Culpar a Petro para encubrir la violencia del sistema

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1977

El 9 de septiembre Bogotá comenzó a vivir el estallido social más intenso desde los tiempos del 21-N. El cruel asesinato contra el estudiante de Derecho Javier Ordóñez a manos de policías del CAI de Villa Luz detonó espontáneamente una bomba social que ya venía explotando coyunturalmente desde 2019 y que en otros espacios habíamos interpretado como expresión de una crisis global del sistema capitalista en el plano mundial y de la hegemonía uribista en el plano nacional. Pero a la Revista Semana, en consonancia con las matrices ideológicas del uribismo, se le ocurrió decir que una de las causas ocultas era Petro.

Un panorama del 9-S

Las medidas excepcionales para afrontar la crisis por pandemia paralizaron las posibilidades de nuevas explosiones sociales, al tiempo que agudizaron las desigualdades y exclusiones del capitalismo dependiente colombiano. Eso no significa que durante la larga cuarentena no hubiera habido manifestaciones —más localizadas— contra el hambre o a favor de la reapertura del comercio, o que no hubiera existido una movilización de carácter nacional con la Marcha por la Dignidad para rechazar la ola de asesinatos contra excombatientes de FARC y líderes/as sociales. Pero tales intentos no contaron con los niveles de movilización y agitación social del 21-N. Por su parte, el Black Lives Matter estadounidense quedó en la retina de una parte de Colombia y mostró que protestar masivamente en tiempos de pandemia era posible, pero no desató en lo inmediato un efecto contagio.

No es casualidad, pues, que la nueva explosión social del 9-S que detonó el asesinato contra Ordóñez se haya dado de forma espontánea luego del fin de la cuarentena en Bogotá a medida que se difundían en medios las imágenes de él pidiendo a los policías que «por favor» no lo torturaran más. Distintos CAI de la ciudad fueron atacados o incendiados de forma espontánea en horas de la tarde y de la noche. Alrededor de 50 CAI quedaron destruidos el 9 de septiembre. En definitiva, el 9-S desarrolló de manera violenta la lucha de clases masiva y callejera —puesta entre paréntesis por el régimen estatal—, pero enfocándose contra la brutalidad policial.

En la confrontación político-bélica del 9-S y del 10-S hubo centenares de heridos y no menos de diez muertos civiles en Bogotá y Soacha por armas de fuego. Los principales afectados fueron los manifestantes provenientes de las clases populares, quienes no disponían de los medios de coerción de la policía y tuvieron que afrontar esa asimetría con gritos de indignación, barricadas y quemas. En tales condiciones, su violencia fue de la resistencia —como la ocurrida en el 21-N—, diferente en su naturaleza a la violencia insurreccional de las guerrillas. Sobre los distintos tipos de violencia política, ver el artículo de Pilar Calveiro titulado: «Acerca de la difícil relación entre violencia y resistencia».

Así pues, la violencia del 9-S no pretendió tomarse el Estado a través de una insurrección general, sino actuar directamente contra la policía nacional, la cual de modo constante excede sus límites liberal-constitucionales, actúa bajo doctrinas de seguridad nacional y da tratamiento militar a los conflictos sociales, a pesar de que debería ser un cuerpo armado de carácter civil. Esta policía militarizada, adscrita al Ministerio de Defensa, tiende a considerar que los manifestantes son enemigos y, en tiempos de dominación uribista, se siente más empoderada para golpearlos o torturarlos, tal y como ocurrió en el 21-N. La ONG Temblores denunció un caso de abuso sexual ocurrida el 10-S en contra tres mujeres en un CAI.

Este ejercicio de extrema violencia no consiste en simples «errores» o «desviaciones», sino en acciones —legitimadas pasiva o activamente por una parte de la sociedad— encaminadas a mantener el orden social vigente a través del terror cuando la hegemonía entre sectores de las clases subalternas comienza a decaer. Ya los chulavitas del Partido Conservador habían desempeñado a mediados del siglo XX estas funciones de policía para reprimir y asesinar liberales y, en general, cualquier tipo de oposición.

Lo irónico de esta situación es que los niveles de violencia de la policía colombiana son de tal magnitud que llega a torturar y a asesinar a golpes a un ciudadano como Javier Ordóñez dentro de un CAI, quien ni siquiera era en ese momento políticamente incómodo para el establecimiento. El más mínimo desafío a la autoridad policial es visto como una afrenta que se castiga con la brutalidad, dados sus graves problemas para legitimarse.

Petro: el clásico enemigo socialmente construido

Este complejo estado de cosas, en vez de suscitar reflexiones sobre la violencia estructural que lo produce, es aprovechado por algunos medios de comunicación para buscar responsables políticos individuales. La esquizoide Revista Semana es un buen ejemplo de esta matriz mediática y ha elaborado reportajes, coherentes con la retórica uribista, que, con distintos matices, buscan responsabilizar a Petro de causar o alentar el estallido social violento. Culpar a Petro de la violencia social es efectivo para encubrir la violencia del sistema. Es el enemigo socialmente construido por excelencia que unifica al bloque de poder uribista en su cruzada imaginaria contra el castrochavismo y pone a la defensiva a sectores del llamado «centro» temerosos de cambios antisistémicos que Petro realmente no representa.

Ya decía María Jimena Duzán en su columna «Uribe, el fascista» días antes del 9-S que: «Nos asustaron con el castrochavismo, pero lo que nos llegó fue el fascismo». Tiene mucho sentido hablar de fascismo, al menos como analogía para hacer referencia a un régimen capitalista de excepción que está primando en Colombia.

En un video de Semana intitulado «Las causas ocultas de la protesta» el medio hace un recuento superficial de las principales causas del «caos» del 9-S. En resumen, las causas ocultas son: 1) brutalidad policial; 2) indignación ciudadana azuzada por el oportunismo político de Gustavo Petro, senador que incita a la violencia; 3) falta de liderazgo del director de la Policía; 4) falta de pie de fuerza —que lleva a que los policías tengan más posibilidades de estrés debido a las altas jornadas de trabajo—; 5) dificultades en el reclutamiento de más policías; 6) la presencia de organizaciones criminales y de anarquistas que alientan la violencia contra la policía; 7) fractura de mando entre policía y gobierno distrital —el video no habló de cómo la brutalidad policial se autonomizó del mando distrital, probablemente por directrices nacionales—; y 8) inconformidad de jóvenes de clase media a raíz de su situación socioeconómica, la cual se había detonado en el 21-N pero fue suspendida por la pandemia —Semana asume que la gran conversación nacional que convocó Duque para aplacar las protestas falló por la crisis por pandemia y no por su política de simulación de la negociación, por la cual ya para el 25 marzo de 2020 estaba previsto un nuevo paro nacional—.

En general, según Semana el problema reside en fallas de funcionamiento de las instituciones estatales que no pueden contener la violencia social e incitan a la brutalidad policial y en el oportunismo de Petro. Muy poco se comentan los problemas del sistema económico y del sistema político. La violencia barrial y popular desde esta visión es criminalizada y se desconoce su carácter político-resistente. A duras penas, y como una causa más, se mencionó al 21-N y los problemas de desempleo juvenil en capas medias —la violencia estructural que viven las clases populares no merece ninguna atención—. La agencia política de quienes destruyeron los CAI es eliminada de tajo: todo se trata de conspiraciones organizadas por criminales y anarquistas, de infiltraciones en el movimiento popular y barrial, de políticos que azuzan la violencia. Semana tampoco menciona la peligrosa concentración del poder estatal que está emprendiendo el gobierno Duque advertida por Transparencia Internacional, el trasfondo del conflicto social armado que no termina o la simulación de la implementación del Acuerdo Final de Paz.

A Semana no se le ocurre que el 9-S se haya detonado espontáneamente, desde luego, a partir del trasfondo histórico de luchas del 21-N y redes de información y solidaridad previas.

A Semana no se le ocurre que el problema pueda ser sistémico.

Pocos días después, a pesar de explícitamente haber señalado a Petro de ser una de las causas ocultas del estallido social, Semana recula en Twitter y sostiene que: «Petro no es el responsable del incendio social que se prendió esta semana, pero sí le está echando gasolina». ¿Al fin qué? Tal contradicción muestra que Semana no está interpretando los hechos sociales, sino disfrazando su militancia antipetrista de noticia informada. Oculta así las causas estructurales del «caos». Para Semana fue mejor abandonar el análisis social y dar nombre al enemigo social que Iván Duque y Carlos Holmes Trujillo no nombran directamente y gritar al unísono con el uribismo: ¡culpa de Petro!

No se puede desconocer que Petro intenta capitalizar las recientes protestas, pero él no las produjo ni es su pretensión política incitar a más violencia. Quien desde la confortable prisión de El Ubérrimo insiste en la militarización y en dar tratamiento de amigo-enemigo a la protesta social es Álvaro Uribe. El interés de Petro es más bien canalizar y conducir ese inconformismo violento en un movimiento pacífico y democrático de masas que lo catapulte a la presidencia en 2022. La diferencia es que Petro reconoce la naturaleza política de esa violencia resistente y no ve meros «vándalos» ni meros «disturbios».

El programa de Petro no es antisistémico y lo ha dicho insistentemente, pues lo que quiere es hacer más productivo el capitalismo colombiano bajo otro régimen de acumulación: el de un Estado que interviene más en la economía. Su objetivo es disminuir una violencia potencialmente antisistémica y reconfigurar el statu quo político sin alterar radicalmente la estructura de dominación de clases vigente. Pero el potencial antisistémico de una nueva correlación de fuerzas liderada por Petro es un campo en tensión y disputa. En todo caso, hay que recordar cómo en Bogotá Gustavo Petro se ufanaba de la subida de las acciones de ETB o incluso proponía que 200 000 ciudadanos comprasen acciones de Transmilenio para hacerlo más «democrático».

Petro no es el gran enemigo del sistema mundial capitalista, pero el uribismo y los sectores liberales, conservadores y de «centro» ocultos bajo su paraguas necesitan presentarlo de ese modo para perpetuar su dominación/hegemonía nacional y el régimen latifundista y autoritario-asistencialista remozado de «civismo» y «ciudadanía de bien» que encarnan. No hablemos de causas estructurales en la opinión pública, eso ha de ser cosa de marxistas y anarquistas trasnochados que aún no han entendido las maravillosas bondades de la economía de mercado en la periferia colombiana.

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