalismo. Es cuestión de negocios y tú sabrás lo que dicen los franceses: les affaires sont les affaires. Hay que saber defenderse en la vida. Felipe. Hay que ser, ante todo práctico.
Y Alfonso dio un brusco golpe sobre la mesa. Felipe lo miraba y se asombraba de que aquel hombre seco, ávido de dinero, hinchado de vanidad fuera hijo de ese don Alfonso Morales tan noble, tan generoso, tan desinteresado y tan sencillo. Pero, haciendo un último esfuerzo a favor de los colonos, dijo:
-Los arrendatarios de El Naranjal son buenos agricultores, verdaderos hombres de campo, de esos que contribuyen a la prosperidad de una hacienda. Si se van El Naranjal perderá unos buenos, unos utilísimos auxiliares.
-Si se van- que es lo que nos conviene- sembraremos algodón y ganaremos muy buenas libras… Y no hablemos más de este asunto, Felipe. Tú no entiendes de negocios y con tus sentimentalismos lo echarías a perder todo… Porque al fin y al cabo, tú no eres más que un poeta, querido hermano.
VI
Montado en uno de los pocos caballos que quedaban en la hacienda –un animal nervioso y fino, de mirada inteligente y brillante pelaje negro- Felipe vagaba por el campo. Como la hacienda era bastante grande, todavía permanecían algunos sitios sin sembrar. El joven buscaba estos rincones un poco salvajes y solitarios –grandes árboles llenos de cantos de turpiales, pequeñas praderas donde la yerba crecía libremente, senderos apenas trazados, bosquecillos de los que, a veces, salía corriendo una liebre o un venado- donde se escuchaba en toda su plenitud los melodiosos rumores de la naturaleza.
Morales traía el espíritu amargado, entristecido. Este regreso a su hogar y a su tierra –que fuera una de sus más queridas ilusiones- ¿cuántos desencantos le venía ofreciendo! La vieja casa tan cambiada, sus hermanos con gustos, ideas y sentimientos totalmente distintos de los suyos y, flotando en el ambiente, no sé qué recelo, qué hostilidad contra él, cuya alma estaba anhelante de afecto y de ternura.
Y no solamente en su casa se notaba ese afán tan mal orientado de “europeización”. También en la ciudad se advertían una serie de transformaciones, que le restaban belleza y carácter. Muchas de las amplias casonas de macizos portones y espaciosos patios habían sido demolidas para dar lugar a unas feísimas construcciones de estilo yanqui. En la plaza grande habían sido cortados los hermosísimos ficus. Y en la iglesia aquel Señor de la Caña, venerado por todos los indios de la región, no estaba ya en el altar mayor; un Corazón de Jesús bonito y amanerado, proveniente de algún bazar de Saint Sulpice, ocupaba el sitio de la antigua imagen toda perfumada de oraciones toda impregnada y saturada de lágrimas y de suspiros. Morales, herido en su sensibilidad de artista, se fue –sin poder contener su indignación- donde el cura, un gallego a la vez astuto y burdo, que se explicó así:
-Mire Ud., señor Morales; el Corazón de Jesús es la devoción de los tiempos actuales. Además de las Hijas de María, señoritas muy virtuosas y de buena posición social, regalaron a la iglesia esta estatua, con el propósito de que ocupara el lugar de preferencia. Y por cierto, que había que darles gusto, aunque a los indios no les hiciera gracia el cambio, ¿no le parece a Ud.?
Pensando en todas estas cosas que le dolían y le ensombrecían el espíritu recorría el nivel la campiña de El Naranjal. Ya estaba lejos de las plantaciones de algodón, de los cañaverales y arrozales –menos numerosos, el algodón era más lucrativo- de las chácaras y huertas de los arrendatarios y frente a él se extendía, inculto, vasto y majestuoso, el campo. Felipe se detuvo al pie de una acequia para que el caballo bebiera. La alegría de la mañana, la serenidad que irradiaba el paisaje suavizaban poco a poco su angustia y su tristeza. Felipe se sentía hombre de campo –hablaban de él varias generaciones de agricultores-, hijo de esa tierra, cuyo olor subía en esos momento, hacia él, fortaleciendo su voluntad, templando su ánimo.
-Trabajar estos campos… Dejar para siempre la ciudad… y con Isabel cerca de mí, dándome la infinita dulzura de su cariño… ¡Ah! Sí he de entenderme con mis hermanos… Juntos hemos de continuar la obra de nuestro padre.
Un tordo cantó en un chirimoyo cercano. Su canción subió al cielo como un canto de júbilo y de esperanza.
VII
Las familias de la ciudad y de las haciendas vecinas invitaban con frecuencia a Felipe, a quien prestigiaba su estadía en el extranjero y sus viajes. Se le interrogaba acerca de las cosas de Europa –las muchachas se interesaban por las últimas creaciones de los modistos célebres; los jóvenes por las artistas de varietés y los chismes de boulevard-, se le hacía hablar de sus andanzas y trajines. (Pero en lo que estas andanzas y estos trajines tenían de material, de prosaico: precio de hoteles, comodidades de los ferrocarriles, gentes conocidas en las playas de moda y en los balnearios chic). Morales, amablemente y sonriendo un poco, satisfacía todas las curiosidades. Pero manifestaba siempre en la conversación un gran entusiasmo por el Perú: “nuestro país es tan hermoso y tan interesante como cualquier país europeo”, decía. Lo que le iba conquistando una reputación de chiflado, de extravagante: “Este Morales como es de medio artista, medio poeta, es también algo loco”, opinaban las gentes.
Don Miguel Esteves, propietario de Santa Marta, fundo colindante con El Naranjal, invitó también al joven a un almuerzo, en una de sus huertas. Los Esteves y los Morales eran muy amigos y hasta algo parientes. El viejo don Manuel había comenzado trabajando junto con don Alfonso Morales en el Naranjal. Pedro, Julio e Isabel Esteves –hijos de don Manuel- y Carlos, Alfonso y Felipe Morales habían crecido juntos, siendo un poco como hermanos.
Solamente que esa fraternidad había cambiado –entre Felipe e Isabel- en un sentimiento más cálido y más vehemente.
Morales se dirigió –aquella mañana- impaciente y alegre –él había llevado siempre a Isabel en el corazón- hacia Santa Marta. La joven había llegado a la víspera –al anochecer- de Lima, era, pues, la primera entrevista de los jóvenes.
Isabel –que acababa de cumplir veinticinco años- era una hermosa morena, el tipo de las mujeres de su tierra, de grandes ojos fogosos, pelo castaño abundante y sedoso, pies y manos pequeños y finos. Por supuesto que estaba ataviada según los últimos cánones de la moda, habiéndose convertido sus lindas trenzas en una peluca a la gorcone, bien alisada. Morales, bastante emocionado, le hablo poco. Ella, en cambio se condujo con desenvoltura y desparpajo. Se mostró muy cortés, muy amable, quizás si más cortés que cariñosa. En la mesa, colocada bajo un parra, hacia los honores como la más experta de las amas de casa.
Mientras una estudiantina de guitarra y de bandurrias ejecutaba una marinera –De Lambayeque a Chiclayo- y una sabrosa chicha de jora llenaba las copas, Felipe miraba a la amiga de sus mocedades y revivía aquellos días ya lejanos -¡diez años!- ; ella, una frágil y graciosa muchacha de largas trenzas y traje de muselina; él, un mozo apasionado y romántico, que componía malos versos y que soñaba bajo el claro de luna… todo un poema con sabor becqueriano de esos que solamente se viven una vez en la vida…
VIII
La ausencia concluye, casi siempre, con amores y con afectos, más cuando son los de una niña de apenas dieciséis años. Isabel no había podido guardar el recuerdo de Felipe, que poco a poco –casi insensiblemente- se fue esfumando en su espíritu, dando lugar a otro sentimiento, a otra ilusión. Carlos Morales e Isabel eran, al volver Felipe a El Naranjal, casi novios. Nada más natural, nada más dentro de la lógica de la vida. Felipe –que, en cambio, no había olvidado a su prometida, a pesar del tiempo y la distancia- era un soñador, un quimérico, un ilusionado, a quien fatalmente debía vencer la realidad.
Pero lo censurable era la conducta poco leal, poco clara que venía observando la joven con su antiguo enamorado. En vez de hablarle con toda franqueza- “soy la novia de tu hermano; tu ausencia fue demasiado larga para que yo te esperara”- procedía como una mujercita coqueta y de poco corazón, manteniendo con sonrisas y palabras vagas la esperanza de Felipe.
La halagaba ser cortejada por un joven “que había estado tanto tiempo en Europa” -¡oh ingenuidad de provincianita!-, le divertía tener dos pretendientes y, quizás, si en algún oculto rincón de su alma palpitaba todavía un poco de cariño por Felipe; lo cierto es que estaba jugando un juego pérfido y turbio, un juego que iba engañando al joven más romántico y más sentimental que ella.
Y así llegó el momento de tomar una decisión…
IX
En su escritorio- una amplia pieza con muebles de los llamados americanos, teléfono, máquina de escribir y caja de fierro- Carlos Morales revisaba el balance semestral presentado por el cajero de El Naranjal. Buen balance, en verdad, ganancias como para satisfacer el más exigente. Carlos, contento, murmuraba: “no vamos mal… Pero todavía se puede hacer más. Mucha energía, mucha voluntad y ser prácticos, muy prácticos…”.
Dejó las cuentas y de un cajón del escritorio sacó un retrato de mujer; el de Isabel. Por un instante miró el lindo rostro de la joven, guardando, en seguida, la fotografía. Con los dientes apretados monologaba:
-Ha de ser mía… Para eso he estado junto a ella fiel, atento y cariñoso, mientras el otro se divertía en Europa. ¡Ah! No me la arrebatará. Lucharemos si es preciso luchar… y en la hacienda tampoco trabajará… Que se vuelva a Europa. Ya él no es más que un forastero.
Se abrió la puerta y entró Felipe. Carlos se puso de pie.
-¿Qué hay Felipe?
-Tengo que hablar contigo y con Alfonso.
-Supongo que no vendrás con algún mensaje de los peones o de los criados. –Carlos sonrió festejando lo que él creía un chiste.
Felipe, sin hacer caso de la impertinencia y de la necesidad, prosiguió:
-Alfonso no tarda en estar aquí. Le dije que viniera.
-Todo un consejo de familia… Muy bien… ¿Quieres un cigarro?
-Gracias… Aquí está Alfonso.
Entraba el mayor de los Morales. Y Felipe habló; en sus palabras había sinceridad y calor, nobleza y sana intención. Pero ni esa nobleza, ni esa sinceridad, ni la rectitud del joven causaron impresión en el ánimo de sus hermano; verdaderamente que entre Carlos, Alfonso y Felipe no había de común sino el parentesco físico.
-Deseo –expuso, Felipe- trabajar con Uds. en la hacienda. He vuelto de Europa con la ilusión de continuar, al lado de Uds., la obra de nuestro padre. Allá, créanme, he padecido tremendamente del mal du pays. Extrañaba estos campos, extrañaba nuestra casa; me hacía falta el amor de nuestra madre… Déjenme ayudarlos; yo no pido, ni quiero ganancias, solo anhelo hacer obra con Uds.
-Todo eso está muy bien. Pero no podemos concederte lo que nos pides.
Hablaba Alfonso, el mayor. Carlos, con su actitud, aprobaba todo lo que decía su hermano.
-¿Por qué? ¿Qué motivos tienes para ello?
-Tú piensas y sientes distinto de nosotros. Has traído del extranjero ideas revolucionarias, ideas que nosotros no comprendemos, ni admitimos. Quisieras –para favorecer a peones y arrendatarios- reducir al mínimum nuestras ganancias. Te has revelado como un socialista peligroso y además eres un poeta sin sentido comercial. Y aquí –debes saberlo- estamos para hacernos ricos.
-Unámonos, Alfonso, hagámonos concesiones mutuas.
-Aquí no pueden mandar más de dos. Quédate en la hacienda, si te gusta, pero no podemos darte trabajo.
-Tu propuesta me ofende, Alfonso. ¿Cómo crees que podría permanecer, aquí, inactivo, más cuando pienso casarme?
-¿Casarte? Y ¿quién es la elegida de tu corazón? –Ahora hablaba Carlos y sus ojos brillaban casi salvajemente.
-La elegida de mi corazón, como tú dices con propósito de ironizar, es la prometida de mi adolescencia: Isabel.
Carlos se rió sardónicamente.
-Pues eso también te va a ser imposible. Isabel, la prometida de tu adolescencia, es, ahora, mi novia.
-¿Tu novia? ¡No te creo!
-Pregúntaselo a ella… ¿Acaso te iba a aceptar, ella, diez años, estando yo aquí? Su belleza, su gracia, sus ansias de amar no podrían consumirse en una espera angustiosa y estéril. Las promesas de los quince años, ¿qué valen ante las exigencias de la vida? Isabel será mi esposa, aunque tú hayas regresado, Felipe.
-Tienes razón, Carlos. Y ella también. Para Isabel tú eres la realidad; yo no he sido más que un ensueño fugaz. Mo me queda sino marcharme.
X
Otra vez las maletas cubiertas de etiquetas multicolores –nombres de puertos y de ciudades; Colón, La Habana, Londres, París, Viena-. Felipe deja la hacienda, no para volver a Europa que ya no lo tienta, ni lo atrae, sino para irse a la montaña a intentar la aventura emocionante de la colonización. Su tierra lo echa, pero él llevará a otras regiones de ese Perú, que aprendió a amar en el extranjero, sus energías, su juventud, su entusiasmo y su inteligencia.
Es la última noche que pasa en El Naranjal, cerca de su madre. En el cuarto de la viuda de don Alfonso Morales –allí todavía hay buenos viejos muebles de familia y retratos de antepasados- el joven está sentado a los pies de su madre. La señora llora silenciosamente con dolor profundo, con pena inmensa. Se vuelve a ir Felipe, el más bueno, el más tierno –y por eso- el predilecto de sus hijos. Se vuelve a ir –y esto es lo más doloroso-, quizás obligado por sus hermanos que son duros, ásperos, inhumanos. ¡Ah ella –a pesar de quererlos como quieren las madres- los conoce bien! ¡Cuánto no la han hecho sufrir con esa aspereza y esa inhumanidad!… Se va el hijo bueno, el del corazón amplio y noble, el de las ternuras delicadas, el de la generosidad sin límites…Y la viuda de don Alfonso Morales llora suavemente, calladamente, su mano fina y ya arrugada en las de Felipe… Por la habitación va y viene, quejándose como una criatura, la Baltasara:
-Mi niño querido, ¿por qué te vuelves a ir? Cuando regreses ya tu vieja madre se habrá muerto…
-Mamá; ya es tarde, anda, acuéstate.
-Y tú también, hijito. Mira que mañana debes levantarte temprano.
-Sí, mamá. Pero antes voy a tomar un poco de aire.
Felipe besa y abraza a su madre, saliendo, en seguida, fuera de la casa. En el cielo casi negro la Cruz del Sur se abre como un símbolo. Morales mira el firmamento, mira los campos; es su adiós a esa tierra que, quién sabe, no volverá a ver. La noche huele a flores y a plantas silvestres: jazmines, madreselva, tomillo, romero, malva. Las luciérnagas –puntos de fuego en la sombra- se posan sobre los árboles, sobre las flores. Llegan hasta el joven el rumor de las aguas que corren, el canto de un grillo escondido en la yerba y el aullido penetrante y destemplado de un gato montés.
Felipe, ante todas estas cosas; ritmos del mundo, poesía del universo, reconoce su error –que es el de tantos jóvenes peruanos-; el haber entregado los mejores años de su juventud a países extraños, el haberse desarraigado –todavía inexperto- de su hogar, donde ha sido recibido, después, sin afecto y sin calor.
Y, melancólicamente, murmura –mientras el mundo reposa bajo los cielos estrellados-:
-Acaso mis hermanos estén en los cierto y no sea yo más que un forastero.
Publicado el 11 de abril de 2019.
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Por: Aleja Vargas. Amiga de la casa hekatombe.