“(…) A otros dieron de verdad esa cosa llamada educación
ellos pedían esfuerzo, ellos pedían dedicación,
¿y para qué? para terminar bailando y pateando piedras,
únete al baile… de los que sobran”
Como maestra, he visto en mi recorrido pasar varias generaciones de bachilleres, estudiantes de todos los estratos socioeconómicos, algunos destacados, otros mejores, incluso unos no tan sobresalientes, pero todos con sueños y esperanzas, que representan sus expectativas para el futuro, su apuesta por transformar su difícil realidad cotidiana, y por qué no, nuestro país.
También he observado como esos sueños en las clases privilegiadas se cumplían sin mayor dificultad, pues allí si no pasaban a una universidad pública, era fácil porque había dinero para una privada, y si no cumplían con el nivel académico en la privada, había otras opciones, como viajar al extranjero, o vincularse laboralmente en los negocios familiares, por lo cual no estaban condenados a patear piedras calle arriba y calle abajo.
Sin embargo, al otro lado de la orilla, en los sectores no privilegiados, los sueños en esta época del año empiezan a aterrizarse y desvanecerse, Estiven, por ejemplo, es un chico de 17 años, lo conozco desde hace un buen tiempo; en mis clases siempre ha sido un estudiante inquieto por el conocimiento, crítico, que se destaca académicamente en sus estudios, precisamente este año culmina su bachillerato y seguramente será graduado con honores.
Pero este joven que sueña con ser arquitecto, que dibuja muy bien, le atraen las construcciones coloniales de Bogotá, le apasiona Gaudí y Le Corbusier, vive en uno de los barrios reconocidos como uno de los más “peligrosos” de Bogotá: “El Amparo”, en la localidad de Kennedy; su familia es la típica familia trabajadora, que recibe un salario mínimo, que trabaja un horario de 8 horas, que día a día recorre grandes distancias de la casa al trabajo para buscar su sustento.
La disciplina de Estiven lo llevó a realizar una lista de opciones de universidades en Bogotá para poder estudiar, hace un par de meses realizó una venta de dibujos para conseguir el dinero del formulario de admisión de la Universidad Nacional, igualmente se presentó a otra pública fuera de la ciudad, en las dos pruebas tuvo muy buen puntaje, pero fue insuficiente para ser admitido.
La alegría y esperanza que expresaba su rostro, repentinamente se ha venido desdibujando en las últimas semanas, él sabe que en su casa no hay dinero pagar una Universidad privada, entre sus planes no está ir al SENA, él quiere ser Arquitecto, no otra cosa, y al ejército le huye porque se declara pacifista, incapaz de empuñar un arma.
Estiven era la esperanza del salón de clases, si él no pasó a la Nacional, menos los demás compañeros; otros chicos de su salón posiblemente ganarán unos de los pocos cupos en otras de las escasas universidades públicas y en carreras menos apetecidas, otros tantos ingresarán al SENA, o en universidades de garaje e institutos de bajísima calidad, pero la gran mayoría se quedará en la calle, la esquina, el parque o simplemente pateando piedras.
Al contemplar este panorama, de repente, recordé una canción que sonaba bastante en mi niñez, “El baile de los que sobran”, del grupo de rock chileno -Los Prisioneros-, y veo que hoy, años después, esta realidad en Colombia no cambia.
Cada año escolar es lo mismo, miles de jóvenes en los colegios corren por los pasillos, entregan trabajos finales, presentan el ICFES- Saber 11, se enamoran, desenamoran, juegan micro, cantan, bailan, leen, estrenan chaquetas variopintas con su nombre o apodo y frases de su promoción, compran formularios de admisión anhelando ingresar a las universidades públicas, transpiran alegría y esperanza, sueñan con recorrer el mundo, transformarlo, partir la historia en dos.
Recuerdo sus sueños al iniciar el año académico, la gran mayoría dijo querer estudiar y ser profesional, luego de contemplar una lista interminable de profesiones, ellos expresaron sus expectativas, ser médicos, ingenieros, publicistas, edufísicos, veterinarios, diseñadores, abogados, y uno que otro, dijo querer ser maestro.
Este año según cifras del ICFES, se estima que son 608.632 los futuros bachilleres, no obstante, los cupos de las 32 universidades de carácter público en el país son significativamente bajos, por ejemplo, la Universidad Nacional recibe un promedio de 120.000 aspirantes al año, y ofrece, alrededor de 10.000 cupos entre todas sus sedes, es decir, menos del 10%, lo que significa que ni siquiera el 2% de jóvenes de colegios privados y públicos ingresará a la Nacional. De otra parte, según el SNIES durante el año 2016 solo el 28% de los graduados accedió a una universidad de carácter pública o privada.
Lo que se evidencia de fondo en esta situación es que no se trata de ser “pilo” o “competente”, como dice el Ministerio de Educación, pues la educación superior es un derecho que actualmente no se está garantizando, las universidades públicas son insuficientes, las privadas pululan con altos costos de matrícula e importantes índices de deserción, sus costos son inalcanzables para la mayoría de bachilleres y algunas sobreviven solo gracias al negocio de ser pilo paga. Este es un panorama difícil al que se enfrentan año tras año miles de jóvenes, sin opción real de continuar en el sistema educativo.
Aunque el panorama se percibe difícil, hay una esperanza que recientemente se ha visto surgir en el debate público y las movilizaciones universitarias, que han de nuevo hecho discutir en las aulas de clase y en las calles de cara a la ciudadanía y el Estado, el problema del déficit presupuestal de las universidades públicas, así como la exigibilidad del incremento del presupuesto estatal para su funcionamiento y mejoramiento, destacando que la educación es un derecho y no un negocio.
Me resisto a seguir viendo la cara de incertidumbre de mis estudiantes ante su futuro cercano. ¿Cuándo se cumplirá aquello que Marx planteó?: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.
*Foto: Solangie Vargas.
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Por: Marcela Terreros. Amiga de la casa Hekatombe.