En 2019 se estrenó una película basada en cómics que sorprendió al mundo por la presentación artística de un alto grado de oscuridad y de violencia social y estructural. A pesar de comenzar a rodarse con un presupuesto de tan sólo 55 millones de dólares —poco para una película de este tipo—, ha logrado recaudar más de mil alrededor del globo. Por supuesto, la película es el Joker, y con esta nota me estoy sumando a esa suerte de «fiebre colectiva» de masas que se ha desplegado luego de su estreno. Así que éste será otro escrito más al respecto, pero desde una perspectiva subjetiva que se considera antisistémica y lleno de «destripes».
El filme es oscuro. Y aunque ahora mismo se escapan de mis ojos las impresiones estéticas que me hacían sentir que Joker era una verdadera obra de arte, aún recuerdo parte de sus huellas, las cuales me dirigen a la soledad, la marginalización y el rechazo social sistémico-local que sufrió el protagonista, Arthur Fleck, una persona con variados trabajos mal pagos finalmente despedido, dependiente de la asistencia social para tratar su salud mental y que vivía con su madre, quien también resultó ser una gran farsa que marcó su evolución violenta y detonó la desconexión definitiva de sus hilos con el sentido del mundo social habitual.
De ese modo, como decía el filósofo esloveno Slavoj Žižek, Joker es un «nihilista extremo», pues niega el sentido del sistema capitalista configurado en Ciudad Gótica, pero a través de la violencia y el baile estetizado que da cuenta de su transformación es capaz de abrir paulatinamente —de modo inconsciente al principio— otro horizonte de sentido: el del caos y la disgregación de una convivencia naturalizada estructuralmente violenta. En palabras del propio Joker, «me he pasado toda la vida sin saber si realmente existía, pero existo. Y la gente está empezando a darse cuenta».
Luego de terminar de ver la película, una de las primeras cosas que pasaron por mi mente —pues quedé absorto por unos segundos— es cómo no nos matamos entre sí después de ver la denuncia clara de lo que está pasando en estos momentos en el sistema-mundo: de las injusticias, las exclusiones socioeconómicas, el recorte de gasto social, o las enfermedades mentales que produce y atiza el actual capitalismo. No se comprende, salvo que estemos alienados, tengamos falsa conciencia, ignoremos nuestra situación o simplemente nos hayamos acostumbrado a ella porque, de momento, no hay una opción mejor, cómo tras culminar la película no salimos continuamente a las calles de forma masiva a reclamar un gobierno mejor, cómo la pobreza y la desigualdad, que son altas, aún se mantienen en niveles socialmente gestionables, cómo la convivencia no se disuelve y entramos en una espiral de caos generalizado en la que tememos airadamente los unos de los otros y nos dejamos llevar por una vorágine en la que absolutamente nada importa, sólo nuestro despliegue encarnizado y violento de la potencia —y, aclaro, ejemplos como el de Ecuador, Chile o del movimiento colombiano del 21-N muestran que la potencia de la multitud sigue y seguirá viva; no en todos los casos hay conformismo alimentado por una «sociedad del cansancio», y no se persigue el caos generalizado como tal—.
No es como si yo tuviera deseos de saquear y matar a las élites responsables del funcionamiento del sistema actual. Sin embargo, era chocante ver a caras consternadas salir lentamente del cinema, como en una especie de ritual en el que han hallado a una deidad digna de un respeto semejante al que se puede sentir por la muerte. No obstante, la convivencia no se disgregaba: «Todos caminando hacia la muerte van», hacia la muerte pasiva, la muerte de nuestras capacidades, la aceptación de que el trabajo asalariado y el consumo han de vehiculizar nuestras formas de ser felices y plenos, no importa que tengamos que ser sobreexplotados para conseguir lo que otros con un simple movimiento de especulación financiera o una «mordida» de algún contrato público pueden lograr en unos instantes. No importa que nos dediquemos a una única tarea en la que desperdiciemos nuestro ser-siendo, sabiendo que podríamos perfeccionar nuestra naturaleza verdadera si las condiciones fueran distintas.
El grado de violencia estructural que nos escupe Joker a la cara es tal que, como mínimo, deberíamos estar reflexionando sobre cómo nos hemos aislado los unos de los otros en esta competencia encarnizada por sobrevivir, cómo hemos llegado a interiorizar las lógicas de comportamiento del darwinismo social vigente émulo del laissez faire y que destruye una y otra vez la solidaridad y la cooperación o las restringe a niveles afines a nuestros intereses egoístas; por qué nos deprimimos al constatar las limitaciones de nuestras posibilidades y sentir el encierro existencial de una economía-mundo en la que naciste con amplias desventajas construidas por el colonialismo, el imperialismo y el sistema sexo-género: o eres mujer, o eres un hombre pequeño, o eres negro, o eres homosexual, o eres mestizo, o eres indígena, o eres pobre, o una mezcla de alguna de las anteriores variables de clase; mientras que otros centros productivos, otras mujeres, otros hombres, otras fracciones de clase y bloques de poder se benefician de que estés así, sin la conciencia de la dominación, trabajando por un salario miserable, madrugando día a día, lomo a lomo, bajo el encierro de una gris oficina burocrática o la sombrilla del desolador sol de las calles o de sus lluvias abrumadoras y trágicas. Por qué, por qué vivir de esa manera y no pensar en que otro mundo es posible.
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¿Por qué aún lloro al volver a ver la escena en la que Arthur Fleck asesina al presentador y humorista que tanto admiró? ¿Qué tiene de especial esa escena? ¿Por qué conmueve? Mi madre decía: «Joker no mata sin razón; la película me ha hecho más empática frente a las personas con problemas mentales». Pero no es sólo eso, el quid no es el trastornado, el loco como tal: es precisamente él el que denuncia y actúa para revelar que la sociedad de clases está mal, pues premia a unos pocos y abandona a las mayorías. Es el loco el que evidencia de forma estrepitosa la locura naturalizada de la injusticia social. Por ende, el asunto no es que Joker sea un pobre enfermo, sino el funcionamiento de la sociedad que produce enfermos.
Arthur Fleck antes de asesinar a Murray dio un discurso crítico sobre cómo el sistema establece lo que está bien y lo que está mal, lo que es gracioso y lo que no. Sus primeros asesinatos, tres jóvenes accionistas de Wall Street que estaban acosando a una mujer y terminaron golpeándolo, tuvieron un cubrimiento mediático importante, recibieron la atención y el rechazo del propio Thomas Wayne, un influyente millonario de Ciudad Gótica que aspiraba a ser alcalde: el clásico político burgués. Pero si el mismo Joker hubiera caído muerto en la acera, se pregunta él mismo, ¿qué habría pasado? «Pasarían encima de mí; pasan a mi lado todos los días y nadie me nota. Pero esos tres, qué, ¿porque Thomas Wayne lloró por ellos en televisión?». Más adelante, agrega: el problema es que «ya nadie se pone en los zapatos de la otra persona». El sistema nos elimina la empatía, o mejor, la dirige selectivamente. El pobre y miserable, que también somos nosotros, no nos importa. Es una carga. A las élites no les importa. Pero esas élites «creen», insiste Fleck, «que nos quedaremos sentados y toleraremos todo como niños buenos, que no responderemos y atacaremos».
Cuando finalmente asesina a Murray después de espetar su siguiente «chiste»: «¿Qué obtienes cuando cruzas a un enfermo mental solitario con una sociedad que lo abandona y lo trata como una porquería?», mi reacción no es de espanto, sino de horror, de cierto shock conmovedor. El «chiste» es la muerte de Murray y todas sus causas. El que Fleck haya actuado así, curiosamente, detona en mí una inmensa empatía y un «dolor de hermosura irresistible» —en palabras de Pombo—, quizá porque a estas alturas de mi vida su discurso y su situación hacen que me vea reflejado en ellos. Joker se erige en el representante no autoerigido de los excluidos, de quienes hemos sentido la soledad como un estado silente y permanente, de quienes intentamos convertir el abandono en «arte», sin esperar nada más a cambio que la salvación propia. Pero no porque seamos los únicos responsables de nuestra posición, sino porque estructuralmente hay una producción de marginalizados como nosotros, más en países productivamente periferializados. Estructuralmente no podremos perfeccionar nuestra potencia como quisiéramos, por más esfuerzos que hagamos.
El asesinato parece adquirir entonces una dimensión antisistémica, una expresión visceral y desaforada de la rabia de los sectores subalternizados contra la mercantilización del mundo de la vida y el bloque de poder que se beneficia de esa mercantilización, aunque sin una táctica concreta respecto a la dirección de la violencia. Murray, distanciado de la vida de las clases populares, ejercía mediante la comedia y las burlas contra la existencia de Fleck funciones de hegemonía favorables al statu quo. Por eso el actuar del Joker, en tales circunstancias de precarización y ridiculización de su vida, no lo deslegitima ante las masas, sino que desata una serie de revueltas que descompondrán todavía más la convivencia de Ciudad Gótica.
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El disparo, la muerte, la conmoción, el inmenso dolor expresado en un asesinato convertido en horrorosa comedia. ¿Cómo hemos llegado hasta este punto?
Más allá de la importante discusión sobre las formas de ejercer la violencia y contra qué o quiénes, la película, arguye Žižek, «insta a realizar acciones inmediatas para cambiar la situación actual». Me quedo con eso. Pues la vida real en el sistema mundial capitalista, amigos/as, es muchísimo más cruel, y su violencia estructural, bajo el régimen de acumulación de la globalización financiarizada, ha llegado al descarado punto de amenazar la existencia de todo el planeta.
Esas élites, responsables de la debacle ambiental y social global, «creen que nos quedaremos sentados y toleraremos todo como niños buenos, que no responderemos y atacaremos».
Craso error.