Un comerciante en el regazo de Bogotá

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Para muchos la vida es una oportunidad, para otros es una presencia que va y viene sin rumbo fijo. Quizá para Mario sea así, porque así lo desea, o al menos es lo que se percibe cuando se intenta conocerlo. Numerosos sueños sin cumplir, experiencias por contar, mil mundos recorridos y muchos más por explorar. Es un testigo de vidas divergentes y un implacable dueño de su propia voz.

En medio de todo, profundas marcas espirituales, esperanzas, alegrías, derrotas, lamentos y aficiones enfermizas hacen parte de la esencia de Don Mario, un comerciante que desde muy joven camina con el descaro de los inclasificables por las calles de Bogotá. Anda con la desfachatez de quien no quiere ser controlado por un trabajo “estable”, por el que muchos de clase baja se pelean y compiten hombro a hombro para ser “esclavizados por un mendrugo de pan”, o eso es lo que él afirma. Y así, sincero como es, echa el ego por delante y se enorgullece de sus manos labradas de callos y ampollas cicatrizadas, pues le recuerdan a sus años de gloria.

Camina sin rumbo fijo, pero con un objetivo claro: vender. Esa habilidad que ha perfeccionado desde los 8 años y que lo ha considerado todo un arte en un país tercermundista. Con melancolía me cuenta que la hipocresía está presente en su arte, pero él no tiene la necesidad de aplicarla, afina su don de convencimiento y lo combina con un poco de humor, con ese toque que lo hace ser único. “Todo un profesional, todo un artista, toda una persona de admirar”, eso es lo que siempre dicen sus clientes. Camina con su cigarrillo en la mano, su viejo maletín en el que transporta su mercancía y esos instrumentos que hacen más llevadera su propia vida. Camina con la esperanza de llegar a su casa, ver la sonrisa de sus hijos y alimentar alegrías. Camina con mil demonios que lo atormentan y lo adormecen con su música retórica. Darle vida a su voz también le da vida a lo que hizo en el pasado, a las aventuras que lo llevaron a la gloria, las mismas que le empujaron a sus derrotas. Daría fe que volviera a ser dueño de su propia voz.

La sucesión de los recuerdos

Nació en la ciudad de Bogotá hace 58 años, pero tiene raíces de Antioquia y Tolima por parte de sus padres. Entre sus recuerdos de la infancia, conserva uno en especial: su adicción por la música; pero, naturalmente, “preferí la clásica”, dice mientras pasamos por Carrera 13, en Chapinero y sin más, lo atacan los recuerdos. Recordar parece serle una tarea difícil pues la voz se le agudizó; sin embargo, calmó las ansias acompañado de un cigarrillo y un tinto.

Siempre quiso ser bombero, torero, futbolista, psicólogo o al menos aprender a tocar el bandoneón. Pero es esto: “casi un desdichado padre que nunca ha podido estar en ningún cumpleaños de sus hijos”, se recrimina. A pesar de que siempre añoró ser un buen padre de familia, parece no haberlo logrado.

Él y su familia residieron, por lo menos, 30 años en el reconocido Centro de Bogotá. Desde pequeño sentía una gran atracción por los radioteatros, a los que algunas veces asistía como aquel niño que cuidaba los carros de invitados importantes mientras los entrevistaban en Caracol y Radio Santa Fe. Allí tuvo la oportunidad de conocer a Olimpo Cárdenas, Oscar Agudelo, Jaime Llano Gonzales Bovea y su famoso vallenato (cuyo género inicialmente se interpretó con guitarras) y Garzón y Collazos. También disfrutó de soleadas tardes de lidias de toros y espectáculos algo grotescos que razonó con el pasar de los años y que fue reemplazando por la fiebre futbolera. Su madre lo enviaba a buscar trabajo y él se iba como típico adolescente rebelde para la sede oficial del club de fútbol Millonarios, que en esa época quedaba en el barrio Minuto de Dios. Era transportado por el ya olvidado Trolley, bestia metálica sostenida por cuatro vertebras y abastecida por electricidad.

Años después tuvo el privilegio de sostener alguna amistad efímera y fugaz con algunos jugadores y el presidente del club, don Ignacio Klein; además de asistir a dos celebraciones en el Hotel Tequendama por los campeonatos logrados en los años 1987 y 1988. Conservó como un bonito recuerdo una camiseta obsequiada por el jugador Wilmer Conde, quien jugaba de defensa central con el número 2.

Ocasionalmente iba al Chorro de Padilla, una quebrada que cruzaba por Monserrate, donde cogía ranas, disfrutaba del vuelo de una mariposa, el trinar de los pájaros, el viento que jugueteaba con los gigantescos eucaliptos de un aroma incomparable. En pocas palabras, gozaba sentirse parte del universo, de ese lugar, donde observaba con gran admiración cada escena del comportamiento de la naturaleza y tenía la sensación de que todo iba pasando en cámara lenta, rejuveneciendo, llenándose de vitalidad. No es difícil deducir que una persona que se divierta a tan temprana edad, logre ser un estudiante destacado, entonces… “¡A trabajar, don Buenavida!”, se dice a sí mismo.

Laboró en diferentes oficios: técnico de licuadoras, embobinador de transformadores… También fue mensajero auxiliar de contabilidad en Lec Lee y cobrador de un club de ejecutivos llamado Club El Puente, en donde conoció importantes figuras de nuestro país: Hernando Santos, dueño del diario El Tiempo; Jaime Michelsen Uribe, expresidente de Colombia y el doctor Belisario Betancourt, presidente de aquel entonces. Con éste último tuvo un corto pero ilustrado diálogo sobre la versión original del Bolívar Desnudo que se encuentra encuentra en la ciudad de Pereira, escultura elaborada por el maestro Rodrigo Arenas Betancourt, que según el don Belisario, él conservaba sobre su escritorio y que en su ingenuidad de adolescente y basado en un relato de su abuelo paterno, era la original.

Los cambios…

Mientras caminábamos por el Centro de Bogotá, relataba que fue testigo de algunas situaciones algo incómodas para nuestra ciudad: los cambios. La existencia de los raponeros, el remplazo de los relojes por celulares, los trancones en la Carrera 10 con avenida Jiménez y la transformación de la vestimenta clásica de Bogotá.

En donde hoy está ubicado el parque de La Mariposa quedaba un comercio de zapatos y ropa de no muy buena calidad pero a buenos precios. Infortunadamente, en una fecha que no recuerda, se desbordó el Río San Francisco y como este comercio funcionaba en una especie de sótano ─como en todo país tercermundista─, se inundó; situación que generó pérdidas incalculables para los comerciantes.

Entre risas, señala un edificio color mostaza y me cuenta con suma alegría, el curioso y aparatoso traslado de un edificio ubicado en la avenida Caracas con Calle 19, labor realizada con gatos hidráulicos durante aproximadamente 10 horas continuas. Además, también presenció el incendio del edificio de Avianca, el más alto de Colombia en ese entonces.

No obstante, también recuerda a los delincuentes, a esos personajes que marcaron nuestra historia; por ejemplo, el caso de Efraín González, quien fue dado de baja en el barrio San José por la Carrera 12 con Calle 28 y cuyo operativo fue transmitido en directo por varias cadenas radiales, entre ellas Todelar.

La espera en el regazo de Bogotá

Me confiesa que en los pocos empleos que tuvo en su juventud, siempre fue despedido por no ser “idiota útil” de los que fueron sus jefes, pues consideró que muchas personas que tienen un cargo importante lo utilizan para humillar a sus semejantes. Lo relata con orgullo, ya que refleja ser una persona con una personalidad y carácter recio, lo cual le permite y le obliga a respetar a todo ser humano sin importar su profesión, religión o nivel académico. Quizás para Don Mario el éxito sea diferente al de los demás, quizás en esta vida se próspera diferente.

Su recorrido por las trajinadas venas y arterias de Bogotá le afectaron más tarde, pues él piensa que su destino ya está marcado; sin embargo, ha sido él más que otros, un escritor del tiempo en esta ciudad, pero uno distinto, uno desafanado. A pesar de que por ello haya afectado lo que más quiere: su familia. O tal vez sea uno más, un espectador indiferente a los impactantes acontecimientos que aún padece Bogotá.

Don Mario y yo coincidimos en un par de ideas… Creemos que todo cambia. La hermosísima Bogotá que antes meneaba sus faldas y nos conquistaba con fina coquetería, elegancia y carisma compartiendo como compañera incondicional nuestras anécdotas de aventura, ahora se arregla, se mira al espejo, se peina, se maquilla, se viste, se llena de motivación y cubre su enfermedad, sus lunares. Ese misterio que a muchos extranjeros atrae pero que no entienden del todo… Esa belleza y vitalidad femenina, esa que logró enamorarme y en cuyo regazo espero. Con su rostro en alto, aún sigue de pie, no pierde las esperanzas de que sus valientes defensores combatan la ignorancia, el conformismo, la indiferencia y la poca fe. Mi única esperanza está en esos hijos, aficionados lectores de la realidad, ansiosos constructores de la verdad.

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Valentina Salazar Bautista

Columnista ivitada.

 

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