Sea la ocasión para hablar de un pacto no incluido (aún) en los 25 que propone el PND (16 transversales y 9 regionales): el del campesinado, ‘Pacto por la equidad rural y el bienestar de la población campesina’. Que propone acceso, formalización y territorialidad; economía campesina; acceso a derechos; infraestructura productiva; (reducción de) cultivos declarados ilícitos; campesinado, ambiente y cambio climático; mujer campesina; justicia agraria. Ninguno es tema ajeno al PND.
Campesinado, otra vez, como si nada.
Comentarios al Plan Nacional de Desarrollo (PND) 2018-2022.**
Por: William Chavarro-Rojas.
Sea la ocasión para hablar de un pacto no incluido (aún) en los 25 que propone el PND (16 transversales y 9 regionales): el del campesinado, ‘Pacto por la equidad rural y el bienestar de la población campesina’. Que propone acceso, formalización y territorialidad; economía campesina; acceso a derechos; infraestructura productiva; (reducción de) cultivos declarados ilícitos; campesinado, ambiente y cambio climático; mujer campesina; justicia agraria. Ninguno es tema ajeno al PND.
1. Prácticamente nula solución al problema de tierras porque el PND la limita a formalización. Esto, además de discriminar, porque niega la opción de tierra a campesinos/as que no tienen o tienen insuficiente, es incumplir la RRI (reforma rural integral) del Acuerdo de Paz. Es claro: formalización no es más que legalizar títulos en tierras ya ocupadas o habitadas; pero nada de nuevas tierras para el campesinado. La RRI explícitamente distingue el fondo de tierras, con 3 millones de Ha. (hectáreas), de la formalización, que llega a 7 millones de Ha. y que refiere a “todos los predios que ocupa o posee la población campesina en Colombia.” Es decir, son tierras ya habitadas por el campesinado y están a la espera de la protección de sus derechos de propiedad. Son distintos acceso y formalización; pero el PND no lo ve.
El PND acepta, con la mirada puesta en su propósito de competitividad, que lo agropecuario requiere cambios estructurales: baja productividad, débiles cadenas de valor, fallas en inocuidad alimentaria y en salud animal y vegetal (p. 153). Y no lista como problema estructural la necesidad de redistribuir tierras o reforma agraria: no presenta ninguna meta respecto a reducción del gini de tierras, que por años ha sido una optimista recomendación no solo campesina si no del Banco Mundial. Tanto es así que las dos metas sobre formalización no las cuenta en hectáreas sino en número de títulos (p. 169); aunque hay una forzada mención a hectáreas en el fondo de tierras (p. 1153). Regularizar la propiedad sin dar acceso a nuevas tierras, es no pensar en la equidad sino en dar seguridad a la gran inversión.
2. Como se esperaba, está muy influenciado por la perspectiva de la MTC (Misión de Transformación del Campo): la nueva ruralidad, y por sus estrategias para desagriculturizar. Tiende a fragmentar las posibilidades del campo entre estrategias agrícolas y (rurales) no-agrícolas. Por ejemplo, clasifica territorios que no admiten actividades agropecuarias como alternativa económica, por sus condiciones agroecológicas, pero sí “actividades como el turismo sostenible o la conservación ambiental” (p.158). A las comunidades también las separa entre agrícolamente viables y no viables. Estas últimas salen de la agricultura a otras actividades: los jóvenes rurales a través programas técnicos y tecnológicos, incrementan la mano de obra calificada para actividades productivas en territorios rurales (p. 166); en la VISrural (vivienda de interés social rural), con manufactura, servicios para la provisión de bienes públicos, y entre economía solidaria y empresa privada, las comunidades son mano de obra para el sector de construcción rural; y se redondea con encadenamientos productivos no-agropecuarios con énfasis en la economía naranja: “se destacan la riqueza artesanal, gastronómica y cultural, así como el turismo en las zonas rurales” (n. al p., n. 78, p. 167). Hacia el año 2007, en un estudio de FAO-Naciones Unidas, el conteo de hogares no viables en la agricultura iba en casi 9,8 millones en 5 países de América Latina (680 mil en Colombia), y para ellos la receta es moverlos a actividades no-agrícolas (rurales o urbanas), por no hacer reformas estructurales como la reforma agraria, la cual, por otro lado, es la principal negación de la nueva ruralidad.
3. Estrategias paternalistas para la transformación productiva. Entre ellas, la neo-encomienda que consiste en cadenas de valor agroindustriales integrando a pequeños, medianos y grandes productores a través de paquetes tecnológicos (p. 161): la propiedad es del productor mientras toda la forma de producir y usar la naturaleza es encomendada a la tutela del inversionista. Otra estrategia es la gestión de riesgos sanitarios, fitosanitarios y de inocuidad de los alimentos, con normatividad bajo el enfoque “de la granja a la mesa” (p. 162). Difícil estandarizar más la visión del productor agrícola como granjero, que discrimina contra los campesinos porque producen diferente, según una larga tradición de estudios que distinguen entre granjeros y campesinos: la pérdida de diversidad no es solo tóxica para la naturaleza, también para el conocimiento. Y recalca, también, un mercado de capitales para atraer inversión privada, con dos propósitos, impulsar proyectos estratégicos agropecuarios y agroindustriales, y generación de empleo formal (p. 166).
4. El derecho a la alimentación es la versión superficial de ‘seguridad alimentaria’, que es mejorar el acceso de los hogares a alimentos a través de su adquisición, capacidad de compra, y comercialización; aunque diga que por medio de mercados locales e incluso de su producción (p. 264). Ninguna de las estrategias referidas se relaciona claramente con mercados locales, excepto, quizá, la protección de la cultura y la economía naranja, pero ella destaca “la riqueza artesanal, gastronómica y cultural”, y eso es para generar ingresos no autoconsumo. Tampoco es creíble que vaya a mejorar el estado nutricional con compras locales favoreciendo “alimentos propios de la región, promoviendo hábitos alimentarios saludables con enfoque territorial” (p. 267). Aunque sí hay una mención a los circuitos cortos de comercialización (que incluyen compras públicas, mercados campesinos [p. 164]); anota Sebastián Bobadilla (LE2P) que no hay metas sobre eso, y en cambio sí hay metas de articulación de la gran agroindustria con pequeños productores: subir 10,7 a 13 millones de toneladas (pp. 169-170). La línea de ‘Gasto público efectivo’ tiene una meta de aumentar las compras públicas gestionadas por una tienda virtual del estado, de 9% a 22% (pp. 901, 1232); pero eso no dice nada sobre cantidad o tipo de alimentos. Tampoco hay metas sobre producción de “alimentos propios de la región”.
5. Se discrimina en las fuentes no convencionales de energía (FNCE), que incentiva a quienes declaran renta (PL-PND, art. 106). Son incentivos a la gran inversión y, opina July Rojas (LE2P), es obvio que no se está pensando en las comunidades campesinas si el incentivo tributario es sobre el impuesto de renta. En cambio, si el incentivo fuera sobre el impuesto predial, que “beneficia a quien tiene la propiedad”, podría ser aprovechado al menos por campesinos con su propiedad formalizada. También señala sesgo técnico en esos incentivos a la inversión en FNCE, derivado de fijarse en exceso en el artefacto y descuidar otras formas de aprovechar la energía solar. Técnicamente la forma de aprovechar esa energía no es solamente mediada por un artefacto (panel solar); si no que un uso campesino está en las relaciones no-convencionales entre suelo, plantas y animales, en las que el sol es la fuente energética principal. Josué Aguirre, líder e investigador campesino (LE2P), piensa que, uno, en la formación rural primaria y secundaria no enseñan nada relacionado con FNCE, y esa formación dificulta en la práctica que los campesinos puedan aprender y experimentar. Dos, si hay voluntad de incluir al campesinado se necesita un presupuesto, que esté al alcance con formatos y formularios que los campesinos puedan entender.
Una conclusión de esta escueta lectura del PND es que niega la reforma agraria y descuida el acceso a la tierra. Fomenta la desagriculturización al no crear propietarios (requiere redistribución de tierras), si no generar empleo (que necesita población dispuesta a emplearse, y ayuda no tener tierra). Es paternalista porque los propietarios formalizados quedan condicionados a la alianza productiva o cadena de valor. El PND 2018-22 es un pacto con los grandes negocios.
Pese a que es importante señalar la discriminación campesina en los actuales planes del gobierno, puede ser más importante constatar la continuidad de esa discriminación. Al menos durante los 75 años que van entre la ley 200 de 1936 y la ley 1448 de 2011, el campesinado (seguramente con otros grupos de la sociedad colombiana), con altibajos, sigue siendo prácticamente dejado de lado. Incluso sin pleno consenso, hay el sentimiento compartido entre varios escritores agrarios de que la ley 200 se truncó lejos de cumplir su propósito central de dar la tierra al que la trabaja. Con un plazo de 10 años, a los 8 fue refrenada por la ley 100 de 1944 que volvió a la aparcería, es decir, la legalidad de que familias campesinas trabajaran (sin contrato laboral o de arrendamiento) en tierras de otros y sin posibilidad de aspirar a ser propietarios. Y en 7 de sus 10 años, el cumplimiento de ley 1448, medido en tierras restituidas, está en pañales. Con 298.217 Ha. restituidas (4,5% de las despojadas), a diciembre 2017, solo 25% de ellas se han entregado materialmente.
Bibliografía
FAO-BID, Políticas para la agricultura familiar en América Latina y el Caribe (FAO, Chile, 2007), p. 46.
Publicado el 1 de junio de 2019
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Por: William Chavarro-Rojas. Profesor Escuela de Economía. Investigador del LE2P (Laboratorio espacio, economía y poder).
** Artículo extraido de la cartilla PND: Pacto contra el Estado Social de Derecho